Que Empiece Mi Reinado.

Bajo el manto de la noche, Santiago y Lara, vestidos con atuendos oscuros que se fundían con las sombras, se deslizaron por los pasillos del palacio. Su objetivo era claro: infiltrarse en los salones de los caballeros del imperio para escuchar las conversaciones que no se atrevían a tener frente a la realeza.

Al llegar a una sala iluminada tenuemente por candelabros, se ocultaron tras unas cortinas pesadas. Desde allí, escucharon a varios funcionarios de alto rango discutir planes conspirativos para derrocar a Santiago y aliarse con el emperador Cristian. Las palabras eran venenosas, llenas de traición y ambición desmedida.

Santiago apretó los puños, su respiración se volvió agitada. Estaba a punto de irrumpir y confrontarlos cuando Lara lo detuvo, susurrando:

—Ven conmigo. Sé justo lo que necesitas...

Sin esperar respuesta, lo tomó de la mano y lo condujo de regreso al palacio. Una vez en los aposentos de Santiago, Lara sacó de su anillo un blanco y unos dardos.

—Imagina que este es el rostro de tus enemigos —dijo, colocando el blanco en la pared—. Y estos dardos... bueno, yo imagino que son golpes en su cara. Tú puedes imaginar lo que quieras.

Le entregó un dardo y, parándose a su lado, lanzó el primero.

—Ahora tú...

—Esto es estúpido... —murmuró Santiago, pero tomó un dardo y lo lanzó con fuerza.

—Te distrae, te hace enfocarte en lo importante... un paso a la vez. Debemos dejar que el enemigo crea que te venció, para que cuando menos lo espere, reciba el golpe que verdaderamente le duela. Yo ya di el mío, pronto sabremos cuándo lo recibirá.

—¿De qué hablas?

Lara suspiró y comenzó a relatar su historia:

—Mi padre y Cristian eran amigos... prácticamente habían crecido juntos, pero la ambición de un hijo no legítimo, como lo era Cristian, pudo más que su amistad de años. Sabía que Ungalos tenía minas llenas de piedras de maná, resguardadas por generaciones por la sangre de la familia imperial de Ungalos. Para poder apoderarse de ellas, debía asesinar a los herederos. Y fue entonces cuando, sin importarle mi padre, masacró a mi familia. Yo huí gracias a que mi padre me protegió hasta su último aliento. Cuando llegué a la torre, le ofrecí a Malik un trato: él me protegería y yo le daría algunas grietas de las minas. Pero yo me quedé con las demás. El sello que tenían las grietas le impedía entrar en ellas mientras que un legítimo heredero de sangre siguiera con vida.

—¿Por qué dices "tenían"...?

—Porque lo eliminé... en cuanto intente entrar, descubrirá que no hay nada. Las minas de Ungalos están vacías. Todo por lo que luchó, peleó y traicionó ya no está. Me encargué de robarle lo que él quería, así como él lo hizo conmigo.

Santiago la miró con pena y, lanzando otro dardo, agregó:

—Entonces, cuando reciba el golpe, lo sabremos...

—Así es, pero a ti te tocará dar la estocada final. Hay que dejarlo acorralado, sin aliados ni poder. Sus alianzas dependerán de un hilo cuando vean que las minas de maná no contienen nada...

Ambos continuaron lanzando dardos en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos, preparándose para la batalla que se avecinaba.

La noche avanzó, y la tensión en el aire era palpable. Santiago rompió el silencio:

—¿Y si no funciona? ¿Y si tiene otro plan?

—Siempre tiene otro plan —respondió Lara—. Pero esta vez, no tiene el control total. Nosotros tenemos la ventaja del conocimiento y la sorpresa.

Santiago asintió, comprendiendo la importancia de la estrategia.

—Debemos actuar con cautela. No podemos permitirnos errores.

—Exacto. Cada movimiento debe ser calculado. La paciencia será nuestra aliada.

Ambos sabían que el camino hacia la victoria sería arduo, pero estaban decididos a enfrentarlo juntos.

La noche se desvanecía, y con ella, las sombras que ocultaban sus planes. El amanecer traería nuevos desafíos, pero también la oportunidad de cambiar el destino del imperio.

Con determinación renovada, Santiago y Lara se prepararon para enfrentar el día que se avecinaba, sabiendo que cada paso los acercaba a la justicia que tanto anhelaban.