Ivonne Bellarose, una joven con el don —o maldición— de ver las auras, busca una vida tranquila tras la muerte de su madre. Se muda a un remoto pueblo en el bosque de Northumberland, donde comparte piso con Violeta, una bruja con un pasado doloroso.
Su intento de llevar una vida pacífica se desmorona al conocer a Jarlen Blade y Claus Northam, dos hombres lobo que despiertab su interes por la magia, alianzas rotas y oscuros secretos que su madre intentó proteger.
Mientras espíritus vengativos la acechan y un peligroso hechicero, Jerico Carrion, se acerca, Ivonne deberá enfrentar la verdad sobre su pasado y el poder que lleva dentro… antes de que la oscuridad lo consuma todo.
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Capítulo 19
El lugar era una fortaleza: el antiguo castillo Blade Darkwolf, el centro donde todos los asuntos relacionados con el pueblo se desarrollaban. Tras horas de reunión, Jarlen se sentía agobiado mientras todos los presentes exponían el papeleo acumulado durante la ausencia de su líder.
Jarlen estaba sentado en un trono delegado a él tras años de tradición: el trono de los Blade, líderes y fundadores de la manada Darkwolf. Una imponente estructura de madera oscura, tallada con símbolos antiguos que parecían susurrar secretos olvidados por el tiempo. La sala, amplia y majestuosa, estaba envuelta en penumbras, iluminada solo por el fuego que danzaba en la enorme chimenea central. Las llamas proyectaban sombras que se estiraban por las paredes de piedra, como si la propia oscuridad quisiera escuchar cada palabra que se pronunciara.
Frente a él, el Consejo de Lobos formaba un semicírculo, compuesto por los más antiguos y respetados líderes de la manada. Sus rostros eran máscaras de severidad esculpidas por los años, el deber y una lealtad inquebrantable a las antiguas leyes. Cada miembro llevaba sobre los hombros el peso de generaciones de tradición. Pero ni la antigüedad ni la sabiduría del consejo eclipsaban la presencia de Jarlen, cuya figura en el trono parecía absorber toda la autoridad de la sala.
El silencio era denso, casi sofocante, hasta que fue quebrado por la voz áspera de César Walker Blade, el segundo al mando después de Claus. Era un hombre de apariencia imponente, con el rostro marcado por antiguas cicatrices que narraban historias de guerras pasadas. Su cabello, negro con mechones grises, caía en ondas desordenadas sobre sus hombros. Sus ojos, de un gris acerado, reflejaban una desconfianza profunda, endurecida por años de obedecer las reglas sin cuestionarlas.
—Nuestro líder prometió encontrar a una loba de otra manada —su voz cortó el aire como una daga afilada—. No fue eso lo que acordamos. ¿O acaso las palabras del alfa ya no tienen el peso que solían tener?
Jarlen apretó la mandíbula, pero no respondió de inmediato. La tensión en la sala se intensificó como una cuerda a punto de romperse. Antes de que pudiera hablar, Claus intervino.
Claus tenía una presencia tranquila pero firme, de mirada penetrante y postura recta. Su voz, grave pero serena, retumbó con una autoridad que no podía ser ignorada.
—Las almas destinadas trascienden cualquier acuerdo —declaró, su mirada fija en César como un desafío—. Esa es una verdad más antigua que cualquiera de nuestras leyes, y ni este consejo ni las tradiciones pueden cambiarla.
César entrecerró los ojos, y su voz se tornó más dura, cargada de resentimiento.
—Eso no es suficiente, Beta. Las almas destinadas no pueden ser excusa para debilitar nuestro linaje. Si el Alfa no encuentra una loba digna, debe cumplir el pacto con Elisabeth. Ella lleva la sangre pura de nuestra manada: fuerte, legítima y leal. ¿Qué mensaje enviaremos al resto si permitimos que una desconocida... una humana, interfiera en nuestro legado?
Un murmullo inquieto se propagó por la sala, como un viento cargado de presagios oscuros. Entonces, Daniele Northam, padre de Claus, se adelantó. Alto y esbelto, de cabello negro como el carbón y ojos marrones, Daniele era conocido por su astucia y compasión. Desde que Jarlen había ascendido como Alfa de la manada él lo había apoyado, pero apreciaba mantener siempre el territorio seguro, y las palabras de César parecían haber calado hondo ante el riesgo de una mala imagen para las demás manadas o una posible guerra.
—¿Una humana liderando entre lobos? —su tono era preocupado y respetuoso, pero mantenía la misma autoridad que había inculcado en Claus—. Con todo respeto, Alfa, si hubiera traído a cualquier otra loba, ya fuera Beta u Omega, no protestaríamos. Pero ha traído a una humana, y no solo eso, sino que usted y el Beta llegaron en pie de guerra a la manada.
César aprovechó la mención del disturbio de hacía una semana para intervenir:
—¿Diluir el legado de los Blade con sangre impura? Eso no es solo una amenaza a nuestra herencia, es el principio de nuestra caída. Si permitimos esto, ¿qué será lo siguiente? ¿Romperemos también las leyes que han protegido nuestra existencia durante siglos?
Un silencio denso cayó sobre la sala mientras todos esperaban la respuesta de Jarlen.
Entonces, el alfa se irguió en su trono. La simple acción pareció arrastrar el aire hacia él, como si la misma sala se inclinara a su voluntad. Sus ojos, negros e intensos, brillaron con una autoridad inquebrantable. Su voz, cuando habló, resonó con un poder ancestral que parecía emanar directamente de las raíces mismas del linaje de los Blade.
—¿Crees que las antiguas leyes son más fuertes que el destino? —Su tono era bajo, pero cada palabra llevaba el peso de siglos de liderazgo—. Las almas destinadas no son un capricho. Son un mandato de los dioses que han guiado a nuestra especie desde el principio de los tiempos.
La sala quedó en absoluto silencio. Nadie se atrevía a interrumpirlo.
—No diluirá nuestro legado —continuó, su voz creciendo en intensidad—. Ella es mi fuerza, mi destino. Si los dioses me la han otorgado, no es para rechazarla, sino para honrarla. Su poder no debilitará nuestra manada... la elevará por encima de cualquier otra.
El eco de sus palabras resonó como un trueno contenido, envolviendo a cada miembro del consejo en una atmósfera de sometimiento absoluto. Uno por uno, los consejeros bajaron la mirada, doblegados por el peso de su autoridad.
César apretó los labios, visiblemente frustrado, pero no dijo una palabra más. Daniele, por su parte, se veía preocupado observando a su hijo, sus ojos reflejando una duda silenciosa que no se atrevió a manifestar en ese momento.
Claus, de pie a la derecha de Jarlen, permitió que una sonrisa sutil se dibujara en su rostro, una expresión de satisfacción silenciosa. El alfa había hablado, y la tradición, por ahora, había sido doblegada por el poder del destino.
La reunión había terminado, pero las sombras en el corazón del consejo seguían acechando, silenciosas... y peligrosamente despiertas.
Tras la reunión, Jarlen salió en silencio, sus pensamientos aún enredados en las palabras del consejo. Mientras recorría los amplios pasillos de la Fortaleza, el eco de sus pasos se perdía en la inmensidad del lugar. La alfombra color terracota bajo sus pies parecía absorber cada duda que lo atormentaba, mientras los cuadros a lo largo del corredor contaban historias de gloria y responsabilidad heredada.
Al llegar frente a su oficina, se detuvo. Sus ojos se encontraron con un gran retrato: un hombre de ojos y cabello negro, de postura firme pero mirada cálida, sentado en el mismo trono que ahora le pertenecía. A su lado, una mujer de baja estatura, con la misma cabellera oscura y unos ojos brillantes que desbordaban alegría. Sus padres.
Un nudo se formó en su garganta. Recordó con claridad un momento fugaz de su infancia: su madre riendo mientras lo levantaba en brazos, y su padre posando una mano protectora sobre su hombro, diciéndole que algún día sería un gran líder. Pero ese "algún día" llegó demasiado pronto.
Jarlen inclinó la cabeza en una reverencia silenciosa, una promesa muda de no fallarles. Respiró hondo y, con el peso del legado en sus hombros, empujó la puerta para enfrentar a Claus.
Al entrar a la oficina, seguido por Claus, suspiró mientras se sentaba tras su escritorio.
—Ellos creen que van a lograr que convierta a Elisabeth en la líder de la manada —dijo Jarlen con un tono molesto mientras pasaba una mano por su cabello.
—Es obvio que César desea que la manada se expanda —Claus se sentó en un sofá en la esquina de la oficina, dejando sobre una mesita algunos papeles pendientes de revisión—. Si fuera por él, Eliza ya estaría abriendo las puertas a una confrontación por más territorio.
—Ese nunca ha sido mi deseo. Para mí, la guerra nunca ha sido una opción. Además, nuestros territorios son amplios, tanto que justo estamos haciendo más edificios para los pobladores. Así que no entiendo su ambición —Jarlen se movió hasta Claus, sentándose a su lado dispuesto a terminar el trabajo.
—Bueno, lo mejor será que avances las cosas con Ivonne, deberías contarle sobre ser líder de la manada y eso. He notado que están más cercanos —dijo Claus, dándole un codazo a su amigo con una sonrisa pícara.
Jarlen no pudo evitar sonreír, aunque esta vez la expresión fue más suave, casi melancólica. La imagen de Ivonne, con su respiración tranquila y su rostro relajado mientras dormía en sus brazos, apareció en su mente como un refugio silencioso. Por un instante, el peso de ser alfa pareció desvanecerse.
Pero, junto a esa calidez, surgió la inquietud. ¿Cómo reaccionaría Ivonne si conociera todo su mundo? ¿Y si ese universo, con sus sombras y responsabilidades, terminaba por alejarla?
—Aún no le he hablado de esas cosas —respondió en voz baja, el brillo en sus ojos disminuyendo ligeramente—. Quería que todo fluyera de manera natural... y, hasta ahora, parece que vamos bien. Aunque no sé cuánto tiempo más pueda mantenerlo en secreto.
—Mira el lado positivo, ya duermen juntos —comentó Claus con tono burlón. Jarlen alzó una ceja, sorprendido de que su amigo lo supiera—. Vamos, el olor tuyo no se le despega, y tú... aunque trates de disimular, hueles a ella. Si eso es ir despacio, no quiero saber qué sería apresurarse.
Claus soltó un suspiro pesado y se recostó en el sofá. —Bueno, al menos tú avanzas... Yo trato de acercarme a Violeta, pero ella es como un lobo a la defensiva, gruñendo como si quisiera matarme cada vez que me acerco.
—Y cómo van las cosas?¿Crees que no he notado que tu casa ahora parece una casa de adivinos? — Dijo Jarlen tratando de ayudar a Claus.
—Las cosas van mejorando, le gusta hablar y salir juntos con Erasmos, pero cada vez que trato de hacer contacto físico, me gruñe.
Ambos sonrieron y continuaron con su trabajo en silencio, compartiendo la comodidad de una rutina que se estaba volviendo extrañamente natural entre ellos. Cuando terminaron, Jarlen se levantó con un suspiro, el cansancio oculto detrás de la fachada de alfa responsable. Salió para buscar a Ivonne en casa de Claus. El viaje de regreso fue tranquilo, el ambiente cómodo, como si cada pequeño gesto y palabra no necesitara explicación.
Al llegar al hogar de Jarlen, la noche se sentía más silenciosa de lo habitual. La luna colgaba alta, proyectando su luz pálida a través de las ventanas, tiñendo los muebles con sombras alargadas. Ivonne parecía exhausta después de la cena, con los hombros ligeramente caídos y los ojos pesados. Frotaba sus párpados con la yema de los dedos, luchando contra el sueño que la abrazaba poco a poco.
Jarlen, atento a cada pequeño cambio en su humor, se acercó y rozó suavemente su brazo.
—Deberías tomar un baño caliente —sugirió en voz baja, con una sonrisa que escondía su preocupación.
Ella asintió con un murmullo apenas audible. El agua empezó a llenar la bañera poco después, el vapor subiendo lentamente, envolviendo el ambiente en una neblina cálida que parecía abrazar cada rincón del baño. El sonido constante del agua cayendo contra la cerámica ofrecía un breve momento de paz.
Pero entonces, algo cambió.
Ivonne, con los ojos cerrados y el cuerpo relajado bajo el agua, sintió de repente un escalofrío que recorrió su espalda, helado y punzante. Un crujido sutil rompió el silencio: un movimiento leve, casi imperceptible, como si algo se desplazara en el baño.
Su corazón dio un salto.
El agua seguía cayendo, pero ahora un sonido nuevo comenzó a imponerse... Tac, tac, tac. Unos pasos ligeros resonaban en el suelo de baldosas, cada pisada marcada por un eco nítido. El sonido era antinatural, como si alguien —o algo— llevara tacones en un lugar donde no deberían escucharse.
La atmósfera se volvió pesada, el aire más frío. Era como si el mismo espacio se cerrara a su alrededor, ahogándola en un silencio denso.
—Ja... Jarlen, ¿eres tú? —su voz tembló, apenas un susurro.
No hubo respuesta. Solo el sonido insistente de los pasos que se intensificaban, resonando a su alrededor, rebotando en las paredes como si el baño se hubiera transformado en una jaula.
Temblando, estiró una mano hacia las cortinas húmedas que la separaban del resto del baño. Cada segundo que pasaba se sentía eterno. Lentamente, con los dedos temblorosos, corrió la tela a un lado.
Frente a ella, una figura etérea emergió de la nada. Era la silueta de una mujer, con un aura tenue y parpadeante, como si su esencia se debilitara con cada segundo. Su vestido era antiguo, similar al de una sirvienta de otra época, y su rostro estaba marcado por una tristeza profunda, con ojos que parecían haber visto demasiado sufrimiento.
Ivonne retrocedió un poco, apenas respirando.
—¿Quién eres? —susurró, apenas confiada en que quería saber la respuesta.
La figura no habló de inmediato. Solo levantó una mano temblorosa y apuntó directamente a Ivonne. Luego, con un movimiento lento, se inclinó en una reverencia silenciosa, como una sirvienta frente a su señora.
—Mi señora... estoy aquí para servirle —susurró la aparición con una voz lejana, como un eco atrapado entre dimensiones.