En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.
⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️
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CAPÍTULO 013
08 del Mes de Kaostrys, Dios de la Tierra
Día del Último Aliento, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Cathanna soltó un gemido ahogado de dolor cuando la tela terminó de ajustarse alrededor de su cintura, presionándole el estómago y realzando levemente sus senos. Otra muchacha tiró con fuerza de los cordones del corsé por detrás mientras ella apretaba los dientes para no soltar una maldición sonora. En pocos minutos partirían a la capital por el festival que se llevaba a cabo ahí una vez al año, y aunque no deseaba salir del castillo, no tenía más opción que asistir; su padre la estaba obligando, y debía obedecerlo siempre.
—El vestido es precioso, señorita Cathanna —alagó Devani, una de las muchachas, con una sonrisa leve—. Definitivamente, encantará a todos en Aureum. —Le acomodó la falda rápido.
Cathanna asintió sin llevarle la mirada, acomodando su cabello liso hacia la espalda. La parte superior estaba suavemente recogida, sujeta por una horquilla dorada que era atravesada por un palillo metálico plateado, decorado con mariposas azul celeste. De él colgaban varias cadenas delgadas del mismo color, adornadas con pequeñas perlas y mariposas. Al menos podía sentirse bien con eso.
Minutos después, Cathanna salió de la habitación con la compañía de Celanina, quien hablaba y hablaba, pero ella no la escuchaba. ¿Cómo podía escucharla cuando sentía que se iba a desmayar debido a la presión de su estómago? Se dio aire con ambas manos, buscando alivio, que desafortunadamente no encontró.
—Te ves tan hermosa, mi Cathanna —continuó Celanina, mirándola con una sonrisa grande, como una madre a su hija—. Me pregunto cuántos hombres se enamorarán de ti hoy. A tus padres se les cansará la boca rechazándolos.
—Celanina, no quiero hablar de hombres ni hoy ni nunca —expresó ella, torciendo los labios con irritación—. Y no me importa cuantos sé enamoren de mi hoy. Solo voy porque es mi obligación. No estoy interesada en ser el trofeo visto con avaricia por todos ellos.
—¿Por qué dices eso, mi Cathanna? —Su frente se arrugó, confundida—. La atención de los hombres es lo mejor del mundo. Hace que las mujeres nos sintamos hermosas. ¿Cómo alguien podría odiar ese tipo de atención?
—Si eso es lo único que aspiras en la vida, qué tragedia ser tú —musitó Cathanna, adelantando el paso—. Ninguna mujer consciente quiere tener la atención de tantos varones al mismo tiempo. Ninguno mira con respeto. Solo imaginan a las mujeres desnudas en sus camas. ¿Acaso no te da mucho asco eso? ¿Qué no tengan respeto por ti?
—Para eso nacimos, ¿no? Para complacer a los hombres en todas sus necesidades. No entiendo por qué te pones de esa manera.
Cathanna arrugó el rostro, viendo a Celanina de reojo, sin detener su caminar. No deseaba complacer a ningún hombre. Les tenía un miedo tan profundo que una simple mirada, un roce o una palabra bastaba para que su cuerpo se sacudiera con fuerza, porque recordaba vívidamente a su abuelo. Lo que hizo. Apretó los labios de una manera que sintió dolor, al tiempo que sus manos envueltas en los guantes se cerraban de golpe, y obstruyendo la luz de sus ojos, respiró profundo.
—¿Complacer a los hombres? —Su voz salió en un hilo.
—Por supuesto, mi Cathanna. —Sonrió, como si sus palabras fueran la única verdad absoluta—. Es nuestro deber como mujeres complacer a nuestros hombres. Siempre ha sido de esa forma.
—Por favor, Celanina… solo cállate. —Puso las temblorosas manos detrás de su espalda, como si eso pudiera ayudarla a calmarse, pero solo resultó peor—. No quiero escuchar más sobre esa estupidez.
Cathanna continuó caminando sin prestarle mucha atención a la mujer, que cambió de tema rápido, hasta que sus pies se detuvieron en seco cuando visualizó a su abuelo hablando con su madre. Siempre que lo veía, bajaba la mirada o cambiaba de ruta, porque no quería sentir su asqueroso olor, mucho menos su mirada lasciva sobre ella. Pero a veces le resultaba tan difícil cuando era obligada a interactuar con él por culpa de su madre, quien no entendía ni sabía nada.
—Buen día. —Hizo una reverencia, respirando pesado—. Madre, ya es hora de irnos a la ciudad. —Levantó el rostro despacio—. Mi padre debe estar esperándonos ya en el coliseo. —Su voz salió baja.
Efraím la miraba de esa forma que la hacía estremecer por completo, como si creyera que su piel era algo que tenía derecho a reclamar, con una sonrisa enorme. Había algo muy turbio que Cathanna notó de inmediato, y su mente se empeñó en traer de vuelta eso que quería borrar de sus recuerdos. Tragó duro, ahogando el llanto.
—Cathanna, estás hermosa. —Su voz salió suave, como el canto de los pájaros en la mañana, pero la realidad era diferente; era un veneno que nadie quería probar—. Estoy seguro de que tu prometido quedará más que encantado cuando finalmente te tenga frente a él.
Cathanna desvió la mirada, sintiendo el asco llegar a ella sin previo aviso. Giró su cuerpo y comenzó a caminar hacia la salida del castillo, sin esperar a su charlatana madre. Afuera, el sol estaba más brillante que nunca, haciendo que su vestido dorado se iluminara. Un guardia la miró por medio segundo más de lo necesario. Y aunque no dijo nada, Cathanna sintió cómo su piel pedía esconderse agritos de él. De todos.
Bajó las gradas con la ayuda de dos guardias —aunque no deseara que ellos tocaran sus manos— y subió en el carruaje platinado, donde su hermano Cedrix, ya se encontraba, leyendo un libro de política y guerra demasiado sangriento para un niño de su edad.
—¿No te cansas de leer siempre lo mismo, hermano? —curioseó Cathanna, con una voz baja, mirando por la ventana cómo los guardias se preparaban para abrir las grandes rejas de metal que rodeaban el inmenso castillo—. Además, eso es muy grotesco para tu cabeza.
—Mi padre dice que debo conocer todo sobre Valtheria —confesó, dejando el libro en el asiento, sonriendo de forma tierna—. También dijo que ya debo tener conocimiento sobre las sangrientas guerras del imperio, para cuando empiece a entrenar con la espada, como tú, hermana mayor. No entiendo cómo te ha permitido levantar una cuando hace unos meses, te hubiera regañado por hacerlo.
Cathanna no era la mejor espadachín ni en sueños, pero su padre insistía en que debía aprender a utilizar una espada como si de eso dependiera algo más que ella no comprendía aún. Pensaba que era por tradición, pues su familia llevaba ciclos manchando el campo de batalla con su sangre. Sin embargo, eso le parecía completamente estúpido. Su familia, donde los hombres violentaban a las mujeres por lo más mínimo, jamás aceptaría una mujer guerrera entre ellos como uno más. Era un chiste con el que ella no se reía como los demás.
—Tu padre es extraño, Cedrix —dijo Cathanna, sin ganas—. Me decía que no era un hombre para ser combatiente, pero ahora pretende que sepa usar una espada tal cual un hombre. No entiendo de qué me servirá más adelante si solo me convertiré en una esposa inútil.
—Nunca se sabe cuándo estarás en peligro, hermana mayor. Puede que te encuentres con los gigantes, un ogro, o incluso con otras criaturas mucho más peligrosas que quieran hacerte cosas malas.
—Tienes una gran entelequia, hermano —bromeó Cathanna, soltando una risa leve—. Tal vez deberías escribir una historia de un niño, o sea tú, combatiendo con criaturas nacidas del mismísimo mal.
Anne subió al carruaje después de unos minutos. Y sin más demora, este se puso en marcha hacia la salida. Cathanna llevó la mirada a la ventana, jugando con sus dedos, y cuando salieron del castillo, un portal apareció frente al carruaje. Al cruzarlo, aparecieron en un sendero lleno de grandes hongos, hadillas que revoloteaban y mariposas azules que dejaban un destello detrás de ellas.
—Por cierto, tu prometido ya se encuentra en la ciudad —dijo Anne, acomodándose el cabello—. Debes prepararte para él. Le diré a Celanina que te dé menos comida. Estás subiendo mucho de peso y eso te hace ver horrible, mi niña. No puedes estar gorda para él.
—No veo la necesidad de bajar de peso, madre —expresó con un tono cansado, mirándola de reojo—. Siento que tengo un peso que no debería ser el ideal para mí. No es que me desagrade, pero… no sé.
—Tú no sabes nada todavía, Cathanna —le escupió con una mirada llena de condescendencia, cruzando sus piernas—. Cuanto más flaca estés, será mejor para ti. ¿Entiendes? No quiero verte inflada como una vaca el día de la boda y que los demás se burlen por eso. Si estás gorda… será tu culpa cuando él no te quiera ni tocar un pelo.
Cathanna apretó los labios con fuerza, obligándose a contener las lágrimas que amenazaban con brotar con el rigor de un huracán. Ya estaba acostumbrada al desprecio por su cuerpo: que sí subía demasiado, que sí bajaba de más. Ya no le sorprendía que le dijeran cómo debía verse, pero eso no significaba que no le doliera igual.
—Yo solo quiero lo mejor para ti, hija. —Le regaló una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Si no me haces caso ahora, te arrepentirás cuando él te vea y piense que eres una mujer sin disciplina. ¿Eso quieres, Cathanna? ¿Empezar tu matrimonio con vergüenza?
—Lo que quiero es que dejen de tratarme como si fuera carne en oferta. —Su voz salió temblorosa. No dejó de jugar con sus dedos—. Dejen de maltratar mi cuerpo solo para cumplir las expectativas de otros que jamás sabrán lo que se siente vivir diariamente con esto.
—No empieces con tus dramatismos. No eres la única mujer en este mundo, Cathanna. Todas pasamos por esto. Es parte del deber.
—Sí, madre, parte del deber…
Aureum se hizo presente en cuestión de minutos. Las calles estaban repletas de personas que iban de un lado a otro, con sonrisas de felicidad y vistiendo los trajes típicos de la región: vestidos y trajes hechos con hilos de oro puro. Ante sus ojos, parecían ajenos a cualquier sufrimiento. No era de extrañar que se dijera que era la ciudad más feliz del imperio; por ese motivo atraía a muchos turistas.
Cathanna iba contando cada persona que veía con tal de distraer su mente, hasta que su mirada terminó en ellos: cazadores, considerados por todos como la élite del imperio. Tan letales como venerados. Muchas mujeres perdían la cabeza por ellos, soñando con desposar a uno, porque según así, podrían ser protegidas de todo mal.
Era un grupo muy selecto compuesto por hombres y mujeres, las cuales solo fueron aceptadas oficialmente hace treinta y cinco años, un lapso insignificante para una orden con más de tres eras de existencia. Sin embargo, los rumores decían que siempre hubo mujeres en sus filas, aunque sus nombres jamás salieron a la luz.
Pero considerando que hasta hacía apenas cuarenta años las mujeres fueron reconocidas como humanas y no como animales gracias a la Ley Femenina —una ley que, irónicamente, solo las valoró al asumir que podían poseer el mismo pensamiento crítico y lógico que un hombre—, no se podía esperar mucho de una organización como la suya, donde la discriminación seguía siendo demasiado fuerte.
—Madre, quiero ser un cazador —dijo Cedrix, con entusiasmo, mirando a través de la ventana a esos hombres de cabeza cubierta, vestidos de negro y con rifles descansando sobre sus espaldas—. ¿Puedo, madre? Te aseguro que seré el mejor de todo Valtheria.
—Claro que sí, mi amor —respondió Anne, con una sonrisa—, pero tienes que esperar unos años más, cuando ya estés grande. Ahora eres solo un niño que tiene que seguir aprendiendo magia.
—¿Y yo también puedo serlo? —curioseó Cathanna, sin ocultar la ironía—. Vamos, di que sí, madre. Quiero ser un cazador.
—¿De qué te serviría ser uno? —preguntó Anne, sin despegar la mirada de la revista—. Eso es para hombres, Cathanna. No sé cuántas veces tengo que decirte que te comportes como una señorita.
—Claro, dile a tu hijo de ocho años que puede ser un emperador, un guerrero, lo que quiera… pero a tu hija de casi veinte, mándala a lavar platos y a sonreír como una muñequita. Qué lógica tan brillante.
—¿Ya vas a empezar con tus dramas patéticos? —investigó Anne, enojada. Dejó la revista a un lado del asiento—. Si te comportas con tu marido de esa forma, solo lograrás que te calle con unos buenos golpes. Aprende a mantenerte callada, Cathanna, por el amor de los dioses. No sé qué tengo que hacer para que dejes de ser una rebelde sin causa. Antes eras tan buena hija, y ahora… no puedo contigo, en serio.
—¿Nunca me defenderías si un hombre decide golpearme?
—Si te golpea, es porque te lo mereces.
—Vaya madre —susurró, soltando una risa baja—. Por supuesto que me lo merezco. Tranquila, madre. Reconozco que soy una mujer desastrosa. —Llevó la mirada a esos ojos que la observaban serios y le dio una sonrisa tensa, mostrando los dientes—. Demasiado, creo yo.
—Deberías agradecerme, Cathanna —atacó Anne, negando con la cabeza—. Me esforcé demasiado en enseñarte cómo comportarte frente a los hombres. Te crié para ser una dama. Por favor, no me ridiculices frente a las personas solo porque te crees una sediciosa.
—Y vaya que hiciste un gran trabajo, madre —ironizó Cathanna, arqueando una ceja—. Mírame bien: soy la mujer perfecta, obediente, sonriente, tranquila. La hija que toda madre desea tener. —Le dedicó una reverencia exagerada, pegando la cabeza en las piernas—. Gracias por enseñarme que debo bajar la cabeza para que no me la corten.
—No quise que sonara de esa manera, hija.
—No, madre. Entiendo perfectamente lo que dices.
El carruaje continuó su trayecto hasta detenerse en la entrada del gran coliseo blanco, donde había tantas personas que, de solo verlas, el pánico llegó como una avalancha difícil de parar. Respiró hondo, volviendo a jugar con sus dedos, sin apartar la mirada de la infraestructura. La última vez que había ido fue hace casi dos años.
—¿Tienes miedo, hermana?
—No es nada, Cedrix. —Le regaló una sonrisa pequeña.
Comenzaron a caminar, recibiendo varias miradas y saludos que Cathanna no quería corresponder, pero se obligó a hacerlo con la mejor de sus sonrisas falsas. Subió detrás de su madre por las escaleras de piedra hasta llegar al palco, donde su padre conversaba animadamente con varios hombres sentados detrás de él. Levantó la mirada y vio al emperador, acompañado de sus hijos.
El príncipe bajó la mirada y le regaló una sonrisa que hizo que Cathanna se pusiera nerviosa de inmediato. Agitó ligeramente la cabeza y se apresuró a ir con su familia. Anne se sentó al lado de Vermon; Cedrix junto a ella; y Cathanna a la izquierda, incómoda.
—Padre, un gusto volver a verte —saludó, besando las dos mejillas de Vermon. Luego, volvió a elevar la mirada a la familia real.
Tragando duro, llevó nuevamente la mirada a su padre, pero algo en él la hizo tensarse. Aquellos ojos, tan similares a los de su abuelo, la hicieron recordar demasiado. Eran los mismos ojos que la habían mirado con lascivia. Los mismos ojos del hombre que había destrozado su vida. Los mismos ojos del hombre que hicieron la sombra en la que se ahogaba cada noche sin ningún escape.
Sonrió con falsedad, mostrando los dientes, como si una máscara hubiera caído sobre su rostro, impidiendo que su verdadero sentimiento se filtrara. No podía mirarlo directamente sin sentir la repulsión crecer en su pecho. No podía mirarlo sin pensar en su abuelo y en lo que él le hizo, y ese pensamiento solo la hizo sentir peor de lo que ya estaba, pues le parecía injusto imaginarse a su padre de esa manera. ¿Pero qué podía hacer cuando ambos se veían idénticos?
—¿Cómo ha ido todo contigo?
—Todo está en orden, padre —reconoció Cathanna, tensa—. Te he extrañado demasiado estos días que has estado fuera de casa.
—Disculpad mi atrevimiento —habló un desconocido, posicionándose frente a ellos, con la vista puesta en Cathanna—. Pero, Vermon… posees una hija de una belleza verdaderamente excepcional.
Cathanna sintió las náuseas subir por la garganta, notando la mirada de ese hombre puesta en ella sin descaro, como quien elegía carne en el mercado, esperando llevarse la más exquisita. Su padre no pareció molestarse por eso; al contrario, inclinó la cabeza con orgullo, como si le hubieran dicho el mayor halago en la historia.
—Os agradezco, Lord Haryn —dijo con una sonrisa grande, echándole una mirada rápida a Cathanna—. Mi hija ha sido educada para reflejar la dignidad y la belleza de nuestra santificada casa.
—No tengo dudas de ello. —La sonrisa en su rostro no decaía, solo se hacía más grande con el pasar de los segundos—. Espero que me pueda conceder un baile cuando llegue la Hora del Marcial. Sería un gran honor para mí tener cerca esta mujer tan hermosa.
—Ella estará encantada de hacerlo.
Cathanna bajó la mirada a sus manos, no por vergüenza, sino por contener la furia que creció demasiado rápido. Si abría la boca, acabaría escupiendo fuego. No quería bailar con ese hombre, menos cuando no se lo habían pedido directamente a ella, sino a su padre, el hombre, que, según la sociedad, era el único que podía tomar las decisiones importantes en su vida, como si ella no tuviera derechos.
—Aunque hay que tener en cuenta que mi hija ya se encuentra apartada a otro hombre —dijo Vermon, soltando una risa casi vanidosa—. Así que solo será un baile, Lord Haryn. No trates de engatusarla porque ella no caerá de ninguna manera.
—Entonces... me tocará secuestrarla para que sea solo mía —respondió Haryn, entre risas, sin desviar la mirada de ella.
—No será necesario secuestrarme, Lord Haryn —afirmó Cathanna, levantando la vista con una sonrisa demasiado falsa—. Y si lo hiciera, mi prometido no dudaría en desplegar a todos los guardias del imperio para salvarme de sus garras, señor. Así que será mejor que borre esa estúpida idea de tu cabecita. No me iré contigo, señor.
—Tienes mucho carácter, mujer —expuso Haryn, con los ojos entrecerrados—. Considero que es momento de marcharme. —Inclinó la cabeza, haciendo una reverencia a Vermon, quien asintió lento—. Fue un gusto compartir estos minutos con ustedes. Espero verlos en unas horas. Disfruten de la festividad.
Cathanna miró como el hombre se alejaba, con una expresión de enojo, antes de llevar su mirada al centro del coliseo, donde los bailarines, con sus trajes sedosos de color tierra, narraban la historia de todos los dioses a través de sus movimientos violentos.
—No puedes hablar de esa manera tan poco elegante hacia las personas, Cathanna —espetó Vermon, con una mirada severa, esperando sumisión inmediata—. ¿Cómo se te ocurre decirle eso al honorable Lord Haryn? ¿Tienes aire en la cabeza en lugar de cerebro?
Cathanna apretó la mandíbula.
—No deseo ser secuestrada por nadie, padre.
—Era solo una broma —respondió él, restándole importancia con un movimiento de mano—. Tienes que dejar de ser tan dramática.
—Claro… porque cuando un hombre habla de secuestrar a una mujer, es gracioso, ¿verdad? Lo más normal que existe —soltó Cathanna, clavándole la mirada—. Pero si una mujer se incomoda, entonces es “demasiado sensible”, “demasiado dramática”, “demasiado todo”. Estoy verdaderamente harta de los chistes de hombres como él, padre. No me hace gracia. Nunca me hizo. Y no me voy a reír solo porque tú digas que debería. No quiero hacerlo.
—Cállate la boca —ordenó Vermon, dejando de mirarla—. No quiero escuchar tus estúpidos lloriqueos. Solo harás que nos vean raro.
—Solo te digo lo que no me gusta, padre. —Lo miró de reojo—. No es motivo para que las personas me crean una demente. No es para tanto, como tú dices.
—Te digo que cierres la boca, Cathanna.
Cathanna asintió con frustración, llevando su vista al cielo, buscando un respiro de todas las personas que parecían juzgarla, pero al mismo tiempo, devorarla con la mirada, sin ningún pudor. Allí, flotando como si nada, vio una figura que la paralizó por completo: una mujer con alas negras, con su vista en ella. Una bruja. Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar como lo haría cualquier persona en ese lugar —con miedo— la bruja comenzó a desvanecerse en ese característico humo negro que siempre las acompañaba.
—Una bruja —logró susurrar Cathanna, sintiendo su pecho contraerse de miedo—. Acabo de ver una bruja, padre…