Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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Confusión Deliberada.
Enamorado.
Diego observaba con creciente inquietud el rostro de su jefe, Simón Ferrero. Desde que comenzaron a investigar a la misteriosa joven que había tropezado, Simón no era el mismo. Su temple frío, su racionalidad y meticulosidad se habían visto sustituidos por una extraña inquietud. Algo dentro de él se había activado, una atracción casi obsesiva por aquella figura femenina cuyo nombre, rostro y presencia aún eran un enigma.
Diego, leal como siempre, sabía que no podía dejar las cosas al azar. Por eso decidió actuar. Sabía que Simón necesitaba respuestas, y si alguien podía conseguirlas, era él. Así que planeó algo: seguir de cerca a la joven, identificar sus movimientos, asegurarse de dónde estaría y encontrar una oportunidad para que su jefe pudiera encontrarse con ella.
Primero, activó una estrategia sutil pero efectiva. Envió un comunicado a Pepe Benítez, informándole sobre una visita empresarial de parte de Simón Ferrero. Una excusa perfecta para observar el entorno, acceder a información indirecta y ver qué rostros frecuentaban la empresa. Aunque todo fue un mero pretexto, le dio la coartada perfecta.
No necesitó más de un día para detectar el movimiento que esperaba. Desde una discreta vigilancia, logró ver salir a la joven misteriosa de su residencia, sola y con un aire distinto al habitual. Diego la reconoció de inmediato, aunque algo en su actitud, en su vestimenta, parecía querer ocultarla más que mostrarla.
Graciela, por su parte, atravesaba una tormenta emocional. La distancia de Pepe no era un simple cambio de rutina. Él ya dormía en la habitación de invitados, había comenzado a evitarla, y aunque no lo decía abiertamente, su ausencia lo gritaba todo. El amor, o lo que quedaba de él, se estaba esfumando.
Esa mañana, Graciela tomó una decisión: sanar a su manera. Y en su lógica emocional, cortar su cabello era el primer paso. Algo simbólico. Algo que dijera “estoy dejando atrás todo esto”.
—Yolanda, ¿podrías traerme ropa de Camila? —pidió mientras removía lentamente su café con una cuchara de plata—. Hoy mismo quiero salir, comprar unos vestidos y traerlos acá. Pero necesito algo para disimular—
Yolanda la observó con atención. No era la primera vez que Graciela hablaba en voz baja, como si su propia casa le escuchara demasiado.
—Sí, señora. Pero… ¿a dónde piensas ir? —preguntó con la preocupación de quien lleva años viéndola y la conoce mejor que nadie.
Graciela la miró a los ojos.
—No quiero que Catalina se entere. Voy a la peluquería. Quiero cortarme el cabello—
—Mmm… usted es tan hermosa que todo le quedará bien —respondió Yolanda con ternura—. Ya le traigo algo de ropa de Camila—
Graciela terminó su desayuno con una paz fingida. Subió a su habitación, donde la esperaba un conjunto deportivo de pantalón y blusa, muy similar al que Camila había usado días atrás. Una gorra, una mochila y unos zapatos deportivos completaban el disfraz improvisado. Ver esos zapatos la hizo reír. Era como volver a sus días de juventud.
Se quitó las pijamas de seda, las únicas prendas que Pepe había dejado en su habitación, y por primera vez en días, se sintió libre. No por la ropa, sino por lo que representaba. Graciela siempre había sido una mujer de gustos refinados, empoderada, acostumbrada a prendas de alto valor. Pero ese día, eligió disfrazarse de normalidad.
—Te ves hermosa. Hasta te pareces a Camila —comentó Yolanda con picardía, logrando que Graciela esbozara una sonrisa.
—No lo dudo —respondió con una chispa de vanidad.
Yolanda la acompañó hasta la salida. Todo estaba en calma, hasta que Catalina apareció en la entrada, abanicándose con elegancia. Graciela se escondió tras una columna, conteniendo la respiración.
—Buen día, doña Catalina —dijo Yolanda con amabilidad—. ¿Desea un té frío? Se ve acalorada—
Catalina, sudorosa pero digna, se quitó el sombrero blanco.
—Sí, uno grande, por favor —respondió con voz fatigada.
Apenas desapareció en dirección al jardín, Graciela corrió hacia el estacionamiento. Su corazón latía con fuerza, pero no de miedo, sino de emoción. Prendió el auto y condujo hacia la salida. Lo que no sabía era que Diego la seguía de cerca, manteniendo una distancia prudente. Él la había reconocido. Su plan estaba en marcha.
Graciela avanzó por la ciudad, canturreando una canción que le gustaba, sintiéndose extrañamente viva. Cuando llegó a la peluquería, entró con decisión. Explicó con tranquilidad lo que quería: un corte a los hombros, mantener su tono castaño. La estilista asintió, reconociendo en ella a una mujer decidida.
Mientras tanto, Diego alertó a Simón. El mensaje fue claro: “La mujer que buscas está en una peluquería, ya la tengo ubicada”.
—¿Estás seguro de que llegaremos a tiempo? —preguntó Simón con impaciencia—. Las mujeres son impredecibles—
Diego sonrió, seguro de sí.
—Sí. Estará ahí un buen rato. Créame—
Sin perder tiempo, ambos salieron en dirección al salón de belleza. Aparcaron cerca de la entrada. El sol caía implacable, y Simón, impaciente, miraba su reloj una y otra vez.
—¿Qué tanto pueden tardar? —refunfuñó.
—Las mujeres se hacen de todo ahí dentro: hidratación, uñas, corte, secado, tinte... Relájese —respondió Diego, con tono tranquilo.
Simón resopló y cruzó los brazos. Llevaban más de una hora esperando. Pero entonces, sin previo aviso, la puerta se abrió y Graciela salió. No llevaba gorra. Su nuevo corte de cabello la hacía lucir distinta, renovada. Y sin embargo, más hermosa que nunca.
Simón se quedó sin palabras. Su boca se entreabrió y su mirada quedó fija en ella. La vio avanzar hacia el auto, sin detenerse. Su silueta era la misma que recordaba, pero algo no encajaba. Aun así, no se contuvo.
—¡Camila! —llamó desde el auto, bajando la ventanilla.
Ella no volteó.
Simón bajó y se acercó. La alcanzó justo cuando ella abría la puerta del coche. Le colocó una mano en el hombro, con suavidad.
—Hola, Camila —dijo, con voz firme pero amable.
Graciela se giró lentamente. Sus ojos se encontraron por primera vez. Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Ella lo miró fijamente y luego sonrió, dulce, pero con cierta distancia.
—Oh, disculpe —dijo con amabilidad—. No soy Camila. Soy Graciela—
Simón quedó paralizado. El nombre lo sacudió como un trueno. ¿Graciela? ¿La esposa de Pepe?
Ella extendió su mano, y él, como si estuviera hipnotizado, la estrechó. La suavidad de su piel, el brillo en sus ojos, la serenidad de su voz… todo en ella era fascinante.
—Mucho gusto, Simón Ferrero —respondió, sin poder ocultar su desconcierto.
Fue entonces cuando Graciela lo reconoció. El nombre. El hombre que le envió las flores. Su expresión cambió. Entendió que la habían seguido. Que todo aquello no era coincidencia.
Soltó su mano y, sin decir una palabra más, subió al coche. Encendió el motor y se marchó, dejando una nube de polvo en su estela… y a un Simón completamente aturdido.
Diego se le acercó, desconcertado.
—¿Qué pasó?—
Simón no dijo nada al principio. Solo observó el auto alejarse. Luego murmuró, como en trance:
—Graciela… Ella no es Camila. Es Graciela… y me ha dejado sin aire—
—¿Te ha dejado qué?—
—Enamorado —dijo finalmente, casi en un suspiro.
Porque eso era lo que había sentido. Una conexión instantánea. Una atracción sin lógica. Y lo peor, o lo mejor, era que no sabía si aquello apenas comenzaba o ya había terminado.
Una cosa era segura: Graciela Benítez ya no era solo una figura dentro del conflicto. Ahora era un enigma que Simón no dejaría escapar.
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.