JUEGO DE BRUJAS

JUEGO DE BRUJAS

PRÓLOGO

Mucho se decía sobre la magia; que era una de las mayores bendiciones que los dioses le habían otorgado a cierta parte de la humanidad desde el principio de la creación, y que muchos Desprovidos —personas sin poder—, desearían con cada fibra de su ser. Y más aún, poseer un vínculo forzado con un dragón, enormes bestias que batían sus alas como dioses bajando del Alípe.

Pero, aun así, no todos ostentaban el privilegio de usarla, a pesar de haber nacido con ella: las mujeres. Siempre éramos nosotras las limitadas, a diferencia de los varones, a los que nunca se les decía nada.

Porque, según ellos, no eran cosas de mujeres. Porque, según ellos, teníamos otras responsabilidades más tradicionales, como atender el hogar y ser complacientes siempre con nuestros maridos. Y, porque, según ellos, cada ser que nacía con una vagina entre las piernas debía ser obligado a contraer su magia, como si se tratara de un pecado imperdonable.

Únicamente podíamos ejercer ese poder si contábamos con el permiso de nuestros progenitores hombres, o peor aún, de nuestros maridos —cohibiéndonos a simples bestias salvajes que necesitaban un domador fuerte para lograr sobrevivir—, cuando éramos obligadas a casarnos en contra de nuestra voluntad, casi siempre siendo apenas unas niñas que no sabían diferenciar las cosas que sucedían a nuestro alrededor.

Nadie se osaba a mirarnos como personas, ni como individuos cuyos pensamientos lógicos e independientes eran lo suficientemente poderosos como para poder opinar en los diversos temas que regían al imperio. Simplemente, florecíamos como úteros con piernas que solo servían para conservar la especie humana y así, procrear a más varones líderes que pudieran mandar tal cual un emperador, aunque sin un gran castillo lleno de oro.

Pero en el caso de las hermosas hembras con alas negras de cuervo —conocidas por todos como brujas—, la situación se volvía aún más cruel, pues eran pocas y, cada vez que una aparecía, la cazaban como a una rata salvaje hasta llevarla a la muerte, en la Plaza de las Mil brujas.

Reconocerlas no era una tarea difícil, ya que sus cabelleras, mayormente onduladas, solían rozar el suelo, y esa belleza que poseían era inquietante, casi irreal. No era la dulzura de una doncella, mucho menos la elegancia de la nobleza, sino algo más profundo que lograba erizar la piel de quienes las miraban fijamente.

Pero esa belleza que las hacía destacar entre tantas otras mujeres en el mundo no era una bendición de los dioses; era una maldición, puesto que esa diferencia que las hacía únicas, también las marcaba para toda la eternidad. Las volvía blanco de miradas sucias, de comentarios repulsivos, de manos que no sabían respetar.

Y eso, según sé, las empujaba al extremo: muchas preferían desfigurarse el rostro, llenarse la piel de cicatrices, con tal de dejar de ser deseadas. Porque ser vistas con asco, en la mayoría de las ocasiones, era la única forma de mantenerse con vida en el mundo.

—Por la traición de los hombres de mi sangre, maldigo a este linaje, saturado de asesinos —comenzó aquella mujer con una voz suave que me hizo estremecer, mientras de sus labios, un líquido espeso de color negro se hacía presente—. Que todas las mujeres que nazcan bajo mi estirpe lleven en su piel el dolor de las cadenas que me apalearon con fuerza, en sus pensamientos el eco de las palabras nauseabundas pronunciadas hacia mí, en su vientre el dolor que sintió el mío al llevar un hijo no deseado y en sus almas, la sombra de mi injusta condena.

No sabía quién era esa mujer, ni por qué estaba atada con varias cadenas gruesas en todo su cuerpo lastimado. Tampoco sabía por qué experimentaba tanta compasión hacia ella, como si quisiera liberarla de todo ese sufrimiento.

—Serán víctimas de amores cercenados. De la barbarie de una corona que jamás las querrá ver siendo libres y fuertes como aquellos que se arrastran por ese oro lleno de sangre maldita —dijo, sin levantar la mirada.

—¿Acaso estás maldiciendo a tu familia, bruja demente? —preguntó uno de los prisioneros, de cabello enmarañado, y cuyas manos temblorosas y llenas de tierras, sujetaban los barrotes reforzados con magia.

—Pero ese sufrimiento no será en vano —continuó ella, ignorando al hombre—. Porque un día, bajo la luna roja que cubre los cielos de este imperio maldito cada dos ciclos, nacerá una cuya sangre me devolverá a la vida.

Se decía que era muy extraño que la luna sangrara sin ninguna causa externa, pero había noches en las que un resplandor rojizo cubría cada centímetro de su superficie. Era un evento aterrador que nadie deseaba presenciar jamás. Absolutamente todas las criaturas en el imperio sabíamos lo que ocurría en aquellas noches: cosas imposibles de explicar, incluso por los más sabios.

—Será sangre de mi sangre. Su carne se volverá mi carne. Y su vida será la mía...

Por un corto instante, sentí que sus ojos me observaban, algo que me hizo retroceder lentamente hasta que mi espalda chocó con la pared de piedra.

—Que la última de ellas me sirva de puente —susurró con una sonrisa torcida, antes de soltar una carcajada que me congeló la sangre—. O que todas ellas vivan bajo la sombra de mi condena eternamente.

Una luz roja se infiltró por las rendijas de la prisión, atrayendo sombras largas y afiladas, tan similares a las alas de las brujas. Miré todo con pánico. No sabía cómo salir de ahí, pues tampoco recordaba cómo había entrado en primer lugar.

La desesperación me golpeó en segundos al sentir esas sombras sosteniéndome con fuerza, como si soltarme fuera un crimen que no estaban dispuestas a cometer. Intenté moverme, gritar, hacer algo más que aceptar mi destino, pero mi cuerpo estaba paralizado.

Entonces, de un momento a otro, todo se volvió negro, como si la noche misma hubiera reclamado el lugar como suya. Abrí los ojos rápido, dándome cuenta de que me encontraba en mi habitación, en el castillo, en la bendita realidad. Solté un soplo, respirando agitada y mirando al candelabro de cristal que colgaba del techo.

No era nada extraño que soñara ese tipo de cosas tan raras. De hecho, desde que mi memoria se desarrolló por completo, había soñado con la misma mujer. Al principio, eran simples imágenes difusas de una niña pequeña jugando con duendecillos detrás de una casa de madera en medio de un bosque enorme, pero con el pasar de los años, se volvieron imágenes más aterradoras.

La duda de quién era ella no me dejaba en paz. No podría decir que se trataba de algún familiar, pues nunca la había visto en los cuadros colgados en la casa de mis abuelos maternos o paternos. Entonces, ¿Quién era ella y por qué no salía de mi cabeza para dejarme tranquila?

—Señorita Cathanna, el desayuno estará listo en breves minutos —dijo Dacota, una de las muchachas que servía al castillo desde hacía veinte años, abriendo los grandes ventanales—. Debe levantarse ya de la cama. Azlieh estará aquí pronto para ayudarla con su vestido.

Me costaba creer que era solo un producto de mi mente. ¿Acaso teníamos la capacidad de almacenar sueños por tantos años como si nada? Me parecía imposible de procesar.

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Comments

Erika García

Erika García

Es interesante /Proud/

2025-03-21

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