Dios le ha encomendado una misión especial a Nikolas Claus, más conocido por todos como Santa Claus: formar una familia.
En otra parte del mundo, Aila, una arquitecta con un talento impresionante, siente que algo le falta en su vida. Durante años, se ha dedicado por completo a su trabajo.
Dos mundos completamente distintos están a punto de colisionar. La misión de Nikolas lo lleva a cruzarse con Aila.Para ambos, el camino no será fácil. Nikolas deberá aprender a conectarse con su lado más humano y a mostrar vulnerabilidad, mientras que Aila enfrentará sus propios miedos y encontrará en Nikolas una oportunidad para redescubrir la magia, no solo de la Navidad, sino de la vida misma.
Este encuentro entre la magia y la realidad promete transformar no solo sus vidas, sino también la esencia misma de lo que significa el amor y la familia.
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Parte 2
Aila
Era 31 de octubre, y la ciudad bullía de vida. Las calles estaban llenas de niños disfrazados, correteando de puerta en puerta, exigiendo dulces con sonrisas iluminadas por la emoción. ¿Yo? Yo estaba en la oficina, atrapada en una rutina interminable, trabajando en un nuevo proyecto que parecía no tener fin. Mientras el mundo afuera celebraba, yo cumplía con mi deber, como siempre.
Había pasado un mes desde mi cumpleaños. Veinticuatro años. Había soñado tanto con este momento cuando era más joven, creyendo que a esta edad tendría una pareja, alguien con quien compartir los días y las noches. Pero ese sueño se había evaporado, arrastrado por los recuerdos de mi última relación. Aquel pedazo de idiota me había sido infiel, destrozando lo poco que quedaba de mi fe en el amor.
Mi pie se movía nerviosamente mientras terminaba de ajustar algunos detalles en el diseño que estaba trabajando. Mis ojos se movieron hacia la puerta, al sentir la presencia de alguien. Allí estaba él: mi jefe. Mi ex.
Creo que tengo un problema con la autoridad. Siempre me habían atraído los hombres con poder, esos que parecían dominar el mundo con solo una mirada. Pero ahora, su presencia no era más que una sombra incómoda, un recordatorio de todo lo que había salido mal.
—¿Qué quieres? —dije sin apartar la mirada de la pantalla de mi computadora.
Sentí el peso de mi cabello corto, recogido en un moño improvisado. Lo había cortado después de nuestra ruptura, en uno de esos momentos impulsivos donde la tusa te lleva a hacer cosas drásticas. Lo odiaba. Lo odiaba tanto que apenas podía mirarme al espejo sin arrepentirme.
Era irónico. Mi cabello, que había sido una de las cosas que más amaba de mí misma, había pagado el precio de su traición. Ahora no era más que un recuerdo de lo mucho que lo había odiado a él, y a mí misma, por permitirle entrar tan profundamente en mi vida.
—¿No puedo venir a ver cómo está mi mejor trabajadora? —dijo, con ese tono cínico que siempre usaba para cubrir su verdadera intención.
Lo sentí acercarse, pero no me molesté en levantar la mirada. No valía la pena. Mi hermana ya me había llamado un par de veces, pidiéndome que la acompañara al centro comercial con mis sobrinos. Batman y Robin querían salir a jugar también, y yo no podía esperar para verlos.
—Sí, supongo —respondí sin entusiasmo.
La oficina ya estaba casi vacía. La mayoría de mis compañeros se habían ido temprano para pasar el día con sus familias o disfrutar de la festividad. Pero yo seguía allí, trabajando como una mula, cumpliendo con un empleo que apenas me daba respiro.
Era mi vida. Trabajar para un hombre que creía ser lo mejor de lo mejor, cuando en realidad no era más que un explotador disfrazado de líder. Cerré la computadora con un suspiro cuando sentí que estaba demasiado cerca, su rostro a centímetros del mío.
—Te has vuelto más grosera que antes —dijo, con una mezcla de reproche y diversión.
—Entonces me puedes despedir —contesté, dándole una sonrisa burlona mientras recogía mis cosas y las guardaba en mi bolso. No tenía tiempo para sus tonterías. —Oh, cierto. No puedes porque tu padre fue el que me contrató.
El camino hacia la casa de mis padres fue más largo de lo esperado. El tráfico, como siempre, era un caos en días festivos. Pero cuando finalmente llegué, el estrés del día comenzó a desvanecerse. Allí estaban, los mejores Batman y Robin que jamás había visto.
—¡Llegas tarde! —me regañó mi hermana menor, con los brazos cruzados y una mirada que me recordó a mamá.
—Lo sé, había mucho tráfico —respondí con una sonrisa de disculpa.
—¡Tía! —gritó Andrew, mi sobrino mayor, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Lo alzé con facilidad. Apenas tenía dos años, pero hablaba como si tuviera diez.
Mark, el más pequeño, estaba en los brazos de mi hermana, observándome con esos ojos enormes que parecían absorber todo a su alrededor.
—Déjame cargar al chiquitín. Amo su olor a bebé —dije, tomando al pequeño con cuidado y llevándolo hacia mí. Hundí mi rostro en su cabecita y aspiré profundamente. —Recién salido del horno.
Era irónico cómo funcionaba la vida. Yo, que siempre había soñado con una familia propia, me había convertido en la tía trabajadora, la que llegaba tarde y cubría las ausencias de los demás. Mientras tanto, mi hermana, que nunca había planeado tener hijos tan joven, ya tenía dos y un esposo que la adoraba.
Mi hermana tenía 22 años. Conoció a mi cuñado cuando apenas tenía 15, y desde entonces se volvieron inseparables. Se casaron a los 18, y aunque muchos dudaron de ellos, demostraron que estaban hechos el uno para el otro. Ella continuó con su carrera universitaria, se graduó mientras estaba embarazada de Mark, y ahora trabajaba desde casa, manejando todo con una calma que me sorprendía.
Era una vida que había soñado para mí misma, pero que ahora parecía tan lejana como las estrellas.
Mientras cargaba a Mark, con su olor a inocencia y sus pequeños dedos agarrando los míos, no pude evitar sentir una punzada de melancolía. Algún día, tal vez, yo también podría tener algo parecido. Pero por ahora, esto era suficiente.
Era suficiente. O al menos, eso intentaba decirme.
Llegué al centro comercial con el tiempo justo para un respiro. Era de esos días donde la cabeza no paraba y necesitaba un momento para desconectar, aunque fuera con una malteada entre las manos. Me senté en una mesa cercana al área de juegos infantiles, mirando de lejos cómo mi hermana corría detrás del "terreneitor" de mi sobrino mayor. Andrew parecía tener energía ilimitada, como si el azúcar de los dulces de Halloween hubiera activado un turbo en él. Mientras tanto, Mark dormía plácidamente en su cochecito, ajeno al caos que lo rodeaba.
Era una imagen que contrastaba tanto con mi vida. Ella, felizmente casada, construyendo su familia, y yo... bueno, simplemente sobreviviendo. Tomé un sorbo de mi malteada, dejando que el frío y el dulzor aliviaran un poco el cansancio acumulado.
—¿Es tu hijo?
La voz masculina me tomó por sorpresa. Levanté la mirada, instintivamente más de lo necesario, como si estuviera preparándome para enfrentarme a quien fuera. No era algo que me pasara a menudo. Ser alta, usar tacones y caminar con seguridad solían intimidar a la mayoría de los hombres promedio. Pero este no era un hombre promedio.
Era mayor, aunque no podía calcular exactamente su edad. Su cabello y barba blanca le daban un aire enigmático, casi fuera de lugar. Llevaba un traje negro impecable, oculto bajo un abrigo rojo imponente, como si estuviera caminando por alguna ciudad fría de Europa en lugar de este ruidoso centro comercial lleno de niños disfrazados y gritos agudos.
—No, es mi sobrino. Además, ¿qué te importa? —solté sin pensarlo mucho, con ese tono cortante que solía usar para mantener a los extraños a raya.
Él sonrió. Pero no fue una sonrisa cualquiera; fue una sonrisa burlona, de esas que parecen saber más de ti que tú misma. Sentí cómo mis mejillas se calentaban, y odié la reacción automática de mi cuerpo. No estaba acostumbrada a que alguien se divirtiera con mi actitud, mucho menos que pareciera disfrutarla.
—Eres muy contestona —comentó, casi como si estuviera entretenido con un juego secreto del que yo no era consciente.
Había algo en él que me descolocaba. Su mirada era intensa, como si pudiera atravesarme y leer cada rincón de mi mente. Era como si el bullicio a nuestro alrededor hubiera desaparecido y solo existiéramos nosotros dos en ese instante.
—¿Tienes un sueño, Aila?
Su pregunta me dejó helada. No por el contenido, sino por el hecho de que sabía mi nombre. El corazón me dio un vuelco y un nudo de alarma se formó en mi garganta.
—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté, tratando de mantener la compostura mientras mis pensamientos iban a toda velocidad.
Antes de que pudiera obtener una respuesta, mi hermana comenzó a acercarse con Andrew a cuestas, y cuando volví a mirar al hombre, ya no estaba. Desaparecido. Como si nunca hubiera estado allí.
Mi corazón empezó a latir con fuerza, casi dolorosamente, mientras mis ojos escaneaban la zona, buscando algún rastro de él. Pero no había nada, ni un solo indicio de que ese hombre hubiera existido.
Volví la mirada al cochecito de Mark, sintiendo un pánico irracional que no lograba explicar. Mi sobrino pequeño seguía allí, completamente tranquilo, con esa sonrisa tierna que siempre aparecía después de comer su lechita. No parecía tener idea del torbellino que estaba pasando dentro de mí.
—¿Estás bien? —preguntó mi hermana, mirándome con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Sí... sí, estoy bien —mentí, aunque mis manos temblaban ligeramente mientras sujetaba la malteada.
El aire alrededor se sentía diferente, como si algo extraño hubiera quedado suspendido en el ambiente. No podía sacudirme la sensación de que ese encuentro había sido importante de alguna manera, aunque no lograba descifrar cómo.
Miré una vez más hacia la multitud, esperando, quizás, encontrar al hombre de cabello blanco y abrigo rojo entre la gente. Pero no estaba.
—¿Qué mierda fue eso? —susurré para mí misma, mientras trataba de calmar el temblor en mis manos y el tumulto en mi pecho.
Mark seguía durmiendo, ajeno a todo, con esa paz que solo los bebés parecen poseer. Pero yo sabía que algo había cambiado en ese instante. Algo que no podía explicar y que, por más que intentara, no podría ignorar.