 
                            Josh es un joven psicólogo que comienza su carrera en una prisión de máxima seguridad.
 ¿Su nuevo paciente? Murilo Lorenzo, el temido líder de la mafia italiana… y su primer amor de adolescencia.
Entre sesiones de terapia peligrosas, rosas dejadas misteriosamente en su habitación y un juego de obsesión y deseo, Josh descubre que Murilo nunca lo ha olvidado… y que esta vez no piensa dejarlo escapar.
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Capítulo 17
— ¿Qué estás haciendo? — la pregunta martilleaba en su mente, pero no había respuesta.
Solo el peso del dinero en la maleta y el sabor de Murilo aún en sus labios.
Murilo se reclinó en la silla de cuero, los ojos fijos en las pantallas que mostraban cada rincón del apartamento de Josh. La cámara oculta en el cuadro de la sala. La otra, escondida en el candelabro del cuarto. Hasta la minúscula lente dentro de la nevera — todo capturaba a Josh en tiempo real.
Él sonrió cuando vio al chico abrir la maleta, los ojos muy abiertos.
— Miguel — llamó, sin quitar los ojos de la pantalla.
El seguridad entró inmediatamente.
— ¿Sí, señor?
— Llame a la floristería. Pida un ramo con 100 rosas rojas. Entrega mañana en la casa de Josh.
Miguel vaciló.
— ¿Cien rosas, señor?
Murilo finalmente lo miró, la sonrisa desapareciendo.
— ¿Estás sordo?
— ¡No, señor! ¡Ya lo hago ahora!
Tan pronto como Miguel salió, Murilo volvió a observar las pantallas. Josh ahora estaba de pie en medio del cuarto, las manos en el rostro, los hombros tensos.
— Ya eres mío, mi amor — Murilo susurró a las cámaras. — Solo que aún no lo sabes.
Apartamento de Josh
La maleta estaba abierta en la cama, el dinero expuesto como un secreto sucio.
— Mierda...
Era mucho* dinero. No billetes de 100 — sino de 200 reales*, apilados en bloques compactos. Más de lo que Josh ganaría en años de terapia.
Él cerró la maleta de repente, como si pudiera esconder lo que eso significaba.
Soborno. Coima. Pago por algo que aún ni siquiera ha hecho.
¿Pero lo peor?
No lo tiró.
Solo la colocó en el armario, escondida detrás de ropa vieja, como si un día pudiera necesitarlo.
Al prepararse para dormir, Josh miró al techo, imaginando si Murilo estaba pensando en él ahora.
Si sabía que él había guardado el dinero.
Si sabía que él no resistiría.
Josh se despertó con el timbre.
Al abrir la puerta, un repartidor sostenía el mayor ramo de rosas rojas que jamás había visto.
— Firme aquí, por favor.
Los pétalos eran suaves como terciopelo, el perfume pesado y dulce.
Dentro, una tarjeta:
"Faltan 97 horas. Y cuento cada segundo. - M"
Josh tiró las rosas al suelo, los pétalos esparciéndose como sangre.
Pero no las tiró.
Y en algún lugar, a través de una cámara escondida, Murilo sonrió.
Josh se despertó determinado a olvidar a Murilo, aunque fuera por una noche. Cogió el celular y llamó a Lucas con una sonrisa forzada en el rostro.
— ¡Qué pasa, vago! ¡Hoy es día de divertirse! — dijo, intentando sonar animado.
Del otro lado, Lucas rió, desconfiado.
— ¿Divertirse? ¿Tú, después de todo lo que ha pasado?
— Exactamente por eso. Necesito salir, beber, bailar... olvidar.
Lucas vaciló, pero acabó cediendo.
— Vale, pero si ese loco aparece, yo me largo y te dejo atrás, ¿eh?
Josh rió, pero el sonido salió vacío.
— Justo.
Centro Comercial – Tarde
Los dos andaban por las tiendas, Josh fingiendo interés en ropa que no quería comprar.
— Tío, estás más raro que de costumbre — Lucas comentó, sosteniendo una camisa a rayas.
— Solo estoy cansado.
— ¿Cansado de tu doble vida, quieres decir? — Lucas levantó una ceja.
Josh ignoró el comentario.
La música alta, las luces parpadeando, cuerpos sudados frotándose en la pista. Josh bebió su tercer trago, intentando ahogar los pensamientos.
Fue cuando él apareció.
Un chico más joven, rubio, sonrisa fácil, manos que no tenían sangre en ellas.
— ¿Bailas? — el chico preguntó, los dedos tocando levemente el brazo de Josh.
Josh vaciló.
¿Por qué no?
— Bailo, sí — respondió, dejándose llevar a la pista.
Casino – Sala de Vigilancia
En la pantalla, Murilo asistía en vivo mientras Josh bailaba con el chico rubio. Su expresión era de hielo.
— Señor... — un seguridad entró, vacilante.
Murilo ni siquiera miró.
— Quiero a ese tipo mañana atado en el sótano.
— Sí, señor. ¿Y Josh?
Murilo cogió la pistola en la mesa, pasando el dedo por el cañón.
— Déjalo divertirse... por ahora.
Sus ojos nunca salieron de la pantalla, donde Josh ahora reía de algo que el chico decía.
— Yo también quiero divertirme — Murilo susurró, amartillando el arma.