Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
NovelToon tiene autorización de Yazz García para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
En evidencia
*⚠️Advertencia de contenido⚠️*:
Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
...****************...
...A I N A...
...🤎🤎🤎🤎🤎...
Nunca me había gustado el silencio en mi casa, pero ese día, lo detesté.
Papá llevaba dos días con el ceño fruncido, encerrado en su despacho con carpetas y llamadas a media voz. Cuando salía, no decía mucho, pero se le notaba en los ojos. La rabia, sospecha, dolor contenido. Ya no era solo el fiscal Villanova, era el papá de la víctima y Manuelle, el idiota de Manuelle, estaba desaparecido.
Dos días sin rastros claros de él en Milán. Nadie sabía dónde estaba. Nadie —según ellos.
Lo siguiente fue lo inevitable: la investigación oficial.
Tenían el caso al ojo público y una sospecha de intento de homicidio a Manuelle debido al reciente incidente, muchos lo tachaban como terrorista, otros como simplemente el hijo de un mafioso acatando órdenes. Y, claro, Clarissa al parecer no se tragaba el cuento.
Clarissa. Mi… mejor amiga.
Sí, seguía en contacto con él. Sí, lo estaba tapando. Sí, probablemente le mandó memes por chat mientras yo estaba hospitalizada por una bomba.
Esa tarde tocó a mi puerta. No avisó, no escribió antes, nada. Solo llegó con una bolsa en la mano y cara de perrito arrepentido.
—Traje brownies —dijo, levantando la bolsa como si eso fuera suficiente para borrar toda la mierda de los últimos días.
—¿Quieres una medalla o algo? —le solté sin levantarme del sofá.
Ni siquiera se inmutó. Caminó hacia la cocina, abrió la bolsa como si estuviera en su casa.
El descaro, sinceramente.
—Son de los que te gustan, con nueces y chispas de chocolate —insistió, como si yo fuera a derretirme ante el azúcar procesada.
La seguí con la mirada.
—¿Y también le mandaste una caja a Manuelle? Digo, ya que estás en el plan de alimentar a los sospechosos.
Se detuvo. La vi tensar la espalda.
—Aina…
—¿Qué? —me crucé de brazos—. ¿Te parece injusto?
—Me parece que estás mezclando las cosas. Sabes que Manuelle no tiene la culpa o no la que todos quieren ponerle.
—Ah, perdón. ¿Ahora eres su abogada?
—No, soy tu amiga —respondió, y por primera vez sonó cansada. Realmente cansada—. Pero últimamente siento que eso te molesta.
—Tal vez me molesta que estés más preocupada por un tipo que por mí —escupí, sin pensarlo demasiado—. Tal vez me molesta que parezcas más angustiada porque lo interroguen que por el hecho de que yo pude haber muerto.
Silencio. Ella me miró. Yo la sostuve la mirada.
—¿Eso crees? —preguntó en voz baja.
—No lo sé. Últimamente no sé muchas cosas.
—Entonces dilo de una vez. ¿Qué quieres que haga, Aina? ¿Que lo odie? ¿Que me ponga una camiseta que diga “Team Fiscalía”?
—Quiero que seas leal.
—Lo soy. Pero no soy una mascota. Y tampoco soy tu enemiga —dijo, recogiendo la bolsa—. Pensé que vendría a hablar contigo. Pero veo que hoy solo vine a servirte de saco de boxeo.
—¿Y qué esperabas? ¿Que te abrazara y te agradeciera por los brownies?
—No, esperaba que te dieras cuenta de que no soy tu rival.
—¿No? Porque últimamente pareciera que sí.
Lo solté sin pensarlo. Y me arrepentí apenas vi su rostro.
—Wow —murmuró—. Vale.
Se quedó unos segundos en la puerta. No se fue inmediatamente. Pero tampoco regresó. Solo… se quedó ahí, como si esperara algo. Una disculpa, una señal. Yo no se la di. Y cuando salió, el silencio volvió a ser lo único en esta casa que no me desafiaba de frente.
Pero tampoco me daba respuestas.
No sé cuánto tiempo estuve sentada en el sofá, mirando el suelo como si ahí fueran a caerme las respuestas del cielo. Mi madre caminaba de un lado al otro del pasillo, nerviosa, con su celular en la mano, apagándolo y encendiéndolo como si eso la ayudara a controlar algo.
Y entonces apareció él.
Papá entró al salón con la misma energía de un huracán bien vestido. Su saco gris estaba arrugado y las ojeras le colgaban hasta el alma. Apenas me miró, pero sabía que venía directo a mí.
—Aina —dijo con ese tono que usaba cuando el “no” ya estaba implícito—. No vas a salir por ningún motivo. ¿Entendido?
—¿Perdón?
—No es una sugerencia —continuó, y su voz se hizo aún más firme—. Hay un batallón de periodistas afuera. Ya los medios tienen nombres, tienen imágenes, tienen todo. Están esperando que cometas el más mínimo error para devorarte.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que me esconda en el clóset? —le respondí con sarcasmo, pero en el fondo sabía que tenía razón. Desde que me desperté esta mañana, el teléfono no ha dejado de vibrar. Llamadas desconocidas, mensajes, correos… uno incluso decía que me querían entrevistar para una “exclusiva humana” sobre el “drama universitario de la élite italiana”.
El drama soy yo, aparentemente.
Papá se frotó la cara con las dos manos. Estaba al borde, y lo conocía demasiado bien para no notarlo.
—Escúchame bien —dijo bajando la voz, acercándose—. Si Manuelle llega a comunicarse contigo, no lo bloquees. No le grites. No lo confrontes. Solo… habla con él. Normal. No digas nada extraño. No lo pongas a la defensiva.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué?
—Porque tenemos tu teléfono intervenido. Estamos rastreando todo. Necesitamos que confíe. Que se relaje. Que cometa un error. Uno solo.
Me miró como si de verdad necesitara que entendiera. Como si tuviera que elegir entre ser su hija o ser una pieza clave en una cacería.
—Papá… —comencé, dudosa—. ¿Tú crees que él… que Manuelle fue parte de esto?
Él bajó la mirada por primera vez.
—No sé. Pero las pruebas apuntan en su dirección. Y tú… estás demasiado cerca como para ser objetiva.
Me sentí vacía. Como si algo adentro se partiera un poco más.
Me levanté del sofá sin decir nada. Fui a mi habitación. Cerré la puerta con cuidado. No grité. No lloré. Solo respiré hondo mientras el ruido de los helicópteros afuera se mezclaba con el pitido lejano de un noticiero en la televisión.
¿Y si sí estaba involucrado?
¿Y si me estaba engañando todo este tiempo?
¿Y si Clarissa tenía razón… o peor, si yo no quería ver lo evidente?
Me recosté en la cama, el teléfono a un lado, esperando una notificación. Un mensaje. Una llamada. Algo.
Algo que me dijera la verdad. O que la ocultara un poco más.
Pero el teléfono seguía en silencio. Y yo también.
Encendí la televisión con el control a medio apretar. Como si necesitara más ruido del que ya había en mi cabeza. Me deslicé por los canales hasta que lo inevitable se impuso solo: todas las cadenas estaban cubriendo lo mismo. Mi nombre. Mi universidad. Su apellido.
«Investigación abierta contra los Moretti continúa escalando…»
«Se sospecha de un vínculo directo entre el atentado y los antiguos negocios ilegales de la familia…»
«Recordemos que Aina Villanova, hija del fiscal George Villanova, fue víctima de un presunto atentado con coche bomba hace apenas dos días…»
Tragué saliva. Quité el volumen, lo subí otra vez. Ni siquiera sabía qué quería hacer. Lo que fuera para no pensar en lo obvio.
La pantalla dividía entre tomas viejas de la finca Toscana donde vivían los Moretti y nuevas imágenes de la Universidad. Mi Universidad. La que ahora parecía una maldita zona de guerra acordonada con cintas amarillas.
Y justo cuando ya estaba por apagar todo, el noticiero cambió el tono de voz. Urgencia. Tensión. Ese dramatismo de última hora que solo usan cuando se viene algo gordo.
«Último minuto. Último minuto. Fuentes nos informan que hace apenas instantes fue visto el hijo de Gael Moretti, Manuelle Moretti, regresando a su dormitorio universitario en Milán. Repetimos: Manuelle Moretti ha sido visto en campus.»
La imagen cambió. La toma era algo temblorosa. Grabada desde un celular por alguno de esos estudiantes que lo ven todo pero ayudan con nada.
Y ahí estaba.
Con capucha negra. Gafas oscuras. Tapabocas gris cubriéndole la cara. Irónicamente, eso lo hacía destacar aún más. Parecía un cartel de “algo oculta”. Y sí, eso bastó para que la jauría de periodistas lo reconociera en un segundo.
—¡Manuelle! ¡Manuelle Moretti! ¿Estás implicado en el atentado?
—¿Estás escondiéndote? ¿Volviste a ver a Aina Villanova?
—¡La fiscalía te está investigando! ¿Quieres dar declaraciones?
Las cámaras se acercaban tanto que uno casi le metía el lente por la garganta. Pero él ni se inmutó. Caminó como si nada. Como si los gritos fueran ruido blanco, como si ya hubiera ensayado cada paso, cada gesto. Como si no acabara de volver a la boca del lobo.
Yo me incorporé en la cama, boquiabierta.
No sé si fue sorpresa, ira o una punzada en el pecho. Pero dolía.
¿En serio había vuelto así? ¿Como si todo fuera normal? ¿Sin decir nada? ¿Después de desaparecer dos días completos y dejarme a mí… aquí… entre policías, doctores, sospechas y dolores?
Volví a mirar la pantalla. Él entraba por la puerta del dormitorio con paso firme, directo y la puerta se cerraba tras él finalmente.
Silencio.
Apagué la tele.
Mi garganta estaba cerrada. Mi pecho, tenso. Una rabia sorda me subía por dentro, mezclada con decepción y cansancio.
No dijo nada.
Ni una palabra.
Volvió así, como si nada.