Cleoh era solo un nombre perdido en una línea secundaria de una novela que creyó haber olvidado. Un personaje sin voz, adoptado por una familia noble como sustituto de una hija muerta.
Pero cuando despierta en el cuerpo de ese mismo Cleoh, dentro del mundo ficticio que alguna vez leyó, comprende que ya no es un lector… sino una pieza más en una historia que no le pertenece.
Sin embargo, todo cambia el día que conoce a Yoneil Vester: el distante y elegante tercer candidato al trono imperial, que renunció a la sucesión por razones que nadie comprende.
Yoneil no busca poder.
Cleoh no busca protagonismo.
Pero en medio de intrigas cortesanas, memorias borrosas y secretos escritos en tinta invisible, ambos se encontrarán el uno en el otro.
¿Y si el destino no estaba escrito en las páginas del libro… sino en los espacios en blanco?
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CAPÍTULO 20
Cleoh se incorporó de golpe, como si la simple decisión de salir hubiese encendido una chispa de energía que no sentía desde hacía días. Se pasó una mano por el cabello, respiró hondo y avanzó hacia la puerta con pasos rápidos, casi impulsivos.
La abrió un poco y asomó la cabeza al pasillo.
—¿Anne? —llamó en voz moderada, procurando no levantar sospechas innecesarias.
La joven doncella apareció casi de inmediato desde el extremo del corredor.
—¿Señorito Cleoh? ¿Necesita algo?
—Sí —respondió él, sin rodeos— Vamos a salir. Prepárate, por favor.
Anne parpadeó, desconcertada.
—¿Salir…? ¿Ahora?
—Sí —repitió Cleoh—Llevo semanas encerrado, necesito aire, algo diferente, ¿Conoces algún lugar al que podamos ir?
Anne pensativa, como si estuviera revisando mentalmente opciones que no involucraran al duque, al clima o a la mala suerte levantando objeciones. Finalmente, sus ojos se iluminaron con un destello tímido.
—Pues… justo hoy comienza el Festival de Escarcha en el pueblo, señorito. —Su voz ganó un matiz de entusiasmo contenido— Se celebra cada inicio de luna de invierno, hay luces, puestos, música, comida caliente… Es muy bonito. La gente del ducado suele bajar cuando pueden.
Cleoh sintió cómo su pecho se aflojaba un poco, como si la simple idea de un lugar lleno de vida y colores fuese suficiente para romper la monotonía que lo había tenido atrapado.
—Un festival… —repitió, casi saboreando la palabra—Suena perfecto.
Anne, aún algo nerviosa, añadió:
—Si partimos ahora, llegaremos cuando comiencen las primeras actividades. Y… —lo miró con preocupación genuina— el clima parece estable por fin. No nevará hasta la noche.
Cleoh esbozó una sonrisa pequeña, pero real.
—Bien, entonces iremos. —Se apartó para dejarle paso—. Prepárate y trae lo que necesitemos para no llamar demasiado la atención.
Mientras la veía alejarse, Cleoh sintió una oleada de anticipación recorrerle el cuerpo. No sabía qué encontraría allí afuera, pero por primera vez desde que había llegado a ese mundo, algo en su interior —ese impulso inquieto, hambriento de experiencias— parecía finalmente alinearse con su propia voluntad.
—Necesito ropa discreta… —murmuró para sí.
Se apresuró hacia el armario y abrió las puertas de par en par, hurgando entre las perchas y los cajones con creciente frustración. Revisó dobladillos, capas ligeras, túnicas y camisas, esperando hallar algo que pudiera confundirse entre la ropa común del pueblo. Pero no importaba cuánto buscara: no había absolutamente nada que pudiera pasar desapercibido.
Aunque Cleoh no tenía un gusto extravagante, las prendas del ducado hablaban por él. Incluso las más sencillas estaban confeccionadas con telas finas, cortes pulcros y esa elegancia callada que delataba a la nobleza. Algunas llevaban bordados sutiles; otras, pequeñas gemas incrustadas en los broches o los puños. Detalles que cualquier ojo medianamente atento reconocería al instante.
Suspiró, dejando caer una túnica sobre la cama.
—Genial… así no hay forma de mezclarse —murmuró, sintiendo cómo la emoción inicial empezaba a enredarse con una nueva preocupación.
Cleoh dirigió su mirada hacia el espejo, observando su reflejo con atención. Miró su figura de arriba abajo y se detuvo en su rostro. Fue entonces cuando una idea absurda, audaz y completamente imprudente cruzó su mente como un destello.
Sus labios se curvaron lentamente, una sonrisa traviesa, casi infantil, se extendió por su rostro.
Justo en ese instante, la puerta se abrió y Anne asomó la cabeza.
—Joven Cleoh, ya he—… Se detuvo en seco, porque lo vio. Aquella sonrisa.
Una sonrisa que no pertenecía al Cleoh reservado y educado al que estaba acostumbrada; era la sonrisa de alguien a punto de hacer algo indebido, atrevido… peligroso incluso. Anne se quedó congelada en el umbral, con las manos aún en la falda, parpadeando como si hubiera entrado en la habitación equivocada.
—Señorito… ¿qué está…? —preguntó con cautela, como quien se acerca a un gato que está a punto de tirar un jarrón.
Cleoh se giró despacio hacia ella, iluminado por esa chispa de desafío que hacía mucho no sentía.
—Anne… —dijo con voz dulce, peligrosamente dulce. Ella dio un paso atrás.
—… ¿sí?
—¿Podrías prestarme uno de tus vestidos?
Anne abrió la boca… pero ningún sonido salió, sus ojos se abrieron tanto que parecían dos lunas en constante expansión.
—¿Un… un vestido? —balbuceó, llevándose instintivamente una mano al pecho, como si buscara confirmar que había escuchado bien.
Cleoh asintió, completamente serio, aunque la sonrisa traviesa seguía viva en los bordes de sus labios.
—Sí, uno sencillo, algo que no llame la atención, prometo cuidarlo.
Anne lo observó como si estuviera frente a una criatura desconocida, mitad ángel, mitad desastre inminente.
—Señorito… —susurró finalmente— ¿puedo… saber por qué?
Cleoh ladeó la cabeza, su sonrisa solo creciendo.
—Es la única forma de pasar desapercibido.
Anne parpadeó otra vez, lentamente, como si su alma intentara regresar a su cuerpo.
—Por todos los dioses… —murmuró, rozándose la frente con los dedos—. El duque me va a matar.
Pero aun así, y aunque no entendía absolutamente nada, dio un suspiro largo resignado… y cerró la puerta tras ella para hablar en serio.
Anne cerró la puerta con un pequeño clic, como si con ese gesto quisiera encerrar el caos dentro de la habitación antes de que pudiera escapar al pasillo. Permaneció inmóvil un segundo, respirando hondo, como quien se prepara para enfrentar una conversación que jamás creyó tener en su vida.
Luego levantó la mirada hacia Cleoh.
Él seguía allí, de pie, expectante, con esa sonrisa traviesa que no combinaba en absoluto con su aire normalmente apacible.
Anne soltó un suspiro largo… muy largo.
—De acuerdo —dijo al fin.
Cleoh parpadeó, sorprendido.
—¿De verdad?
—Sí —respondió ella, cruzándose de brazos— No entiendo la idea, no sé si es sensata, y probablemente sea la cosa más arriesgada que haya escuchado en semanas… pero si esto lo ayudará a salir sin levantar sospechas, entonces… —se encogió de hombros— supongo que vale la pena intentarlo.
Intentó mantener un semblante severo, pero sus labios temblaron apenas, delatando que, en el fondo, encontraba la situación más absurda que alarmante.
Cleoh se iluminó, esa chispa traviesa se convirtió en entusiasmo puro.
—Anne, eres un ángel caído del cielo, un milagro, un regalo divino.
—No me halague tanto, joven Cleoh, que esto ya es bastante loco sin su poesía —replicó ella, aunque una sonrisa fugaz se le escapó.
Dio unos pasos dentro de la habitación y bajó la voz, como si temiera que alguien los escuchara conspirar.
—Bien. Escúcheme con atención —dijo adoptando un tono serio, el de una aliada estratégica más que el de una doncella— Tengo un par de vestidos sencillos que podrían servirle. Nada con bordados ni telas lujosas, no se preocupe, algo que una chica del pueblo podría usar sin llamar la atención.
Lo evaluó de arriba abajo con un ojo crítico.
—Tendremos que soltar el cabello, ajustar el busto y… bueno, rezar para que nadie lo mire demasiado de cerca.
Cleoh alzó una ceja.
—¿Estás insinuando que no sería convincente?
Anne bufó con una mezcla de humor y exasperación.
—Señorito, usted tiene la cara más hermosa del ducado, ese no es el problema, el problema es que mide casi una cabeza más que yo, y aunque es delgado, sigue siendo… demasiado alto para pasar desapercibido.
Cleoh se tocó los hombros con una mueca leve.
—¿Entonces no puedo decir que soy una mujer… robusta?
Anne lo miró como si acabara de decir la mayor tontería del mundo.
—Robusta no es la palabra adecuada, joven Cleoh. Digamos mejor que será una chica alta, muy alta, y saludable… en espíritu —añadió con rapidez— Dejémoslo ahí.
A Cleoh se le escapó una risa que hacía días no salía de su pecho, ligera, cálida.
—Entonces, ¿lo hacemos?
Anne respiró hondo y asintió con solemne resignación.
—Lo hacemos. Por el bien de su salud mental… sinceramente, usted necesita salir o va a perder la cordura.
Cleoh se llevó una mano al corazón con dramatismo.
—Por fin alguien lo entiende.
Anne negó con la cabeza, final y rendida.
—Pues prepárese, joven Cleoh, voy a buscar los vestidos.
Y salió de la habitación en una mezcla de prisa, humor y resignación, mientras Cleoh, aún sonriente, se dejaba caer sobre la cama, imaginando la aventura que lo esperaba.