Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.
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capítulo 20
El salón quedó en un silencio tenso tras la salida de Mita. Pasaron unos minutos antes de que un soldado rompiera la quietud con una pregunta que selló su destino.
—Capitán —dijo con voz tímida—, ¿por qué no desiste de este absurdo trato y tomamos Valtoria?
El sonido de la silla de Riven arrastrándose sobre el suelo resonó estridente. Se puso de pie con una calma que era pura furia contenida, su plato intacto ante él, mientras el hambre cedía lugar a un fuego oscuro que casi podía saborearse en el aire.
Riven, temido y respetado en mil territorios, jamás había soportado semejante desprecio en su propia casa. Y que esa mujer lo desafiara encerrándose y alejándose de todos, enfurecía su sangre. El comentario del soldado era la excusa perfecta para desatar su ira; una ofensa imperdonable.
Sin mediar palabra, caminó hacia el hombre y le agarró la cabeza con una fuerza sobrenatural. Con un movimiento lento y deliberado, estampó su rostro contra la mesa. El crujido de huesos resonó nauseabundo en el salón.
Sin soltarlo, atrapó el brazo izquierdo del soldado y comenzó a retorcerlo, girándolo lentamente mientras un sonido atroz de huesos dislocándose llenaba la habitación. El hombre intentó sofocar un grito, pero el dolor era un incendio que consumía su garganta.
Los demás soldados, impasibles, siguieron comiendo, como si aquel horror formara parte del menú.
—¿Cuestionas mis decisiones en mi casa, en mi mesa? —rugió Riven, con los ojos fulgurando una luz furiosa.
El trato había sido claro: al casarse con Aria, se le prometió Valtoria. En cambio, los había traído de vuelta a su tierra, no como simples guerreros, sino como los señores más respetados del continente; los mismos que aniquilaron a los monstruos del territorio y lograron siete conquistas, siempre con Riven al mando.
Él había cumplido todas sus promesas. Desafiarlo era una ofensa que solo la muerte podía saldar.
Mientras su agarre apretaba el brazo del soldado, una energía dorada comenzó a acumularse en la mano de Riven, listo para terminar lo que había empezado, cuando unos susurros gélidos se filtraron por las paredes.
Al principio apenas audibles, como voces heladas en un pasillo vacío, luego crecieron, desesperados, hasta envolverlo todo.
—¿Tenemos visitas a esta hora? —preguntó Andrey, levantando la vista de su plato, rompiendo el silencio.
Riven soltó al soldado, que cayó al suelo jadeando de dolor, y se dirigió a la puerta.
Al abrirla, el pasillo lo recibió con un silencio sepulcral. Antes lleno de murmullos, ahora mudo, como si el sonido hubiera sido arrancado de cuajo.
—¿Qué carajos? —murmuró Ember, masticando un trozo de pan—. Anoche ese ruido no me dejó dormir. Tenemos que hablar con los sirvientes.
Pero Riven no prestó atención.
A lo lejos, una empleada caminaba apresuradamente con una bandeja en las manos.
—¡Tú! —ordenó Riven, su voz resonando en el silencio—. ¡Ven aquí ahora!
La mujer, temblando, se acercó, el pánico visible en sus ojos. Antes de que Riven pudiera preguntar, ella balbuceó.
—La señorita no quiere recibir la comida, se lo juro por lo más sagrado, lo hemos intentado desde que llegó.
La revelación golpeó a Riven como un puño en el estómago. Iba a preguntar por los susurros, pero la noticia lo dejó helado.
—¿No ha comido en cuatro días? —se preguntó a sí mismo, y una punzada de pánico le taladró el pecho.
El recuerdo de sus anteriores prometidas y sus muertes repentinas lo asaltó con la crudeza de una visión cruel.
Sin pensarlo, corrió hacia la habitación de Aria.
Detrás, el soldado de cabello claro que había golpeado se levantó tambaleante por el dolor, aliviado de que Riven lo hubiera olvidado.
Pero su alivio se desvaneció al notar la mirada fija de sus compañeros. Cuestionar al líder era una sentencia de muerte.
Si Riven no la ejecutaba, ellos se encargarían.