Perteneces a Mí
Una novela de Deanis Arias
No todos los ricos quieren ser vistos.
No todos los que parecen frágiles lo son.
Y no todos los encuentros son casualidad…
Eiden oculta su fortuna tras una apariencia descuidada y un carácter sumiso. Enamorado de una chica que solo lo utiliza y lo humilla, gasta su dinero en regalos… que ella entrega a otro. Hasta que el olvido de un cumpleaños lo rompe por dentro y lo obliga a dejar atrás al chico débil que fingía ser.
Pero en la misma noche que decide cambiar su vida, Eiden salva —sin saberlo— a Ayleen, la hija de uno de los mafiosos más poderosos del país, justo cuando ella intentaba saltar al vacío. Fuerte, peligrosa y marcada por la pérdida, Ayleen no cree en el amor… pero desde ese momento, lo decide sin dudar: ese chico le pertenece.
Ahora, en un mundo de poder oculto, heridas abiertas, deseo posesivo y una pasión incontrolable, Eiden y Ayleen iniciarán un camino sin marcha atrás.
Porque a veces el amor no se elige…
Se toma.
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Capítulo 20 – Punto sin retorno
La lluvia caía con la furia de un secreto descubierto.
Eiden conducía sin detenerse, los faros del auto iluminando la carretera angosta que serpenteaba entre los cerros. Silvia le había contado todo en apenas unos minutos. Lo suficiente.
—La lista no era pública, pero alguien la filtró.
Incluye antiguos socios de Baltazar… y tú.
Dicen que eres un estorbo. Un punto débil.
—¿Quién la filtró?
—Samantha. Pero no lo hizo sola.
Eiden no preguntó más. No necesitaba nombres.
Solo necesitaba verla.
Ver a Ayleen.
Y entender si aún era posible salvar algo entre los dos… antes de que lo arrasaran todo.
Ayleen estaba sentada frente a la chimenea en una casa segura que solo Helena conocía. Su cabello aún húmedo por la lluvia, la mirada perdida. No había dormido en dos días. No lloraba. Pero su silencio lo gritaba todo.
Helena entró con una taza de café y un sobre en la mano.
—Esto llegó hace una hora.
Ayleen lo tomó. Lo abrió sin prisa.
Era una fotografía.
Eiden.
Frente a la cabaña.
Con un círculo rojo sobre el pecho.
Y una sola palabra escrita a mano:
“Pronto.”
Ayleen se levantó de golpe.
—¿Dónde está?
—Volvió a la ciudad.
—¿Solo?
—Sí. Y lo peor… no se esconde.
Samantha recibió el sobre al mismo tiempo. Pero el suyo tenía una nota.
“Tu papel terminó.
Gracias por abrir la puerta.
Ahora cierra la boca… o la cerrarán por ti.”
Sintió un escalofrío.
Había jugado con fuego.
Y ahora… el fuego venía por ella.
El portón de la casa crujió justo antes de que Helena lo viera en las cámaras. Eiden estaba empapado, exhausto, pero con la mirada encendida. No con rabia. No con miedo.
Con urgencia.
Helena le abrió. Sin preguntas.
Ayleen lo esperaba al otro lado. De pie. Como si hubiera estado conteniendo la respiración desde que supo que venía.
No dijeron nada por varios segundos.
Hasta que Eiden se acercó y la abrazó sin pedir permiso.
No fue un abrazo suave. Fue un asalto del alma.
Un “aquí estoy”,
un “no me dejaron ir”,
un “todavía somos”.
Ayleen cerró los ojos.
—Te van a matar —murmuró.
—No si tú estás conmigo.
—Yo soy la razón por la que te quieren muerto.
—Y también la razón por la que no me fui.
Se miraron. No había solución. Solo un instante de refugio… antes del caos inevitable.
En otra parte de la casa, Helena analizaba las grabaciones de las últimas horas. Algo no cuadraba. Las cámaras externas habían tenido breves fallos.
No lo suficiente para perder la imagen.
Pero sí para permitir que alguien apagara las alarmas.
Revisó los accesos. Tres ingresos autorizados ese día:
Ella.
Ayleen.
Y alguien con un código interno.
—¿Quién diablos usó mi clave maestra?
Antes de poder reaccionar, escuchó el disparo.
El cristal del ventanal explotó con una fuerza seca.
Una bala silbó entre Eiden y Ayleen, impactando en la columna a centímetros de sus rostros.
Ambos cayeron al suelo instintivamente.
—¡Helena! —gritó Ayleen.
Eiden rodó hacia la ventana. Vio una figura entre los árboles. Camuflado. Preciso. No venía a asustar.
Venía a matar.
—¡Nos están cazando! —gritó.
Ayleen lo miró, los ojos encendidos de furia y dolor.
—¡Te dije que te fueras!
—¡Y te dije que ya no corro!
La camioneta descendía por la carretera de tierra mientras el sol empezaba a morir tras las montañas. Helena conducía con una mano en el volante y otra presionando la herida en su costado.
—No me miren así —gruñó—. He salido peor de cosas más feas.
—No voy a dejar que te mueras —dijo Ayleen con la voz quebrada, tratando de hacer un torniquete improvisado.
—No planeo morirme… hasta ver caer al maldito que nos traicionó desde dentro.
Eiden no decía nada. Solo miraba hacia el camino, con la mandíbula tensa, los ojos ardiendo. Esa bala no era solo un atentado.
Era una firma.
Un mensaje.
Nadie estaba a salvo.
Ni siquiera ellos.
Horas más tarde, en un cuarto oscuro de una oficina sin ventanas, Samantha esperaba nerviosa con una copa que no tocaba. Entró un hombre.
Traje gris. Manos impecables. Sonrisa falsa.
—¿Tú filtraste la lista?
—Sí —dijo, sin dudar—. Pero no fui la única.
Baltazar tiene más enemigos de los que imagina.
—¿Y los chicos?
—Se escaparon.
—Lástima.
El hombre se acercó. Apoyó una carpeta sobre la mesa. Dentro, había fotos.
Eiden. Ayleen. Helena.
Todas tomadas desde lejos. Con precisión.
—¿Quién eres tú? —preguntó ella, inquieta.
—Soy el que va a arreglar lo que tú dejaste a medias.
La puerta se cerró detrás de él.
En la habitación donde se escondían, Ayleen se sentó junto a Eiden. No hablaban. El silencio era su única forma de decir que estaban vivos, pero no intactos.
—No podemos huir para siempre —dijo él.
—Entonces no huyamos.
Vamos a cazarlos primero.
Eiden la miró.
Ella ya no era solo la hija del hombre más peligroso.
Y él ya no era solo el chico que todos creían débil.
—¿Estás conmigo? —preguntó Ayleen.
Eiden tomó su mano.
—Hasta que el mundo se canse de intentar separarnos.
En una bóveda de seguridad en otra ciudad, un rostro emergía entre sombras.
Baltazar.
Con un archivo en la mano, leyó en silencio los últimos movimientos.
Y cuando terminó, solo dijo:
—El juego terminó.
Ahora… comienza la guerra.