La primera regla de la amistad era clara: no tocar al hermano. Y mucho menos si ese hermano era Ethan, el heredero silencioso, la figura sombría que se movía como una sombra en la mansión de mi mejor amiga, Clara.
Yo estaba allí como refugio, huyendo de mi propia vida, buscando en Clara la certeza que había perdido. Pero cada visita a su casa me acercaba más a él.
Ethan no hablaba, pero su presencia era un lenguaje. Podías sentir la frustración acumulada bajo su piel, el resentimiento hacia el mundo que su familia le obligaba a soportar. Y, de alguna forma, ese silencio me llamó.
Sucedió una noche, con Clara durmiendo en el piso de arriba. Me encontró en el pasillo. Su mirada, siempre distante, se clavó en la mía, y supe que la línea entre la lealtad y el deseo se había borrado. Me tomó la cara con brusquedad. Fue un beso robado, cargado de una rabia helada y una necesidad desesperada.
No fue un acto de amor. Fue un acto de traición.
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Capitulo XVII Fin de la guerra
El tiempo se contrajo. El plan de emergencia se puso en marcha con la precisión militar que solo los Hawthorne podían ejecutar. La luna de miel había sido reemplazada por una reunión urgente de la junta directiva, convocada por el señor Hawthorne bajo el pretexto de una "reorganización post-fusión" forzada por los eventos de la bodega.
Ethan me instaló en su oficina, un centro de mando con ventanales que daban a la ciudad. Me explicó cada detalle, cada posible contra-ataque de Alexander. Mi papel no era solo testificar, sino presentarme como la prueba viviente de la manipulación de Alexander.
—Recuerda, Liv. Tienes que ser la víctima reacia. La amiga leal que fue arrastrada a un plan que luego fue chantajeada. Pero, en el último momento, elegiste la verdad —instruyó Ethan, su tono bajo y grave.
—¿Y el matrimonio? —pregunté.
—Es nuestro escudo. Un acto de amor desesperado para salvar a la familia del escándalo. El matrimonio hace que tu testimonio sea más creíble y a Alexander más culpable.
Ethan tenía que ir a la reunión antes que yo para preparar el terreno. Antes de irse, se acercó a mi silla. Se inclinó y me dio un beso tierno, pero firme.
—Voy a salir de esta sala como tu esposo y el dueño de mi empresa. Pero no voy a permitir que te arriesgues sola. Si algo sale mal, huye. Pero no me dejes.
—Nunca —le prometí.
Ethan se fue, dejando un vacío tenso. Media hora después, Clara entró. Estaba vestida con un traje de pantalón de poder, lista para luchar por su hermano y su apellido.
—Estoy contigo, Liv. Ya le di a Papá todo lo que encontré sobre los viajes de Alexander a Luxemburgo. Él lo usará para presionar a la junta. Pero la clave eres tú.
Clara se fue a la sala de juntas. Yo me quedé, repasando la cronología: la amistad, el beso, la farsa, el chantaje y la cuenta bancaria. Tenía que ser la verdad, sin adornos.
Diez minutos después, el mayordomo me escoltó al ascensor privado. Subí a la sala de juntas, mi corazón latiendo en mi garganta.
La sala de juntas era un espacio de mármol y vidrio, dominado por una mesa larga y pulida. Una docena de rostros serios me observaron al entrar. El señor Hawthorne estaba a la cabeza. Ethan estaba sentado a su lado, con la mirada de acero fija en mí. Alrededor de la mesa, también estaba Alexander, con su abogado a su lado, luciendo un apósito sobre el pómulo. Me miró con una sonrisa gélida y triunfal.
El señor Hawthorne me presentó sin afecto. —Ella es Olivia, la nueva Sra. Hawthorne. Vino a aclarar los eventos recientes.
Alexander se levantó. —¡Protesto! Ella no es parte de la junta. Es una testigo parcial, involucrada en un escándalo con el Sr. Hawthorne.
—Siéntese, Alexander —ordenó Ethan, su voz cortante—. Mi esposa es una testigo clave en su fraude.
Ethan me cedió su asiento, obligando a Alexander a verme sentada en el lugar que le correspondía al heredero.
Comencé a hablar, con la voz firme a pesar del nudo en mi estómago. Conté la historia, desde el acuerdo matrimonial de Clara hasta el beso.
—Alexander se sintió expuesto por mi amistad con Clara. Intentó usarme para romper el compromiso. El beso de Ethan fue... impulsivo. Él creyó que yo estaba en peligro. Pero el problema real no era el romance, sino el fraude.
Alexander intervino, su voz llena de indignación fabricada. —¡Miente! Ella y Ethan conspiraron para que yo rompiera el trato. Ella me ofreció favores en la bodega para chantajearme.
—¿Favores, Alexander? —pregunté, mirándolo directamente—. ¿O fue usted quien se jactó de su cláusula de disolución y de cómo planeaba despojar a Clara de sus bienes si la fusión fallaba?
Alexander se puso pálido.
—Y en cuanto a conspirar —continué—, no éramos cómplices. Yo era la víctima de su último movimiento. Alexander obligó a Ethan a casarse conmigo para que este matrimonio fuera el detonante de la anulación del trato. Pero en el proceso, él cometió su error final.
Me giré hacia el señor Hawthorne.
—Señor Hawthorne, yo soy la titular de una cuenta bancaria abierta por Alexander hace tres semanas, con dinero ilícito. Él me implicó en su fraude. Pero como su esposa, yo he accedido a devolver el dinero a la empresa como prueba del intento de estafa.
Saqué un documento: la prueba de la transferencia de la cuenta offshore a mi nombre.
—Aquí está el rastro de la transacción fraudulenta, que prueba que Alexander estaba involucrado en un delito financiero antes de la firma de la fusión.
El señor Hawthorne tomó el documento. La sala de juntas se quedó en silencio mientras leía.
—Señores —dijo finalmente, con una voz que recuperó su autoridad—, Alexander Sterling ha intentado estafar a esta compañía. El acuerdo de fusión es nulo, no por la esposa de mi hijo, sino por el delito financiero de Alexander.
Alexander se levantó, la rabia borrando su fachada. —¡No! ¡La cláusula de penalización! ¡El 10%!
El señor Hawthorne sonrió por primera vez, una sonrisa de depredador que le recordaba a Ethan. —La cláusula de penalización solo aplica si la fusión es anulada por otras causas. Al ser anulada por fraude financiero de un firmante, según el acuerdo original de la junta, el estafador renuncia a todo derecho de compensación.
Alexander se quedó sin aliento. Había perdido. Había subestimado la ferocidad de los Hawthorne y la lealtad de su nueva nuera.
—¡Me vengaré! ¡Ustedes dos me pagarán! —gritó Alexander.
Ethan se levantó, su mirada oscura y amenazante. —Váyase, Alexander. O le demostraré de nuevo lo que le pasa a la gente que toca a mi mujer.
Alexander salió de la sala, derrotado y furioso.
La junta respiró aliviada. El señor Hawthorne se dirigió a mí. —Olivia, hiciste lo correcto.
—Lo hicimos —corrigió Ethan, tomando mi mano y besándola frente a todos—. Ahora, si me disculpan, mi esposa y yo tenemos una boda que celebrar. Y una empresa que dirigir.
Salimos de la sala. El aire fuera se sentía diferente, ligero y limpio. La cómplice se había convertido en la esposa. Habíamos ganado.
Ethan me abrazó en el pasillo, un abrazo de pura liberación. —Funcionó. Te amo. Y ahora, eres legalmente mía.
—Y tú eres legalmente mi cómplice.
—Siempre —dijo Ethan, riendo.
La guerra había terminado, y el matrimonio había comenzado.