PERTENECES A MI
Eiden caminaba por el pasillo del instituto con los hombros caídos y la ropa arrugada como si el tiempo se le hubiera pegado encima. Su cabello, largo y desordenado, caía sobre su rostro y ocultaba esos ojos grises que pocos habían tenido el valor de mirar detenidamente. Para todos era solo el raro, el torpe, el que siempre estaba ahí sin estar. Pero Eiden tenía un secreto.
Era rico. Escandalosamente rico.
La herencia de su familia dormía en cuentas que jamás tocaba. Sus padres viajaban por negocios, dejándolo solo en una mansión vacía. Él prefería las esquinas y los bancos incómodos de la escuela pública. Elegía el anonimato. Porque en el fondo, sabía que la atención traía algo peor que el desprecio: las expectativas.
Y eso lo aterraba.
Había solo una persona que hacía que sus pasos aceleraran y su estómago se cerrara: Mailyn. La chica perfecta para todos, pero cruel con quien no le servía. Su sonrisa iluminaba, sí… pero también quemaba.
Eiden estaba enamorado.
No de su voz dulce, sino de su seguridad. No de su forma de vestir, sino de cómo hacía sentir a los demás que estaban por debajo de ella. Él la observaba desde lejos, aceptando ser el bufón silencioso en su historia.
—¿Trajiste el dinero? —le dijo ella, ese viernes, sin mirarlo directamente.
—Sí —respondió él, sacando un sobre doblado de su mochila—. ¿Es para…?
—Para mi regalo a Dereck. Cumple años mañana. Él sí lo merece.
Eiden sonrió, como si no doliera.
Como si no fuera su cumpleaños también.
Nadie lo recordaba. Nadie lo había felicitado. Ni siquiera su abuela, la única que alguna vez lo había abrazado sin condiciones, lo llamó esa mañana. Pero ahí estaba él, entregando su propio dinero para que la chica que amaba pudiera impresionar a otro.
Esa tarde llovió. Llovió como si el cielo también estuviera harto. Eiden no volvió a casa. Caminó durante horas, sin paraguas, empapado hasta los huesos. Se detuvo frente a una vitrina, su reflejo parecía el de un desconocido.
—¿Esto soy? —susurró, sin fuerza.
Dentro de la tienda, un maniquí vestía una chaqueta negra ajustada, gafas oscuras, botas limpias. Una imagen completamente opuesta a la suya. No lo pensó más. Entró y compró el conjunto entero. Esa noche, quemó su ropa vieja en el patio trasero de su mansión.
Ya no sería el mismo.
Ya no sería invisible.
Al día siguiente, mientras caminaba por el puente del distrito cinco, una figura captó su atención. Una chica, de cabello negro y suelto, con las rodillas apoyadas sobre el borde de concreto. Estaba llorando… pero no hacía ruido.
Eiden frenó. Algo en su pecho lo apretó.
Ella se giró ligeramente, y sus ojos se encontraron.
—Vete —dijo ella, sin fuerza.
—No.
—¿Qué parte de "vete" no entendiste?
—La parte en la que me quedo.
Se acercó despacio, como si un movimiento en falso pudiera romperla. Cuando ella se tambaleó, él saltó. La sostuvo con fuerza, más fuerza de la que creía tener. Ambos cayeron de espaldas al suelo, lejos del borde.
La chica comenzó a gritarle, a empujarlo, a insultarlo… y luego, sin previo aviso, lo abrazó con rabia, con desesperación.
Y él… dejó que lo hiciera.
Porque en ese instante, en medio de la noche, la lluvia y el borde de la muerte, Eiden no era el chico invisible. Era alguien que había salvado una vida.
—¿Quién eres? —susurró ella, con la voz ronca.
Eiden no respondió.
Pero ella sí lo hizo:
—No importa. Desde ahora… eres mío.
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