🌆 Cuando el orden choca con el caos, todo puede pasar.
Lucía, 23 años, llega a la ciudad buscando independencia y estabilidad. Su vida es una agenda perfectamente organizada… hasta que se muda a un piso compartido con tres compañeros que pondrán su paciencia —y sus planes— a prueba.
Diego, 25, su opuesto absoluto: creativo, relajado, sin un rumbo claro, pero con un encanto desordenado que desconcierta a Lucía más de lo que quisiera admitir.
Carla, la amiga que la convenció de mudarse, intenta mediar entre ellos… aunque muchas veces termina enredándolo todo aún más.
Y Javi, gamer y streamer a tiempo completo, aporta risas, caos y discusiones nocturnas por el WiFi.
Entre rutinas rotas, guitarras desafinadas, sarcasmo y atracciones inesperadas, esta convivencia se convierte en algo mucho más que un simple reparto de gastos.
✨ Una historia fresca, divertida y cercana sobre lo difícil —y emocionante— que puede ser compartir techo, espacio… y un pedacito de vida.
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Capítulo 19 – Tentando a la suerte
La mañana empezó con el caos habitual en el piso. Carla corría de un lado a otro buscando sus llaves, Javi se quejaba porque alguien había terminado la leche, y Lucía intentaba parecer distraída mientras Diego, desde el sofá, le lanzaba miradas peligrosas.
Cuando Carla y Javi por fin salieron, cerrando la puerta tras ellos, Lucía dejó escapar un suspiro.
—Por fin.
Diego se levantó, cruzó la sala en dos zancadas y la acorraló contra la mesa.
—Sabes que estaba contando los minutos —murmuró antes de besarla.
Ella rió entre beso y beso, intentando apartarlo.
—Nos queda media hora antes de que Carla vuelva, no es buena idea.
—Precisamente por eso. —Él sonrió con descaro—. A veces lo prohibido sabe mejor.
Lucía fingió indignación, pero cuando Diego deslizó sus manos por su cintura y la levantó para sentarla en la mesa, dejó de resistirse. El beso se volvió profundo, hambriento, el tipo de beso que ninguno de los dos podía disimular después.
Un ruido de llaves en la puerta los hizo saltar como resortes.
—¡Mierda! —susurró Lucía, bajando de la mesa a toda prisa.
Diego agarró un cojín y se tiró al sofá como si hubiera estado allí todo el tiempo. Lucía se giró hacia la nevera y fingió servirse un vaso de agua justo cuando Carla entraba de nuevo.
—¿Olvidaste algo? —preguntó Diego, con la voz extrañamente tranquila.
Carla los miró con ojos entrecerrados.
—Sí… mis gafas. —Las tomó de la mesa y se detuvo un instante, observando la escena: Diego echado con el cojín, Lucía bebiendo agua con las mejillas sonrojadas.
—Ajá. —Carla alzó una ceja—. Qué tranquilos estáis para ser las ocho de la mañana.
Lucía tosió con fuerza, atragantándose con el agua. Diego tuvo que contener la risa, escondiéndola tras el cojín.
Carla los miró un segundo más, como calibrando si debía decir algo… y finalmente salió cerrando la puerta.
El silencio que quedó fue ensordecedor. Lucía dejó el vaso sobre la encimera con las manos temblorosas.
—¡Casi nos mata del susto!
Diego se echó a reír, levantándose para acorralarla de nuevo.
—Sí, pero admítelo… —rozó sus labios con los de ella—, cada vez que arriesgamos, te gusta más.
Lucía iba a negarlo, pero las palabras murieron antes de salir. Se quedó mirándolo, con el corazón desbocado, consciente de que cada vez estaban jugando con fuego más de cerca.
—Un día no tendremos tanta suerte —murmuró, apenas un hilo de voz.
Diego acarició su mejilla, con esa mezcla de ternura y descaro que lo hacía irresistible.
—Entonces aprovechemos mientras la tenemos.
Lucía cerró los ojos, dejando que él la besara otra vez, breve pero intenso, como un recordatorio de que era imposible escapar de esa burbuja que se habían creado.
Cuando por fin se separaron, Lucía lo empujó suavemente hacia atrás.
—Prométeme al menos que intentarás ser más discreto.
—Soy un maestro del sigilo —respondió él, poniéndose la capucha de su sudadera como si fuera un espía.
Lucía rió, aunque todavía tenía el pulso acelerado.
—Si Carla sospecha un poco más, nos desenmascara en dos segundos.
Diego la observó con calma, inclinando la cabeza.
—¿Y qué pasaría si lo hiciera?
La pregunta la pilló desprevenida. Lucía tragó saliva, bajando la mirada.
—Pasaría que todo se complicaría. Mucho.
Él no insistió. Se limitó a rozar su mano con la suya, un gesto pequeño, casi invisible, pero suficiente para hacerla temblar de nuevo.
—Vale, agente secreta —dijo en un susurro—. Guardaremos el código bajo llave.
Lucía sonrió, aunque en el fondo sabía que cada beso robado los acercaba peligrosamente al borde. Y, aun así, no podía ni quería detenerse.
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