Cathanna creció creyendo que su destino residía únicamente en convertirse en la esposa perfecta y una madre ejemplar para los hijos que tendría con aquel hombre dispuesto a pagar una gran fortuna de oro por ella. Y, sobre todo, jamás ser como las brujas: mujeres rebeldes, descaradas e indomables, que gozaban desatarse en la impudencia dentro de una sociedad atrancada en sus pensamientos machistas, cuya única ambición era poder controlarlas y, así evitar la imperfección entre su gente.
Pero todo eso cambió cuando esas mujeres marginadas por la sociedad aparecieron delante de ella: brujas que la reclamaron como una de las suyas. Porque Cathanna D'Allessandre no era solo la hija de un importante miembro del consejo del emperador de Valtheria, también era la clave para un retorno que el imperio siempre creyó una simple leyenda.
NovelToon tiene autorización de lili saon para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPÍTULO DIECIOCHO
060 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Viento Susurrante, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Cathanna estaba durmiendo profundamente cuando un fuerte estruendo sacudió la rotonda, como un rayo partiendo un monumento en dos. Al abrir los parpados, más explosiones llegaron, con la fuerza de una guerra. Sé acurrucó en su cama, hecha un ovillo, sintiendo cómo el frío abrazaba sus huesos. Su respiración se volvió errática, demasiado desordenada como para lograr estabilizarla. Miró la puerta entreabierta y luego llevó los ojos a las sombras que se movían por el lugar.
—¡Vamos, arriba todos! —gritó un hombre, con fuerza, y los disparos contra el suelo continuaron—. ¡Rápido reclutas! ¡Mi abuela es más rápida que todos ustedes! ¡Muevas esas pelotas! ¡Rápido!
Cathanna se levantó tan rápido como su cuerpo lastimado se lo permitió, al igual que los demás reclutas. Las luces fueron encendidas de golpe, iluminando todos los rostros con una intensidad que ardía en los ojos. Ella tragó duro, llevando las manos detrás de la espalda, apretándolas a pesar del dolor que seguía muy presente.
—¿¡Qué hora es!? —exigió la voz firme de una mujer que todos reconocieron de inmediato: Edil.
—¡Cero, tres, tres, cero! —respondieron los reclutas al unísono.
—Cero tres... ¿Qué? —dijo Cathanna en voz baja, frunciendo el ceño, sin entender aun esa forma tan marcial de decir la hora.
Tomó aire otra vez, tratando de despejarse, pero se congeló cuando sus ojos se cruzaron con los de él. Por un momento se le olvidó cómo respirar. Su mirada se detuvo en el rifle que sostenía: uno normal, nada que ver con ese armamento dracónico capaz de incendiar cuerpos enteros con un solo disparo.
—¡Tienen un minuto para tender esa maldita cama! —exclamó Zareth, sin apartar su mirada de ella, llevando el rifle detrás de la espalda con un solo movimiento—. ¿Acaso están esperando una invitación o qué? ¡Rápido! ¡No sean lentos, niños!
Cathanna se giró hacia su cama, palideciendo de inmediato. No sabía cómo tender una, ni por donde comenzar a hacerlo sin parecer una idiota delante de todos. Se quedó en blanco por unos segundos hasta que sintió un golpe en su brazo. Era Loraine, quien le hizo señas para que empezara, así que con sus manos temblorosas tomó la sábana, y guiándose por Shahina que tenía la cama a la derecha, comenzó a tenderla.
El minuto terminó y Zareth empezó a caminar entre las camas, lanzando una moneda sobre cada una para comprobar que estuvieran bien tensadas. Cuando llegó su turno, Cathanna sintió que se le detenía el corazón. Observó la moneda caer, y se quedó muerta sobre la sábana. Zareth levantó la mirada hacia ella, arqueando una ceja con esa expresión que decía todo.
—Veo que no sabes tender una simple cama —dijo alto cerca de su oído—. Manos detrás de la cabeza, dobla las rodillas. Dame diez. Ahora, recluta.
—¿Diez qué? —balbuceó Cathanna.
—¡Dame diez, ahora, recluta! —gritó Zareth.
—No tienes por qué gritar tanto... —rezongó.
—¡Ya mismo, recluta!
Cathanna le dio una mala mirada. Aun así, obedeció. Puso las manos detrás de la cabeza, dobló las rodillas y empezó a subir y bajar con dificultad.
—He realizado diez... señor —soltó lo último con condescendencia.
—Bien, escuchen todos con atención —comenzó, dándose la vuelta—. Mi nombre es Zareth Elector y seré su líder hasta que formen parte de las brigadas, lo cual será muy pronto. —Su mirada terminó en Cathanna otra vez—. Mi trabajo es asegurarme que cada uno de ustedes sepa que hacer, como hacerlo, y, sobre todo, sobrevivir mientras lo hacen. Recuerden respetar a sus compañeros siempre, pues es la única familia que tendrán aquí. Confíen en sus habilidades y aprendan rápido.
Cathanna sintió un nudo formarse en su estómago.
—Deberán obedecer en todo lo que diga. No quiero quejas de nadie, mucho menos que no hagan las cosas como son —continuó Zareth, caminando en círculos frente a ellos, observándolos uno a uno—. Los que están detrás de mí, serán sus guías de entrenamiento, pero siempre deberán dirigirse a ellos con su rango: tenientes —añadió, señalando a los otros soldados que estaban alineados a su espalda—. ¡Y ahora tienen quince minutos!
—¡Sí, comandante!
Zareth se dio la vuelta y caminó hacia la salida con los guías de entrenamiento siguiéndolo. Apenas salió por la puerta, la rotonda estalló en movimiento. Cathanna se movió rápido hacia su bolso, sacó su toalla, sus cosas de aseo y el uniforme. Sin mirar mucho a nadie, se metió en el baño. Hizo sus necesidades lo más rápido que pudo, como si el inodoro también tuviera cronómetro. Luego se metió a la ducha.
Cuando salió de la ducha, se secó rápido, empapó su cuerpo de crema y se puso el uniforme negro. Mientras se abrochaba la chaqueta, bajó la mirada y se detuvo un segundo: justo debajo del logo del castillo, en el lado izquierdo del pecho, estaba grabada una letra —la inicial de su nombre— y su nuevo apellido. Frunció el ceño, pero no le dio demasiada importancia y se acercó al espejo, se cepilló los dientes.
—¿Acaso usar este tipo de cepillos es legal en nuestro reino? —dijo Cathanna, frustrada—. Parecen ramas, dioses.
Después agarró uno de los peines colgados debajo del lavamanos y lo pasó por su cabello por unos segundos. Luego, se lo embadurnó de gel hasta que quedara perfecto y, como aún no tenía para amarrarlo, tomó su espada y se la metió en el moño como si fuera un palillo improvisado. Se miró en el espejo y tomando una gran bocanada de aire, salió del baño a toda velocidad, llegó a su cama, tiró todo dentro del bolso sin mucho orden y lo empujó abajo.
—Esta vida militar no es para mí definitivamente —dijo Cathanna, dejándose caer en la cama—. No voy a soportar un día más en este asqueroso lugar. Las personas parecen ser tan amargadas y tan poco amables.
—Entonces no hubieras ingresado en primer lugar. Nadie te tratará como princesa aquí, ni como alguien que merezca la más mínima compasión. Ya lo descubriste con lo que pasó cuando la cama quedó mal tendida —mencionó Shahina, sentándose en la cama, mientras terminaba de arreglar sus botas—. Y arréglate esas correas, Cathanna. Rápido. No vaya a ser que termines recibiendo otro castigo por no ser pulcra como los demás.
Cathanna asintió y arregló sus botas ahogando los gemidos de dolor. Después, miró a sus compañeros que ya estaban más despiertos que nunca. Salió de la rotonda junto a Shahina y Loraine quienes intercambiaban palabras que ella no podía atrapar. Llevó la mirada a Zareth quien se encontraba de espaldas, hablando con los guías de entrenamiento.
—Quince minutos exactos —dijo el hombre moreno, guardando el cronómetro en su chaqueta—. Vamos empezando bien, reclutas. ¡A formar!
Cathanna se puso de segundas en la formación, con la respiración contenida. Observó a los demás reclutas que iban saliendo de las otras rotondas para encontrarse con sus líderes, todos somnolientos. Y no era para menos, eran las tres de la madrugada. Era su cuarto día en ese castillo, su cuarto puto día, y ya sentían que estaban en una obra de teatro donde nadie les dio el guion a seguir.
—¿No se supone que el entrenamiento comenzaba la semana que viene? —preguntó una voz masculina al fondo, con un tono tosco—. ¿Por qué estamos en formación, cuando deberíamos estar en nuestras camas?
—¿Crees que esta mierda es entrenamiento? —dijo la mujer junto a Edil, cruzándose de brazos—. Porque si lo crees, déjame decirte que no tienes una puta idea de cómo funciona este mundo. ¿Piensas que esto es entrenamiento? —preguntó, acercándose al recluta hasta quedar frente a frente—. Vamos, no te quedes callado. Así como tienes las agallas para abrir la boca, supongo que también las tienes para responder. ¡Habla ya! ¿Te parece entrenamiento esta mierda?
—No, teniente —respondió, tensando la mandíbula.
—Correcto, recluta. Esto no es entrenamiento. Esto es apenas el calentamiento para que no vomiten por lo que vendrá después. —Se inclinó un poco más, tan cerca que él sintió su respiración en la cara—. Aquí no entrenamos soldados bonitos para desfiles, ni los trajimos aquí para que descansen. —Le dio un empujón suave en el pecho, apenas suficiente para que retrocediera un paso—. ¿Entendido, niñanito?
—Sí, teniente —reconoció, tragándose las ganas de bajar la mirada.
—Primera regla para todos ustedes, reclutas: aquí nadie camina —soltó Zareth, dando un paso al frente, con la mirada clavada en Cathanna como si el resto del grupo no existiera—. Si yo digo “al trote”, ustedes se mueven. Nada de correr como pollos descabezados. No me importa si sienten que se les va a salir un pulmón: lo hacen igual.
Una mano se levantó tímidamente.
—¿Y... qué pasa si me tropiezo?
—Te levantas. O te levanta tu compañero —contestó Zareth—. Pero nadie se queda atrás. Aquí se sufre en grupo. Si uno falla, fallan todos.
—¡Al trote! ¡Vamos, gusanos! —gritó Edil.
Los cuerpos empezaron a moverse de manera torpe antes de ir al unísono, siguiendo el ritmo del canto que uno de los tenientes había empezado a gritar. Cathanna se quedó atrás, no porque quisiera, sino porque su cuerpo no daba para correr más fuerte. Se giró un poco y, por un instante, creyó ver una chispa burlona en los ojos del comandante, que venía trotando tras de ella, vigilándola.
—¡Vamos, recluta! ¡Mi abuelita trota más rápido que tú! —bramó Zareth, poniéndose a su lado—. ¿Te vas a dejar ganar de una anciana sin fuerza? ¡Muévete, carajo!
Cathanna resopló con rabia.
—¿Tu abuelita es corredora profesional o qué mierdas? —dijo entre jadeos—. ¿Acaso no ves que me estoy moviendo? No soy la persona más rápida del mundo.
—¿Quieres hacer cincuenta de pecho, recluta?
—No, comandante.
—¡Entonces corre!
—¡Estoy corriendo!
—¡Corre más duro!
Cathanna cerró los ojos con fuerza y siguió corriendo, sintiendo como el corazón le quería explotar. Más de veinte minutos habían pasado y el trote parecía que no tendría fin. Todos necesitaban un descanso urgente, sobre todo ella, quien sentía su garganta arder de lo seca que estaba. Y cuando el último respiro salió, el tan anhelado descanso llegó.
—No se sienten —les dijo Louie, al lado de Edil—. Caminen por unos minutos.
Después de haber caminado hasta no poder más, Cathanna se desplomó en el suelo junto a Loraine, que yacía con los ojos cerrados y el pecho subiendo y bajando como si luchara por atrapar el aire. A su lado, Riven estaba sentado, con la mirada perdida, y Shahina estaba acostada boca arriba, tan quieta que parecía muerta.
Cathanna se incorporó con dificultad, sintiendo cada músculo protestar mientras escaneaba el lugar al que los habían arrastrado: un campo inmenso, cubierto de máquinas que se desplazaban de un lado a otro. Dentro de esas estructuras mecánicas se movían los cadetes de ingeniería militar, los cerebros detrás de cada arma, cada vehículo, cada artefacto que sostenía el poder militar del reino.
—¿Cómo alguien puede tener cabeza para crear todo eso? —murmuró Cathanna, completamente aturdida—. Es... asombroso. Esa capacidad de inventar, de armar todo desde cero... —Negó despacio, casi para sí misma—. Jamás podría imaginarme ahí, entre ellos.
—Cathanna... tus heridas están sangrando mucho —dijo Loraine, frunciendo el ceño—. ¿Deseas ir al sanatorio?
Cathanna bajó la mirada a su costado, donde el uniforme estaba empapado y pegajoso por la sangre. Solo percibía un dolor insignificante, a diferencia del primer día. Levantó los ojos un instante hacia Zareth, que la observaba de reojo, con los ojos entrecerrados. Luego volvió a mirar a Loraine, que estaba esperando una respuesta.
—Estoy bien. —Forzó una sonrisa—. No es nada. No me está doliendo.
Loraine asintió, sin decir nada más. Cathanna se acomodó en su sitio, apretando los dientes con fuerza, llevando la mano a la zona que ya le empezaba a doler. Sintió la humedad caliente llenar su palma y arrugó el rostro, con incuestionable frustración, pero se obligó a quedarse quieta. No pensaba irse al sanatorio, no con los ojos del comandante clavados en ella como si quisiera diseccionarla con la mirada.
—Heartvern —dijo Zareth, caminando despacio hacia ella—. ¿Estás sangrando?
—No, señor —explicó, desviando la mirada.
—Ven aquí, Heartvern.
—No es nada, señor.
—No es una pregunta. Te lo ordeno.
Cathanna dudó un momento, mirando de reojo a los demás, pero al final se levantó, conteniendo un gemido, y siguió a Zareth hasta un punto apartado, lo bastante lejos para que nadie pudiera oírlos. Se paró frente a él, sintiendo cómo la mirada de todos se le clavaban en la espalda como agujas. Intentó parecer segura, aunque la tensión se notaba en cada músculo.
—¿Por qué me tratas de esta manera? —preguntó Cathanna, antes de que Zareth pudiera hablar.
—Porque soy tu comandante —explicó, como si fuera lo más obvio del mundo.
—Sí, pero solo conmigo, Zareth. —Se encogió ligeramente, como si quisiera desaparecer—. A los demás les gritas, a mí me persigues como si fuera una rata.
—Tal vez es porque tú no viniste aquí por voluntad —dijo, mirando detrás de ella—. Y si no te empujo, te quedas atrás... y si te quedas atrás, mueres. Y si tú mueres, tendré que soportar a tu insufrible padre como una goma.
—¡Ya te dije que no quiero estar en este lugar, Zareth! —chilló, como una niña pequeña a la que le han quitado un dulce—. No sirvo para esto. ¿Acaso no lo estás viendo? Este mundo es lo contrario a mi mundo ideal. Tendría que estar usando tacones ahora mismo, no estas botas horribles.
—¿Qué vas a hacer entonces? —Le sostuvo la mirada con una sonrisa de superioridad—. ¿Vas a llorar como una nena? —Chasqueó la lengua, fingiendo lástima—. Pobre D’Allessandre.
—Soy una nena, Zareth —le soltó, fulminándolo con la mirada, sintiendo su pecho arder de enojo—. No entiendo por qué usan eso como insulto. “Corres como una nena”, “hablas como una nena”, “como una nena, como una nena” —repitió, imitando esas voces con desprecio—. Todo es “como una nena”. ¿Qué carajo tenemos las mujeres que tanto les ofende a ustedes los machitos sin cerebro?
—¿De verdad te estás quejando por eso, mujer? —bufó Zareth, cruzándose de brazos, sin quitar la sonrisa de cinismo—. No seas una llorona, D’Allessandre.
—¿Llorona? —repitió con incredulidad.
—Sí, llorona.
—¿Sabes que, comandante? Jo.de.te.
—Vas a respetarme, D’Allessandre —murmuró, inclinándose hacia su oído, atento a cualquier mirada curiosa a su alrededor—. A las buenas... o a la antigua.
—¿Acaso el gran comandante piensa golpearme? —le soltó con una sonrisa venenosa, mientras deslizaba un dedo por su pecho, dibujando círculos fingidamente coquetos, aunque por dentro solo sentía asco por él—. Dale, quiero verte golpeándome, comandante.
—¿Golpear mujeres? —Sonrió de lado, dejando asomar esos colmillos afilados que usaba como una amenaza—. No soy tan maricón como para caer tan bajo. Hay muchas otras maneras de hacer que me respetes.
—¿Qué vas a hacer para obligarme a respetarte?
—¿De verdad quieres saberlo?
—¿Qué tan malo podría ser?
—Perfecto. Vuelve con tus compañeros. Ahora.
—Como digas, Zareth.
—No vuelvas a usar mi nombre para dirigirte a mí.
—Uy, bueno, bueno... comandante —escupió el título, dándose la vuelta.
Cathanna bufó, molesta.
—¿Tú y el comandante se conocen? —le preguntó Riven, alzando una ceja.
—Para nada —respondió Cathanna, acomodándose en el suelo—. Solo quería decirme que tengo que poner de mi parte si quiero sobrevivir aquí.
—¿De verdad te dijo eso? —Ladeó la cabeza—. Que yo sepa, no es precisamente famoso por dar discursos motivadores a los reclutas como nosotros.
—Tal vez le agarró ternura —dijo Shahina con burla—. O tal vez quiere cambiar. Hay muchas posibilidades en el mundo, Riven. No siempre se puede ser indiferente con las personas.
Todos se pusieron de pie en cuanto llegó la orden. Cathanna sintió un escalofrío recorrerle la espalda, una incomodidad que no sabía explicar, pero que se instaló como piedras en su estómago. Apenas empezaron a trotar, esa sensación se intensificó. Después de varios minutos, se detuvieron frente a un pantano, pero no uno cualquiera. Era un terreno hostil, llenos de obstáculos que parecían diseñados para quebrar el cuerpo y la voluntad de cualquiera que se osara a trepar uno.
—Bienvenidos al Paraíso, chicos —anunció Zareth con una sonrisa llena de cinismo—. Denle las gracias a su compañera Heartvern. Su desobediencia... y su conmovedor rendimiento físico... hicieron esto posible. —Hizo una pausa, disfrutando del murmullo incómodo que se generaba entre los reclutas—. Es la primera vez que un grupo pisa este lugar con menos de una semana de ingreso. Felicidades. Están haciendo historia.
Cathanna apretó los dientes con tanta fuerza que sintió un pinchazo en la sien. Podía sentir esas miradas hundiéndose en su espalda como cuchillos bien afilados. La mayoría de sus compañeros la veían con fastidio, otros con una hostilidad apenas contenida, como si solo esperaran una excusa para lanzarse encima. Riven fue el único que no volteó a mirarla. Mantuvo la vista fija al frente, pero su mandíbula estaba tan tensa que parecía que podría partirse un diente en cualquier momento.
—¿Es una broma, acaso? —Cathanna dio un paso adelante, molesta, alzando la voz sin miedo—. No puedes hacer eso solo porque sí. Nunca te he faltado al respeto. No puedes ser tan dramático siempre, comandante.
—Diez minutos por recluta para cruzarlo. —Su mirada se clavó en Cathanna con tanta frialdad que le heló los huesos, dando un paso adelante—. Ni un minuto más. El que no pueda cruzarlo, será expulsado del castillo.
—Pero...
—¡Guarda silencio, recluta!