Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 20
Una semana después del nacimiento, el pequeño hogar de Elisabeth ya había cambiado por completo. La calma se había vuelto rutina, y aunque las noches eran difíciles, Elisabeth sentía que nunca había estado más viva. El niño dormía tranquilo en un cesto acolchado junto a la ventana, y Falko no se separaba de su lado, protector incluso cuando dormitaba.
Cuando el golpe seco de la aldaba resonó en la puerta, Elisabeth apenas pudo contener la emoción.
—Debe ser él —murmuró, secándose las manos apresuradamente en el delantal mientras se acercaba a la entrada.
Abrió con una sonrisa amplia. Y allí estaba Heinrich, vestido de viaje, con la barba algo más crecida y el cansancio marcando sus ojos.
Al notar la ausencia del vientre prominente en Elisabeth, la sonrisa que Heinrich tenía se desdibujó.— Al parecer... No quiso esperarme...— Comentó, a lo que Elisabeth asintió con una sonrisa divertida. Sin embargo, su expresión era más difícil de leer. Elisabeth lo notó, pero lo atribuyó al largo trayecto.
—¡Bienvenido!— Dijo entonces Elisabeth.
—Hola—dijo él suavemente, sin corresponder del todo a su entusiasmo. Miró el interior con un leve gesto de cabeza—. ¿Puedo…?
—Por supuesto, pasa. Hay alguien que quiere conocerte.
Heinrich entró. El aroma a manzanilla y lino limpio lo envolvió, cálido, familiar. Pero también estaba el otro aire… ese sutil perfume a algo nuevo.
Elisabeth lo condujo hasta la cuna improvisada junto a la ventana. El niño dormía profundamente, con las mejillas sonrosadas y una expresión seria, casi orgullosa, a pesar de su corta edad.
—Su nombre es Derrick—dijo ella con una sonrisa mientras lo miraba con ternura—. Llegó poco después de que te fuiste. No quise molestarte con una carta. Supuse que era mejor que lo conocieras en persona.
Heinrich asintió en silencio, observando al niño.
Cabello oscuro, abundante. Piel clara. Facciones firmes. El niño abrió los ojos y entonces Heinrich los vio, esos ojos… esos ojos helados, incluso en el descanso, como si guardaran en su interior un eco inquebrantable. Tan distintos a los cálidos ojos de Elisabeth.
El pensamiento cruzó su mente como una sombra. —Hubiera sido más fácil de soportar si se pareciera a ella...
Sintió el peso de aquella revelación caer sobre él. Porque al ver a ese niño, cada día… siempre pensaría en él. En ese hombre desconocido, pero real. En aquel que había estado lo suficientemente cerca de Elisabeth como para dejarle algo que ahora respiraba, lloraba y vivía.
—¿Quieres cargarlo? —preguntó ella, notando su silencio.
Heinrich dudó apenas una fracción de segundo antes de asentir. Se inclinó con cuidado, tomando al bebé con más destreza de la que aparentaba. Derrick se removió un poco, pero no despertó. En sus brazos, Heinrich lo sostuvo con suavidad, pero con distancia y con tensión.
—Es fuerte —comentó, casi por decir algo.
—Lo es —respondió Elisabeth con una sonrisa orgullosa.
Él no respondió. Siguió mirando al niño unos segundos más antes de devolverlo con delicadeza a su madre.
Elisabeth no notó la rigidez en sus gestos, ni la forma en que bajó la mirada rápidamente. Ella solo sintió gratitud. Por su presencia. Por su apoyo. Por su amistad.
—Gracias por estar aquí, Heinrich —dijo, acariciando la cabeza de Derrick—. No sabes cuánto significa para mí que lo conozcas.
Heinrich forzó una sonrisa leve, la miró de reojo, y asintió.
—Claro. Estoy… contento de que todo haya salido bien.
Pero mientras Elisabeth hablaba con alegría sobre las primeras noches, los gestos del bebé, sus llantos, Heinrich apenas oía. Su mente giraba en un punto fijo, como un clavo torcido en su pecho:
—¿Y si Elisabeth aún siente algo por ese otro hombre, y si Elisabeth no está dispuesta a abrir su corazón a alguien más?— ¿Qué haría él con todos esos sentimientos que guardaba hacia ella?
Unas semanas después, muy lejos de Potsdam.
La fortaleza de Falkenrath ardía a sus espaldas, las llamas iluminando el perfil afilado de Dietrich. La campaña contra Falkenrath había culminado con una victoria absoluta. Dietrich había reunido las condiciones necesarias y las había ejecutado con precisión y brutalidad. El Graf de Falkenrath y muchos de sus aliados separatistas cayeron bajo el aplastante y despiadado poder de su ejército. La fortaleza de Falkenrath fue asegurada exitosamente.
Y, entonces, estando tan cerca… Dietrich no pudo resistirse.
El deseo de verla, de asegurarse de que seguía ahí, lo invadió como un incendio. Ordenó un caballo, rechazó compañía y partió solo, con el viento levantando su capa y el corazón golpeándole en el pecho. No tenía intenciones de quedarse mucho. Solo quería decirle que no se había olvidado de ella, que la quería junto a él, que lo esperara. En el trayecto, su mente se llenó de imágenes, la expresión que pondría al verlo, las palabras que le diría, qué estaría haciendo en ese instante... También pensó en cómo se tomaría el saber quién era en realidad, un noble, un general, un hombre temido y respetado.
Lo que no consideró, lo que ni siquiera le cruzó por la mente, fue la posibilidad de que Elisabeth ya no estuviera allí.
El camino le resultaba familiar.
Pero algo estaba mal.
No lo supo al principio. El corazón lo tenía tan encendido que lo evidente le pasó desapercibido, la cerca estaba rota en un costado. No había flores en la ventana. La leña no estaba apilada junto a la puerta. El jardín era apenas un matorral seco.
Desmontó con ansias, con una sonrisa tensa y los ojos buscando, esperando verla aparecer con su delantal, con esa mirada entre sorprendida y enojada.
Se dirigió a la puerta y trató de abrirla. Estaba cerrada. Golpeó con suavidad, luego con más fuerza.
—Elisabeth —llamó, sin respuesta—. Soy Dietrich, abre la puerta.
Volvió a llamar. Una vez. Otra. Y otra más. Nadie acudió. Entonces la inquietud se apoderó de su rostro. Forzó la cerradura y entró.
Dentro, la cabaña olía a polvo viejo y ausencia. Todo estaba ordenado, pero la capa fina de polvo sobre las superficies decía otra cosa. Las telarañas en los rincones. El hogar frío.
No estaba.
—¡Elisabeth! —gritó Dietrich, recorriendo la casa como si pudiera arrancarla de una pared—. ¡Elisabeth!
No hubo respuesta.
Solo un eco hueco y la sacudida terrible de la verdad, no estaba allí desde hacía mucho tiempo.
La locura lo tomó como un torrente. Golpeó una silla contra la pared. Volcó la mesa. Una parte de él no podía aceptarlo.
Algo dentro de él se quebró. Dietrich sintió cómo la realidad lo golpeaba como una tempestad. El corazón que se le había agitado al pensar en verla ahora palpitaba de rabia, de pánico, de descontrol.
—¿Te… casaste con ese maldito? —masculló, apretando los puños, la voz rota por la sospecha—. Graham…
Recordó aquel bastardo, cómo la acosaba, cómo insistía en casarse con ella. Recordó las palabras de Elisabeth, firmes y decididas, diciendo que prefería morir antes que terminar con ese hombre.
—No… no es posible —se dijo, pero su voz ya no tenía fuerza.
Montó el caballo con furia. Las riendas crujieron bajo su agarre. Galopó hacia el pueblo, cruzándose en el camino con parte de su ejército. Sus hombres, sorprendidos, decidieron seguirlo sin comprender lo que ocurría.
El pueblo se estremeció ante su llegada. Dietrich, desbordado de furia, comenzó a irrumpir en cada tienda, cada casa, cada rincón.
—¡Graham! —rugía como una tormenta. —¡Dónde estás!
La noticia corrió rápido. Alguien fue a avisarle al sujeto, que aún conservaba su prepotencia habitual, ignorando completamente quién lo estaba buscando.
Cuando Dietrich lo vio, el mundo pareció detenerse un segundo.
El rostro de Graham era apenas una sombra de lo que recordaba, le faltaba un ojo, una oreja, y su cuerpo estaba cubierto de cicatrices. Cojeaba, con marcas evidentes de mordeduras en los brazos y el rostro. Dietrich no necesitó pensar demasiado.
—Un lobo… —murmuró con los ojos encendidos—. Era como sí hubiera sido atacado por un lobo.
Graham lo reconoció entonces. Lo había visto una vez en la cabaña. Pero antes de que pudiera articular una palabra, Dietrich desenfundó su pistola y disparó sin previo aviso. La bala impactó en la pierna de Graham, que cayó al suelo con un grito desgarrador.
Los presentes retrocedieron horrorizados. Nadie entendía qué estaba pasando. Dietrich no había dicho una sola palabra antes de disparar.
Frank llegó justo en ese momento, junto a varios caballeros, alarmados por el caos.
—¡Tú! —rugió Dietrich, acercándose a Graham—. ¡Responde! ¿Qué le hiciste a Elisabeth? ¡¿Dónde está ella?!
Puso el pie sobre la pierna herida de Graham, haciendo presión, provocando un grito aún más atroz.
—¿La tocaste? ¡Contéstame, maldito cerdo!
Graham, balbuceando entre quejidos, apenas comprendía lo que se le decía, pero entonces soltó una carcajada rota y dijo:
—Esa zorra debe estar mendigando por ahí…
El segundo disparo fue inmediato. Dietrich no dudó. La bala destrozó la otra pierna del miserable.
—¡¿Te atreves a insultarla delante de mí?! —bramó, mientras los presentes se cubrían el rostro de espanto.
Frank no podía entender nada. ¿Quién era Elisabeth? ¿Qué le pasaba a su señor?
Entonces, un hombre del pueblo, temblando, se adelantó y se arrodilló.
—Señor… esa mujer… Elisabeth… no está aquí. Hace más de un año que se fue. Nadie sabe a dónde.
Dietrich giró sobre sus talones. Se acercó a él lentamente, como una sombra cargada de rabia. Apuntó con su pistola a la cabeza del campesino.
—Habla con la verdad o te volaré la cabeza. ¿Dónde está?
—¡Lo juro! —exclamó el hombre, con lágrimas en los ojos—. Puede buscar en todo el pueblo, pero no la encontrará. Un día simplemente desapareció. Nadie volvió a verla.
—Si estás mintiendo, te mataré.
Luego se volvió hacia Frank, que apenas podía procesar lo que veía.
—Requisen todo el pueblo. Cada casa, cada rincón. Busquen a una mujer rubia, de ojos verdes. Se llama Elisabeth.
Frank tardó un instante en reaccionar, pero luego asintió con firmeza y comenzó a dar órdenes.
El pueblo entero fue revisado. No se dejó piedra sin remover. Cada persona fue interrogada, algunos entre lágrimas, otros bajo amenazas. Pero todos respondieron lo mismo:
Elisabeth ya no estaba allí.
Y nadie sabía dónde había ido.
ya lo habían comentado que era probable que ese maldito doctor le había hecho algo pero esto fue intenso
MALDITOOOOO/Panic/