Morir a los 23 años no estaba en sus planes.
Renacer… mucho menos.
Traicionada por el hombre que decía amarla y por la amiga que juró protegerla, Lin Yuwei perdió todo lo que era suyo.
Pero cuando abrió los ojos otra vez, descubrió que el destino le había dado una segunda oportunidad.
Esta vez no será ingenua.
Esta vez no caerá en sus trampas.
Y esta vez, usará todo el poder del único hombre que siempre estuvo a su lado: su tío adoptivo.
Frío. Peligroso. Celoso hasta la locura.
El único que la amó en silencio… y que ahora está dispuesto a convertirse en el arma de su venganza.
Entre secretos, engaños y un deseo prohibido que late más fuerte que el odio, Yuwei aprenderá que la venganza puede ser dulce…
Y que el amor oscuro de un hombre obsesivo puede ser lo único que la salve.
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Capitulo 22: Consecuencias
Xiang seguía dando vueltas frente a él como un niño enfermo presumiendo un triunfo que no había ganado. Cada vez que veía a Lian arrodillado, respirando con dificultad, la sonrisa en su rostro se volvía más torcida, más llena de rabia y envidia.
—M mírame… —gruñó Xiang, agarrándolo del cuello de la camisa y jalándolo hacia arriba—. ¡M mírame bien, hermano! ¿Dónde quedó tu maldita arrogancia?
Lian lo observó sin pestañear.
Su rostro estaba ensangrentado, golpeado, pero sus ojos seguían igual de oscuros, igual de fríos.
Esa calma indestructible fue lo que finalmente quebró a Xiang.
—Hasta así… —escupió— sigues mirándome como si fueras superior.
Lo soltó de golpe y el cuerpo de Lian volvió a caer contra el suelo, el impacto resonando en el concreto.
Xiang respiró hondo, intentando recomponerse, pero la frustración lo hacía temblar.
Y entonces giró la cabeza hacia Yuwei.
Ella estaba a unos metros, tirada en el piso, con la cinta en la boca, la ropa sucia, los ojos rojos de tanto llorar y forcejear. Cuando Xiang empezó a caminar hacia ella, Yuwei retrocedió arrastrándose como pudo, el corazón golpeándole en el pecho.
El solo acercarse de Xiang era suficiente para helarle la sangre. Ella sabía lo que ese hombre era capaz de intentar. Lo sabía desde niña.
Xiang se agachó frente a ella, inclinándose despacio, como si estuviera disfrutando cada segundo.
—Sabes… —dijo con voz suave, venenosa—. No es la primera vez que te veo así, ¿verdad?
Le rozó la mejilla con la yema de los dedos, obligándola a tensarse—. ¿Te acuerdas de cuando Lian te llevó por primera vez a la casa? Qué linda estabas… toda asustada, toda calladita.
Yuwei cerró los ojos, un escalofrío recorriéndole la columna. La memoria de esos días había sido enterrada durante años, pero ahora la sentía fresca, tan real como si estuviera sucediendo otra vez: él siguiéndola por los pasillos, él intentando acorralarla, él buscando excusas para acercarse demasiado.
Xiang sonrió al ver su reacción.
—Siempre quise saber qué tanto cuidaba Lian lo que recogía. —Acarició un mechón de su cabello, disfrutando de su temblor—. Siempre me dieron ganas de ver hasta dónde llegaría esa “sobrinita”.
La respiración de Yuwei se quebró.
Intentó apartarse, pero él la tomó del mentón con fuerza.
—Y míranos ahora… esto casi parece un reencuentro, ¿no crees?
Atrás, Lian levantó la cabeza.
Su respiración era lenta, pesada, como si su cuerpo todavía peleara contra los restos del sedante.
Pero sus ojos… Sus ojos estaban clavados únicamente en Xiang.
Xiang siguió hablando, ignorando que acababa de encender el infierno.
—¿Quieres saber la verdad, Yuwei? —continuó, inclinándose aún más, la sonrisa volviéndose algo repugnante—. Aquel día, cuando eras una niña, si no hubiera sido por él…
Señaló a Lian con la cabeza, sin mirarlo—. Si no hubiera entrado a tiempo, yo hubiera—
La frase quedó incompleta.
Yuwei dejó caer una lágrima silenciosa.
Su cuerpo entero temblaba, no solo de miedo, sino de rabia.De asco.
Xiang disfrutó ese temblor.
—Así que sí, pequeña. Todo este tiempo he querido terminar lo que empecé.
El silencio que siguió fue tan espeso que ningún hombre se atrevió a hablar.
El aire pareció hundirse, pesado, denso, irrespirable.
Y entonces, desde el suelo, ocurrió lo que los hombres no esperaban ver jamás.
Lian levantó la cabeza.
Su expresión no tenía humanidad.
No había ira explosiva, ni gritos, ni amenazas.
Solo una frialdad absoluta que heló la sangre de cualquiera que lo mirara.
Xiang no lo vio.
Yuwei abrió los ojos.
Él la miraba a ella.
Solo a ella. Como si su mundo se hubiera reducido a la imagen de Xiang tocándola. Y sin levantar la voz, sin moverse siquiera, Lian habló:
—Suéltala.
Xiang rió, creyendo que todavía tenía el control.
—¿Y si no lo hago, hermanito?
El silencio duró menos de un segundo.
No hubo advertencia, no hubo respiro.
Lian se movió.
Fue tan rápido que incluso los gánsteres tardaron en entender qué había pasado. La cuerda que le ataba las muñecas cedió en un tirón brusco, un movimiento seco que usó todo el peso de su cuerpo para fracturar la rigidez del nudo. No fue fuerza bruta: fue técnica. Precisión aprendida a golpes y entrenamiento.
En cuanto las manos quedaron libres, se incorporó como un resorte.
El hombre más cercano apenas tuvo tiempo de reaccionar. Lian le estampó un puñetazo directo en el rostro, tan firme que el tipo chocó contra una mesa metálica y cayó sin levantarse.
Otro hombre, el que vigilaba desde el segundo piso improvisado —una superficie alta sin paredes, sostenida por vigas oxidadas— sacó un arma al ver el caos. Gritó algo, apuntó…
Nunca llegó a disparar.
Lian ya había tomado la pistola del primer hombre. Ni siquiera miró hacia arriba para calcular el tiro: solo levantó el brazo, respiró una vez y jaló el gatillo.
Bang.
El primer hombre cayó.
Bang.
El segundo, junto a él, ni siquiera tuvo tiempo de cubrirse.
Yuwei gimió detrás de la cinta, temblando.
Todo había ocurrido en menos de diez segundos.
Otro de los gánsteres, desesperado, tomó una varilla de metal y cargó hacia Lian con un grito ronco.
Lian giró apenas el torso, le bloqueó el brazo y lo derribó con un movimiento limpio, directo, como si el cuerpo del otro no pesara nada. La varilla rodó por el suelo con un sonido metálico.
Xiang retrocedió al verlo acercarse.
Pero Lian ya lo tenía encima.
Lo tomó de la camisa y lo estrelló contra una columna. El golpe resonó por el almacén, seco, brutal. Xiang intentó defenderse, soltó un golpe desesperado que Lian bloqueó con facilidad.
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Los golpes resonaban en el almacén igual que el metal al caer. Xiang ya no se defendía; apenas levantaba los brazos para cubrirse, pero cada puñetazo de Lian lo atravesaba como si su cuerpo no tuviera fuerza para resistir. El rostro del menor estaba hinchado, la respiración irregular, la sangre escurriendo por la comisura de sus labios.
Lian seguía encima de él, con las manos firmes, el cuerpo tenso, descargando cada golpe con una precisión brutal. No gritaba. No insultaba. Solo golpeaba, como si cada movimiento fuera una sentencia que llevaba años esperando ejecutar.
Xiang tosió sangre. Intentó hablar, pero lo único que salió fue un sonido ahogado.
Sus ojos estaban vidriosos, casi apagados.
Y fue en ese instante, justamente cuando Lian levantó el brazo para rematar otro golpe, que un grito rompió el aire.
—¡Lian, basta! ¡Por favor, ya basta! ¡Lo vas a matar!
La voz de Yuwei atravesó todo como un balde de agua helada.
Había logrado arrancarse la cinta, respirando con desesperación, los ojos llenos de lágrimas. Tenía las muñecas enrojecidas, la piel marcada, el cuerpo temblando… pero aun así, ella fue quien lo frenó.
Lian se quedó inmóvil.
Su brazo suspendido en el aire.
El pecho subiendo y bajando con una respiración que ardía. Y durante unos segundos, todo quedó en silencio. Solo se escuchaba el jadeo de Xiang, débil, al borde de perder el conocimiento.
Lian bajó lentamente el brazo.
Lo dejó caer a un lado del cuerpo y, sin mirar otra vez a su hermano, se puso de pie.
Sus manos estaban llenas de sangre —de Xiang, no de él— y había un temblor pequeño en su mandíbula, como si el cuerpo siguiera en modo de ataque aunque la mente ya hubiera tocado freno.
Las sirenas empezaron a sonar en la distancia.
Al principio, lejanas.
Luego, cada vez más fuertes, acercándose al edificio industrial.
Lian giró hacia Yuwei.
Ella no intentó moverse. Simplemente lo miró: los ojos rojos, las mejillas mojadas, el cuerpo aún tembloroso. En cuanto él dio un paso hacia ella, Yuwei extendió las manos, buscando tocarlo, como si necesitara comprobar que estaba vivo, que estaba ahí. Lian se agachó sin una palabra y soltó las cuerdas de sus muñecas con movimientos rápidos, precisos.
Apenas terminó, ella se lanzó contra su pecho.
Lo abrazó con las manos temblando, aferrándose con toda la fuerza que tenía. Lian cerró los ojos un segundo, exhalando como si llevarla entre los brazos fuera lo único capaz de bajarle la furia que todavía le ardía bajo la piel.
—Llévame a casa… —susurró ella, sin soltarlo.
—Te llevo —respondió él, la voz grave, áspera, pero sin esa furia que lo había dominado segundos antes.
Las puertas del almacén se abrieron de golpe.
Jian entró primero, seguido por un grupo de policías armados. Se detuvo al ver el panorama: Xiang tirado en el suelo casi inconsciente, los cuerpos de los sicarios regados en diferentes puntos, y Lian con las manos ensangrentadas sosteniendo a Yuwei entre los brazos.
Los policías levantaron las armas instintivamente, pero Jian las bajó de inmediato con un gesto.
—¡Es él! —dijo, sin necesidad de explicación—. ¡No le apunten!
Lian no miró a nadie.
Solo sostuvo a Yuwei más fuerte y comenzó a caminar hacia la salida.
Ella escondió el rostro en su cuello, respirando entrecortado, mientras la lluvia fina empezaba a caer afuera. Y él, aún con sangre en las manos, la cargó como si sostuviera lo más sagrado que tenía en la vida.
Xiang quedó atrás, rodeado por los policías.