En un mundo donde zombis, monstruos y poderes sobrenaturales son el pan de cada día... Martina... o Sasha como se llamaba en su anterior vida es enviada a un mundo Apocaliptico para sobrevivir...
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capítulo 19
El silencio entre Diego y Martina solo fue interrumpido por el leve tintinear de los instrumentos médicos. El joven médico, aún algo sonrojado, preparaba la jeringa con el antibiótico. Sentía la mirada de Mike clavada en su espalda como si fuera una lanza invisible. Respiró hondo, intentando concentrarse.
Martina, aún recostada pero más lúcida, lo observaba con curiosidad y una sonrisa traviesa. Su tono seguía juguetón, pero su voz estaba menos arrastrada por la fiebre.
—En serio, estuve a centímetros de tu rostro… —susurró ella con un tono seductor.
Diego se giró para verla, sus cejas alzadas con cautela, aún sin saber si tomarlo como una broma o una señal de alerta. Martina inclinó ligeramente su cuerpo, acercando su rostro.
—Pues qué lástima que seas alguien tan decente —añadió, mordiéndose el labio inferior con descaro.
Diego soltó una pequeña risa nerviosa, justo antes de que la puerta se abriera de golpe. Mike y James entraron con mochilas medio abiertas y los bolsillos inflados de cajas y frascos. El primero se quedó mirando a Diego como si lo hubiera sorprendido robando algo sagrado. James, por su parte, no supo si mirar a Martina, al médico o al suelo.
—Encontramos una farmacia a unos metros —dijo James, rompiendo el silencio tenso—. Estaba medio saqueada, pero quedaban cosas útiles. Mike usó mi habilidad para encoger los frascos y... bueno, creo que tenemos suficiente para una semana o más.
Diego asintió, aliviado, y se acercó para tomar los medicamentos.
—Bien hecho. Con esto podremos controlar la infección y bajar la fiebre —dijo mientras abría uno de los frascos y preparaba una nueva dosis.
Martina miraba a los tres con interés, aún ligeramente mareada.
—Mmm... más chicos lindos... —murmuró con una sonrisa soñadora—. Hoy es mi cumpleaños, ¿verdad? ¡Tráiganme pastel y quítense la camisa!
Diego casi se atraganta con la aguja en la mano, mientras James soltó un suspiro contenido. Mike frunció el ceño con fuerza, aunque algo en su expresión revelaba más vergüenza que celos. Martina, evidentemente, no estaba del todo en sí.
—Martina, deja de hablar así —gruñó Mike, cruzado de brazos.
—¿Qué? —dijo ella, estirándose perezosa—. ¿No se supone que estamos en un club universitario de modelaje? ¡Vamos, Diego, tú eras el fotógrafo, ¿no?!
Diego soltó una risa ahogada y sacudió la cabeza mientras limpiaba su frente con el dorso de la mano.
—Dios... creo que la fiebre le quemó algunas neuronas temporales.
—¡Y tú eras mi exnovio infiel! —gritó Martina de pronto, señalando a James—. ¡Pero no importa, porque ahora estoy saliendo con el doctor guapo! ¡Ya no te necesito!
James se pasó la mano por la cara, claramente aguantando la risa y el bochorno.
—¿Doctor guapo? —dijo Diego en voz baja, mirando a Mike de reojo—. Esto se va a descontrolar.
Mike respiró profundamente, avanzó y tomó la mano de su hermana con suavidad.
—Martina, soy Mike, tu hermano. Estás en el refugio. No estás en la universidad ni en una fiesta de fin de curso... respira.
Ella parpadeó un par de veces, su mirada volviéndose más clara por un momento.
—Mike... ¿qué pasó con el vodka de cereza? ¿Y por qué estoy en pijama? —y, tras intentar incorporarse, miró su pierna vendada, la sangre seca alrededor—. Ah... creo que no me lo inventé...
Un segundo después, su rostro se puso blanco y murmuró con un hilo de voz:
—Estoy sangrando. Odio sangrar... qué asco...
Y se desmayó, como si alguien hubiera apagado un interruptor.
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Esa noche, con Martina descansando ya estabilizada, el ambiente en el refugio empezó a cambiar. Los heridos fueron atendidos uno a uno, y Diego no tuvo descanso más allá de breves tragos de agua y algunos bocados entre paciente y paciente. James ayudaba donde podía, mientras Mike organizaba grupos de vigilancia.
Los nuevos rescatados aún estaban tensos. Muchos no confiaban en el refugio. Habían vivido semanas encerrados con la amenaza constante de la muerte, el hambre y la traición. Uno de ellos destacaba entre todos: Karl.
Karl tenía unos cuarenta años, alto, cuerpo marcado por años en la fuerza policial. Había sobrevivido a lo peor del caos inicial, pero no sin cicatrices. Su grupo original se había desmoronado cuando algunos decidieron dejar de esperar salvación y se volvieron contra sus compañeros. Karl había luchado por mantener la moral, pero fue golpeado y encerrado cuando se negó a participar en los actos atroces que otros justificaban como “necesarios”.
Ahora, al ver este nuevo refugio lleno de rostros jóvenes, niños y adolescentes, se encendía en su interior un dilema: ¿dejar que todo volviera a repetirse? ¿Esperar a que el hambre los corrompiera nuevamente?
Mientras otros dormían, Karl reunía a algunos de los adultos del grupo. Les hablaba en voz baja, exponiendo sus temores.
—No digo que nos volvamos contra ellos —decía, con tono medido—. Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados. Este lugar... parece seguro. Pero si no tenemos control, si no organizamos una estructura sólida... volverá a pasar. Pasará lo mismo que en la fábrica. Comenzará con escasez, luego decisiones desesperadas, y al final, locura.
Algunos lo miraban con recelo. Otros asentían, recordando los horrores vividos.
—¿Y qué propones? —preguntó una mujer de rostro enjuto, la ropa aún rota.
—Crear un comité de adultos. Tomar decisiones por el bien común. No podemos dejarlo en manos de adolescentes... por más fuertes que sean.
—Pero hay militares —dijo otro—. Hay magia. No podemos enfrentarlos.
—No se trata de enfrentarlos ahora —replicó Karl—. Se trata de estar listos para cuando se equivoquen.
Ese pensamiento empezó a germinar en algunos de los rescatados. No era una rebelión abierta. No todavía. Pero era una semilla de duda, de desconfianza... y eso bastaba para cambiar el equilibrio.
El refugio, aunque lleno de vida y esperanzas renovadas, ya no era tan inocente como antes.
Y pronto, alguien tendría que decidir si confiar... o prepararse para otra guerra interna.