Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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Punto de quiebre
GABRIELA
Cuarto semestre.
Nunca había sentido tanto orgullo por mí misma.
Valentina ya estaba en primaria, creciendo rápido, llena de curiosidad y ocurrencias. Sebastián y yo… bueno, vivíamos en una especie de tregua. Seguíamos discutiendo, claro, pero al menos había momentos buenos, momentos en los que parecía que podíamos ser una familia normal.
La universidad se había convertido en mi refugio. Cada examen aprobado, cada proyecto entregado, cada palabra de aliento de los profesores me hacía sentir viva.
Y lo que más me sorprendía era lo mucho que disfrutaba socializar con mis compañeros. Entre ellos estaba Daniel Hernández, un chico dos años menor que yo, siempre respetuoso, siempre atento. Esa insistencia suya en llamarme “señora Gabriela” me incomodaba tanto que un día lo frené.
—No me digas señora, Daniel, por favor —le pedí, casi riendo.—Solo te llevo dos años.
Él arqueó una ceja, pensativo, y luego sonrió de lado.
—Está bien… entonces te diré jefa.
Y desde ese día, el apodo se quedó. Yo era la jefa.
Una tarde, después de clases, Daniel me sorprendió con una invitación.
—Salimos a beber unas copas, ¿vienes? —preguntó, como quien no espera un sí.
Mi primera reacción fue rehusarme. Ese no era mi mundo. Pero, convenientemente, ese fin de semana Valentina estaría con mis suegros, así que no habría problemas de horarios ni excusas. Daniel me lo recordó con una sonrisa casi traviesa.
—Anda, jefa. Te hace falta hacer algo distinto.
Y al final acepté.
Nos reunimos en un bar pequeño, con música en vivo y luces cálidas. Había risas, vasos tintineando, conversaciones que parecían curar el cansancio del semestre. Yo estaba más callada, observando, pero los demás no tardaron en notarlo.
—Oye, Gabi —dijo Ana, una de las chicas del grupo—, tú casi nunca hablas de ti.
Los demás asintieron.
—Sí, solo sabemos que estás casada y que tienes una hija, porque lo dijiste hace como dos años…pero nunca cuentas más —añadió Camilo, con tono curioso.
Me tiesa helada un segundo. Las miradas estaban puestas en mí, esperando una respuesta.
Daniel intervino con tono burlón:
—Porque es la jefa, muchachos, ella no puede ir por ahí revelando su vida privada. Tiene que guardar secretos oscuros.
Las risas relajaron la tensión, pero aún sentía la presión en el pecho. Sabía que tarde o temprano alguien volvería a preguntar.
La verdad era que Daniel no intervenía por casualidad. Él sabía desde hacía tiempo que yo estaba casada con Sebastián Valtieri; de hecho, era amigo suyo —o al menos lo había sido—, y estudiaba en la universidad pública más por “castigo” de sus padres que por pasión. Sus padres eran del otro mundo: dinero, apellidos, expectativas. Lo castigaron enviándolo a la distrital y, en vez de hundirse, lo encontré ahí, como un pez fuera del agua con un humor que lo hacía encantador.
Recuerdo que en segundo semestre casi me delata sin querer. Íbamos por el pasillo intercambiando chismes y, en un descuido, Daniel estuvo a punto de mencionar algo frente a un compañero que luego se lo repetía todo a alguien más. Fue un segundo tenso, y yo lo vi en sus ojos: “casi lo arruinas”. Después de eso tuvimos una charla en voz baja en la cafetería —yo le pedí, rogándole con el alma, que no le dijera nada a Sebas— y él lo prometió. Me lo juró. Desde entonces, mi silencio estuvo protegido por ese pacto informal.
Esa noche, con la copa en la mano, la conversación giró de banal a íntima casi sin avisar. Empezaron hablando de citas, de apps y de parejas que se separaban por tonterías; la cosa fue subiendo de volumen y yo, con un par de tragos encima, me sentía más suelta, más risueña. Reía, contaba anécdotas tontas, y por un rato pensé que podía permitirme esa liviandad.
Pero cuando el tema se centró en lo que significa ser pareja —en lo que se espera de una esposa, en los sacrificios y en las renuncias— la música en mi cabeza cambió de compás. Ana hablaba de cómo su novio la apoyaba con el trabajo nocturno y de lo bonito que era no sentirse sola en las decisiones. Parecía hablar de algo sencillo, y yo me quedé muy callada. Demasiado callada.
Entonces algo se partió dentro de mí y dejé de fingir. No era un arranque teatral; fue como si mi garganta se soltara y las palabras vinieran solas, dando vueltas por cosas que ya no podía seguir guardando.
—No es tan simple —dije, y el ruido de las copistas bajando se apagó—. No lo es cuando tu casa es un teatro. Cuando por las noches las paredes escuchan más reproches que risas. Cuando vas a pedir permiso…¿Escucharon eso? —reí como pendeja— permiso para estudiar y te dicen que “ese no es el papel de una mujer”. Cuando el hombre con el que estás comparte la cama y el apellido, pero no el día a día. Cuando tu hija te necesita y tú eres la que está sola en la madrugada.
Empecé a hablar como si contara mi vida en trozos: cómo me levantaba a limpiar, a cocinar; cómo inventaba excusas para salir a estudiar; cómo fingía estar bien en la mesa mientras mi pecho ardía por dentro; cómo me dormía escuchando la respiración de mi hija y el reloj marcando ausencias. Hablé de las veces que pensé en irme, de las noches que lloré en silencio y de las decisiones que tuve que tomar para que Valentina no pagara por mis errores.
La mesa quedó en un silencio casi reverencial. Escuché la única voz del bar, el saxofón a lo lejos, y por un momento me sentí expuesta como un insecto bajo la linterna.
—Gabi… —empezó alguien, con voz bajita—.
Nadie terminó la frase. Nadie dijo nada. Estaban todos quietos, con las miradas fijas en mí como si yo hubiera abierto una puerta que no debía. La incomodidad se pegó al aire.
Hasta que Camilo, con esa torpeza amable que lo caracteriza, se inclinó hacia adelante y, con una sinceridad que me supo a auxilio, preguntó:
—¿Estás bien, Gabi? ¿Necesitas ayuda?
La pregunta quedó colgada, y yo no supe de inmediato si llorar, reír o mentir. Tenía el corazón a punto de estallar.
Me levanté de golpe, murmurando algo sobre ir al baño, pero en realidad solo necesitaba escapar del silencio pesado que había dejado en la mesa. Crucé el lugar casi corriendo y abrí la puerta que daba hacia la calle. El aire fresco de la noche me golpeó de frente, y respiré como si hubiera estado conteniendo la vida misma.
No tuve tiempo de recomponerme: una mano cálida tomó la mía, firme pero sin brusquedad. Me giré, sorprendida. Era Daniel.
—No me mires así —susurré, apartando la vista.
Él suspiró, con esa seriedad que pocas veces mostraba.
—Gabi… yo sabía que Sebas estaba siendo un idiota contigo, pero nunca pensé que mi mejor amigo estaba siendo un total desgraciado.
Mi corazón dio un vuelco.
—Daniel…
—Discúlpame por lo que voy a decir. Sé que no me corresponde, y por eso nunca lo hice antes. Es su relación, no la mía. Pero después de lo que dijiste ahí adentro… —me miró, dolido, como si cargara mi pena—. No puedo quedarme callado. Sebas te ha estado montando el cuerno.
No me sorprendí. Al contrario, solté una risa amarga.
—Ya lo sé —le respondí, con la voz baja pero firme—. Lo vi con mis propios ojos hace dos años. Ya… ya esa parte la superé.
Daniel abrió los ojos, incrédulo.
—¿Y sigues viviendo con él?
Tragué saliva, buscando fuerzas para sostener su mirada.
—¿Y Valentina? —pregunté casi en un suspiro—. ¿Qué pensará mi hija? No quiero que viva una tormenta por padres separados.
Él negó con la cabeza, dolido.
—Gabi… igual tampoco están viviendo de lo lindo juntos. ¿De verdad crees que esto la protege?
No tuve respuesta. Solo suspiré, agotada, con el peso de toda mi vida encima.
—Lo pensaré… —dije finalmente.
Él asintió despacio.
—Yo voy a estar para ti siempre. Lo sabes, ¿verdad?
Sus palabras me estremecieron. Tal vez fue el efecto del alcohol, tal vez la necesidad de no hundirme más, pero en ese instante sonreí débilmente y le apreté la mano.
—Ya, basta de dramas… vamos a bailar —dije, intentando sonar ligera.
Volvimos al grupo. Todos me miraron expectantes, como si temieran que yo me derrumbara otra vez. Pero esta vez sonreí.
—Estoy bien, de verdad. —Y lo dije como si quisiera convencerme a mí misma.
Ana alzó la ceja, pero no insistió. Minutos después, entre risas nerviosas y pasos rápidos, terminamos en una discoteca. La música ensordecedora, las luces de colores y el sudor de la multitud me envolvieron como un refugio imperfecto. Por un rato, solo quería perderme ahí.
Pero ese refugio se derrumbó una tarde.
—¿Desde cuándo, Gabriela? —escuché la voz de Sebastián en el pasillo. Tenía el rostro endurecido, las manos apretadas en puños.
Yo estaba revisando unas tareas de Valentina en el comedor.
—¿De qué hablas?
—No te hagas —bufó, lanzando sobre la mesa uno de mis agendas de la universidad—. ¿Cuándo pensabas decirme que llevas años estudiando a escondidas?
Sentí el mundo hundirse bajo mis pies.
—Sebastián… yo…
—¡¿Cómo pudiste ocultármelo?! —su voz resonó por toda la casa.
Me abracé a mí misma, respirando hondo para no quebrarme.
—¿Por qué habría de decírtelo? Igual cumplo con mi casa, con Valentina, contigo. ¡Incluso seguimos siendo “pareja”, Sebastián! —mi voz tembló, pero no me detuve—. No estoy haciendo nada malo.
Él me miraba como si le hubiera clavado un cuchillo.
—¿No entiendes? No es que no confíe en ti… es que me da miedo. Miedo de perderte. Eres mi único ancla, Gabriela. Si algo te pasara, yo…
Su vulnerabilidad me golpeó, pero también me encendió la rabia.
—Entonces déjame en paz con mis estudios. No soy tu prisionera para que me encierres a tu antojo. ¡No soy una rosa en una cúpula de cristal!
Lo vi tragar saliva, desesperado.
—Gabi… por favor, déjalo. Retírate de la Universidad. No sabes lo que estás haciendo.
—¡Sí sé lo que hago! —grité.
Él me sostuvo la mirada, y entonces soltó lo que me desgarró por dentro:
—Me llamaron la atención. Dicen que nos estamos volviendo el hazmerreír de todos. Que te han visto muy “amistosa” con un compañero tuyo.
El aire me abandonó.
—¿Qué… qué dijiste?
—La gente habla, Gabriela. Y yo… no soporto la idea de que piensen que…
—¿Que qué, Sebastián? —lo interrumpí, con lágrimas ardiendo en mis ojos—. ¿Que soy una cualquiera? O sea, ¿tú tienes derecho a salir por ahí, besando y acariciando a tus compañeras y disfrutando de tu tiempo, pero yo, que solo comparto apuntes y risas con un compañero, soy una cualquiera? ¡Qué hipócrita es la élite… ¿no crees?!
Sebastián me fulminó con la mirada, frunciendo el ceño.
—¿De qué mujer me hablas? —espetó, como si realmente no entendiera o quisiera desviar el tema.
Sentí que algo se rompía dentro de mí. Le sostuve la mirada, con la rabia mezclándose con el dolor.
—No te atrevas a hacerme eso, Sebastián. No me mientas en la cara. —Mi voz temblaba, pero no me detuve—. Sé que me estás siendo infiel. Te vi… ¿entiendes? Hace dos años te vi con esa mujer. Y aunque no me lo hubieras demostrado, tus ausencias, tus sonrisas que nunca son para mí, todo lo que haces me lo gritas en la cara.
Él apretó la mandíbula, sin contestar de inmediato. Yo, con el corazón latiéndome desbocado, seguí:
—Así que no vengas ahora a señalarme, a tratarme como si yo fuera menos. Porque aquí el único que ha destrozado este matrimonio eres tú.
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