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ABRIENDO PLACERES EN EL EDIFICIO

ABRIENDO PLACERES EN EL EDIFICIO

Status: En proceso
Genre:Acción / Comedia / Aventura / Amor prohibido / Malentendidos / Poli amor
Popularitas:1.1k
Nilai: 5
nombre de autor: Cam D. Wilder

«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»

Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.

En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.

«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.

NovelToon tiene autorización de Cam D. Wilder para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

El Sueño del Edificio

En el apartamento de las hermanas, Virginia se revolvía entre las sábanas, su camisón enredado en sus piernas mientras intentaba sacudirse las imágenes de Don Pepe girando como un trompo descontrolado. La camisa hawaiana, que apenas lograba contener su barriga prominente, parecía un soldado en el campo de batalla, resistiendo con heroísmo cada movimiento brusco. María Alejandrina, su esposa, había pasado de la resignación a la risa nerviosa, susurrando con un tono que oscilaba entre la devoción y la amenaza: "¡Ay, Pepito, te vas a romper algo que ya no se arregla con paracetamol!" Virginia no pudo evitar sonreír al recordar la mirada de Don Pepe, entre el orgullo de quien cree ser Fred Astaire y el terror de quien sabe que su esposa tiene acceso al historial de su tarjeta de crédito.

En la habitación contigua, Rosario reía bajo las mantas, mordisqueando la punta de un bolígrafo mientras recordaba cómo había puesto en jaque a Ernesto, el vecino insistente con sonrisa de galán de cine de los años cincuenta. Cada cumplido, cada intento de acercarse, había sido interceptado con una respuesta mordaz o un giro inesperado de conversación. Pero, ah, Ernesto tenía algo, pensó Rosario, su risa apagándose en un suspiro prolongado. Tal vez era la manera en que se pasaba la mano por el cabello, o ese perfume amaderado que parecía abrazarla cada vez que él se inclinaba demasiado cerca. "Tonterías", se dijo a sí misma mientras su corazón se aceleraba. "Es un hombre mayor y casado". Pero la verdad, que no se atrevía ni a susurrar, era que había algo deliciosamente atractivo en su insistencia, qué le agradaba.

Al otro lado del edificio, Elvira, desde su ventana, dejó escapar una risa que resonó como un eco pícaro en la noche. Rogelio, con su aire de experto improvisado, había intentado deslumbrar a los vecinos con sus relatos épicos sobre fugas de agua y arreglos imposibles. Pero la pequeña Karina, con su vestido rosa lleno de brillos y su peinado torcido, lo había reducido al silencio con una sola frase. "¡Mi papá dice que usted ni sabe cambiar un bombillo sin que se vaya la luz, señor Rogelio!", había proclamado, cruzando los brazos con el aire de quien sabe que tiene la razón. Rogelio había intentado salvar la situación con una risa forzada y una anécdota incoherente, pero el daño ya estaba hecho, y la reputación del "manitas del edificio" había quedado en entredicho.

En el rincón más tranquilo del edificio del quinto piso la niña Alejandra, la dulce nieta de Don Pepe y María Alejandrina quién no había ido a la fiesta, escribía frenéticamente en su cuaderno. Las luces parpadeantes de su lámpara de noche le daban un aire conspirativo mientras anotaba con detalle las desventuras de su abuelo Don Pepe. "Día 45: Intento de baile estilo TikTok. Consecuencias: impacto frontal con dos señoras, pérdida de un mojito y un botón que salió disparado como proyectil. Mi abuelita casi pide oxígeno." Cerró el cuaderno con una sonrisa satisfecha, sintiéndose como la cronista oficial de una comedia griega con camisas hawaianas como tema central.

Mientras tanto, en la cama de Marta, el eco de la voz de Karina seguía resonando. "¿Papa Arturo por qué el señor Ernesto parece un muñeco de barro?" Las palabras de la niña, dicha con la seriedad de quien no entiende el sarcasmo, habían arrancado carcajadas colectivas. Marta se mordió el labio para no soltar una risotada, mientras que su esposo roncaba, pero la imagen de Ernesto, con su bronceado irregular y su pelo desordenado, era demasiado. Se dio la vuelta, apretando la almohada contra su cara para sofocar la risa.

El edificio, bajo la luz cómplice de la luna, se alzaba como un confidente indiscreto que había visto demasiado. Su fachada, ajada pero altiva, vibraba con una energía que parecía brotar desde las mismas paredes, esas que habían escuchado cosas que ni el mismísimo confesionario del barrio podría soportar. Las ventanas, cerradas a cal y canto, apenas lograban atrapar el alboroto que se cocía en su interior: risas sofocadas que rebotaban contra los muebles, gemidos que jugaban a esconderse entre los crujidos de la madera vieja y murmullos que, si se escuchaban de cerca, parecían pactos sellados al filo de la medianoche.

Las camas desordenadas eran un campo de batalla, con sábanas que se retorcían como si hubieran intentado escapar de lo que habían presenciado. Los almohadones, derrotados, yacían por el suelo, víctimas silenciosas de un entusiasmo que no conocía límites. Pero aunque los cuerpos parecían descansar, las mentes estaban en otro lugar, navegando entre el recuerdo del roce de una piel aún caliente y las posibilidades que el próximo amanecer prometía.

Y en cada rincón, desde el ascensor que nunca llegaba a tiempo hasta la terraza que servía de escenario para encuentros clandestinos, algo parecía respirar un aire cargado de intenciones. Las paredes, agrietadas pero orgullosas, eran cómplices y testigos de besos robados en pasillos mal iluminados y caricias furtivas en el hueco de la escalera. Aquí, donde el aburrimiento había sido desterrado como una plaga, todo estaba permitido y nada –absolutamente nada– era tan inocente como una cortina cerrada o una lámpara apagada.

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Alba Hurtado
se ve excitante vamos a leer que pasa con la vecina del tres b
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