En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 16
"Silencio de Leones"
Las columnas del patio de los Arrayanes proyectaban sombras largas cuando Aixa convocó a su círculo más antiguo. No eran solo damas caídas en desgracia o concubinas desplazadas: entre sus filas había viejos ulemas, juristas religiosos que murmuraban en voz baja sobre “pureza de sangre” y “la voluntad de Alá”. También había antiguos aliados de Muley, hombres que le debían favores de otras épocas y que veían con disgusto la creciente autoridad de una mujer cristiana convertida.
Aixa, vestida de negro, caminaba despacio por el salón como una víbora entre incienso.
—No pueden permitir que una extranjera elija el destino de Granada —decía—. El futuro sultán debe ser un hijo puro de esta tierra… no fruto de una conquista en la alcoba.
Los murmullos crecían. Las dudas se sembraban como polvo en el mármol.
Mientras tanto, Zoraida, ya con cinco meses de embarazo, no se detenía. Su silueta, aún envuelta en túnicas amplias, recorría el palacio como si no hubiera peso alguno en su vientre. No se sentaba más de lo necesario. No delegaba más de lo justo. Leía informes, firmaba cartas, aprobaba reparaciones de acueductos y ordenaba nuevas caravanas de trigo para las aldeas afectadas por la sequía.
Cuando uno de los visires, más por preocupación que por crítica, le sugirió descansar, ella lo miró con una ceja alzada.
—¿Descansar? ¿Acaso el enemigo descansa? ¿Acaso Aixa descansa? ¿Acaso la mezquita deja de cantar solo porque una paloma está anidando en sus torres?
El visir bajó la cabeza. Nadie volvió a mencionarle reposo.
En las audiencias, Zoraida aparecía con su velo de encaje oscuro y una mirada más afilada que el alfanje de los guardias. Escuchaba disputas del mercado, quejas de campesinos, y ordenaba justicia con mano firme. Los rumores de su embarazo, aunque aún no confirmados oficialmente, crecían en las calles... pero no como señal de debilidad. El pueblo empezaba a llamarla “la leona de Granada”.
Una noche, en el hammam real, una de las concubinas leales a Aixa intentó provocar una discusión. Comentó en voz alta que las mujeres que se creían sultanas solían morir en los partos difíciles, que Alá no siempre bendecía el vientre de las traidoras.
Zoraida no alzó la voz. Solo se giró con lentitud, avanzó descalza sobre los mosaicos húmedos y dijo:
—Bendecida sea tu lengua, hermana… porque no será cortada hoy. Pero recuerda: quien envenena el aire termina respirando su propio veneno.
La concubina no volvió a hablar. Al día siguiente fue trasladada a otro palacio.
Mientras Aixa tejía alianzas oscuras entre los religiosos más conservadores, Zoraida tejía red de otra clase: alfareras, escribanas, mujeres comerciantes y esposas de generales. Las visitaba discretamente, les preguntaba por sus hijos, por el precio del aceite, por los abusos de los cobradores. Las miraba como iguales, y ellas comenzaban a verla como una esperanza.
Muley la observaba desde la sombra, dividido entre el orgullo y el temor. Una noche le dijo:
—Gobiernas mejor que muchos hombres nacidos entre estos muros.
Ella, acostada a su lado, con la mano sobre el vientre, sonrió.
—Porque no me enseñaron a mandar. Me enseñaron a resistir.
Y así, bajo el cielo estrellado de Granada, una mujer embarazada gobernaba en silencio, mientras los muros del palacio temblaban por las intrigas de quienes no podían soportar verla brillar.
Granada amanecía envuelta en incienso y silencio. Las fuentes de la Alhambra murmuraban entre los jardines, como si también ellas llevaran secretos entre sus aguas. Zoraida se levantó antes que el sol. El canto del almuédano apenas había rozado los muros cuando su criada le ayudaba a vestirse con una túnica blanca bordada con hilos de oro pálido. Su vientre empezaba a notarse, y con cada día que pasaba, también crecía la inquietud dentro del palacio.
Hacía semanas que el perfume del pan caliente la obligaba a cerrar los ojos y contener las náuseas. La curandera que atendía a las mujeres nobles ya lo había confirmado en privado. Estaba encinta de nuevo, pero esta vez no dijo una sola palabra. No al harén. No a sus damas. Solo a Muley, y bajo la luz tenue de una lámpara de aceite, le susurró:
—Otra vida crece en mí. Otra vez tu sangre y la mía... entrelazadas.
Muley había quedado en silencio. Su mano temblorosa acarició su rostro. Recordaba con terror el primer parto, la sangre, el grito que heló las piedras, el temor de perderla. Pero no dijo nada. La abrazó fuerte, como si pudiera protegerla de los cuchillos invisibles que ya empezaban a afilarse a sus espaldas.
Granada habla… y conspira
Los rumores comenzaron como el viento entre los arcos: suaves, insistentes, y cada vez más fríos.
—Zoraida no es musulmana de verdad…
—Una cristiana no puede ser madre de sultanes…
—¿Y si este hijo despoja al legítimo heredero, Boabdil?
Aixa, la madre de Boabdil, escuchó la noticia por una criada indiscreta. Cuando la confirmación llegó, lanzó una jarra de bronce contra la pared de su habitación, que se quebró con un estruendo.
—¡Otra serpiente en el nido! —gritó—. ¿Qué esperáis que haga? ¿La deje incubar su veneno en mi propia casa?
Desde ese día, empezó a moverse en las sombras. Reunía a viejos visires conservadores, llamaba discretamente a los alfaquíes y religiosos que no veían con buenos ojos que una extranjera cristiana —aunque convertida— fuera madre del posible sucesor.
Zoraida no se detiene
Pero Zoraida no se debilitó. Ni una sola vez faltó a sus audiencias. Ni una sola vez dejó de leer los informes militares, ni de firmar decretos en ausencia del emir. Con su vientre bajo el vestido, se sentaba en su sala privada —decorada con tapices de seda y versos del Corán— a escuchar a comerciantes, jueces y artesanos.
Ordenaba reparaciones en los baños públicos, inspeccionaba mercados disfrazada bajo un velo oscuro, y recibía en secreto a escribas y sabios. Había comenzado a trazar un archivo de conocimiento: registraba todo, desde nacimientos y muertes hasta los nombres de los traidores antiguos de la corte. Un día, le dijo a su copista:
—El conocimiento es poder… pero la memoria es escudo. Quiero saber quién me odia, aunque me sonría.
Una reunión inesperada
Una mañana, Zoraida convocó a todas las mujeres nobles del palacio. La sala de los Leones se llenó de perfumes, joyas, seda y tensión.
Vestía una túnica de terciopelo gris, y un velo blanco le cubría el rostro salvo los ojos. Cuando entró, todas se inclinaron… excepto una: Aixa, sentada al fondo, con las manos entrelazadas y una sonrisa afilada.
—Dicen —empezó Zoraida— que mi sangre no es digna. Que este niño que crece en mí es un veneno para Granada. Lo curioso es que ese veneno… es también hijo del emir.
Hubo murmullos. Aixa alzó una ceja.
—Las serpientes suelen hablar con dulzura. Hasta que muerden.
Zoraida se volvió hacia ella, sin alzar la voz.
—Las serpientes muerden… sí. Pero solo cuando alguien mete la mano donde no debe.
Hubo un silencio largo. Tenso. Zoraida dio un paso al frente.
—No busco una corona. Solo busco que a mi hijo no se le niegue el derecho que Alá le da al nacer.
Una de las esposas de un visir susurró: "Es valiente… o insensata."
Zoraida escuchó. Y sonrió.
—Soy madre. Y eso me da una fuerza que ni cien espadas pueden quebrar.
Por la noche…
Muley llegó tarde a su habitación. La encontró sentada, escribiendo en su diario. Su hijo dormía en una alfombra cercana. El emir se arrodilló a su lado, tomó su mano y dijo:
—No sé si ganaremos esta guerra... pero sé que contigo, Granada no se arrodilla.
Ella lo miró, cansada, con los ojos dulces y feroces.
—No quiero que Granada me adore. Solo que respete a mis hijos. A todos mis hijos.
La Alhambra dormía bajo un cielo denso, sin luna. El perfume de los cipreses era más fuerte aquella madrugada, como si la tierra también sintiera el peso de lo que estaba por venir. Zoraida, embarazada por segunda vez, se mantenía despierta en su alcoba iluminada por velas suaves. El silencio no la asustaba; era allí donde sus pensamientos más afilados florecían.
Sus manos reposaban sobre su vientre. Aún no se lo había dicho a nadie más allá de Muley y su curandera. Prefería la sombra al anuncio. Aquel palacio estaba lleno de oídos agudos y bocas venenosas. Y ahora, más que nunca, la nueva vida que crecía en su interior debía protegerse como una joya en mitad de la guerra.
La advertencia de Muley
Apenas despuntó el alba, Muley entró a sus aposentos. No traía escolta, solo un manto largo y el rostro ojeroso. El emir, en esos días, era un hombre dividido entre el campo de batalla y la corte.
—Zoraida —murmuró, acariciando su rostro—. Temo que el palacio te consuma. No es debilidad, es protección… debes delegar.
Ella alzó una ceja con frialdad.
—¿Me lo pedirías si fuera un hombre? ¿Si tuviera una barba blanca y el título de visir?
Él no respondió. Ella continuó:
—Este hijo nacerá con fuego en los pulmones, y yo no dejaré que lo apague el miedo de los demás. ¿Le pedirías a un soldado que deje su espada si el enemigo aún respira?
Muley suspiró. No podía convencerla. Y en el fondo, tampoco quería.
—Entonces mantente firme. Pero duerme, al menos. Duerme unas horas, por ti… por él.
El golpe de Aixa
Mientras tanto, en una sala menos iluminada del palacio, Aixa apretaba una carta arrugada. Había llegado por medio de una sirvienta indiscreta. El contenido era claro: Zoraida estaba embarazada otra vez.
Su grito se escuchó en tres corredores distintos. Lanzó una jarra contra el mosaico, dejando manchas púrpuras de vino en el yeso.
—¡Otra serpiente en el nido! —exclamó—. ¡Otro bastardo que reclama trono!
Llamó a sus escribas. Dictó cinco cartas en menos de una hora. Algunas iban a religiosos conservadores, otras a nobles que aún recordaban los tiempos anteriores a Zoraida. El mensaje era el mismo: la sangre nazarí estaba en peligro, y Boabdil era el único heredero legítimo.
Pero esta vez no se detuvo allí.
También hizo llegar bolsas de oro a soldados descontentos, e insinuó el retorno de un “Granada puro” sin cristianas ni bastardos. El fuego ya no estaba en sus palabras, sino en sus movimientos.
La sangre en el mármol
Tres días después, la alarma estalló en la madrugada. Abdul Rashid, visir leal a Zoraida, fue hallado muerto en las escaleras de mármol que llevaban a los archivos del emir. El cuerpo yacía con los brazos abiertos, una daga hundida en su pecho… y un trozo de pergamino sobre él:
“No más herejías.”
Zoraida llegó con solo una lámpara encendida. Miró el cadáver durante largos segundos, sin llorar.
—Esto no fue un crimen… fue un mensaje. A partir de hoy, la guerra no está solo en los campos. Está aquí… entre columnas, bajo techos dorados.
Ordenó cerrar el ala este. Doblar la guardia. Interrogar a cada nuevo sirviente ingresado en las últimas lunas.
Y en secreto, llamó a una mujer silenciosa, vestida de gris, que respondía solo al nombre de Lamia. A ella le encomendó espiar el harén, las cocinas, las visitas de Aixa y hasta los susurros entre los niños del palacio.
Zoraida comprendía: su enemigo ya no golpeaba desde fuera. Vivía con ella. Comía con ella. Tal vez hasta rezaba con ella.
La firmeza de la Sultana
Pese al embarazo, Zoraida no abandonó su deber. Asistía a las reuniones de visires, recibía embajadores, escribía decretos y visitaba en secreto los mercados con velo y capa. Su presencia generaba un rumor entre la gente:
—Dicen que está encinta… pero no la verás temblar.
Las mujeres del pueblo comenzaron a verla con otros ojos. Ya no solo como la cristiana convertida, sino como una madre que luchaba por sus hijos, por su esposo y por una ciudad atrapada entre dos mundos.
Una tarde, un anciano le ofreció dátiles dulces en la plaza y le dijo:
—Mi señora… no olvide que Granada es una madre como usted. Pero esta madre sangra, y solo usted la está vendando.
Ella sonrió, sin mostrar los dientes, y le dio una moneda con su sello.
La primavera había llegado a Granada con un aroma incierto. Las buganvillas estallaban en color sobre las murallas, pero el corazón de la Alhambra latía en silencio tenso. En los pasillos, los pasos eran más medidos. En el harén, las concubinas hablaban poco y miraban siempre dos veces antes de abrir la boca. Hasta el canto de los halcones, que a veces descendían desde la torre de la vela, sonaba como una advertencia.
Zoraida, en su cuarto mes de embarazo, seguía caminando por los jardines con paso firme. Sus vestidos eran más amplios, y ocultaba su vientre con cinturones anchos y capas de brocado. Solo Muley, su curandera y dos criadas sabían la verdad. El resto podía sospechar, pero no tenía pruebas.
—Cada paso que doy —le dijo a una de ellas— es como una partida de ajedrez. Y yo no soy una reina… soy el tablero entero.
⚔️ El golpe en la sombra
Una noche sin luna, un grupo de cinco hombres armados se infiltró en los pasillos del ala norte. Iban vestidos como criados, pero sus pasos eran militares. Uno de ellos llevaba una daga curva con el sello de los Abencerrajes. Su objetivo era claro: Zoraida debía desaparecer antes de que su embarazo fuera anunciado oficialmente.
Lo que no sabían era que ella ya los esperaba.
Desde hacía semanas, Zoraida había ordenado a sus guardias más leales duplicar las rondas y colocar trampas discretas en los accesos secretos. Había hecho colocar jarras de agua teñida de anís cerca de las puertas para detectar intrusos por el sonido. Y su criado de confianza, Adil, había disfrazado a soldados como sirvientes para custodiar su alcoba sin levantar sospechas.
En el umbral de su alcoba, tres guardianes escogidos por Muley les salieron al paso. Una lucha silenciosa, rápida y feroz tuvo lugar entre columnas de mármol. Dos hombres cayeron. Uno fue capturado. El resto huyó por un pasadizo, pero Zoraida ya había mandado sellar las salidas.
Cuando Zoraida llegó, ya se había limpiado la sangre.
—¿Quién te envió? —preguntó ella al capturado.
El hombre, atado, escupió al suelo.
—El linaje puro reinará, no el hijo de una cristiana.
Zoraida, sin una sola palabra más, se acercó, tomó la daga caída del suelo… y la hundió en un pilar a pocos centímetros de su rostro.
—Entonces diles esto: yo no soy cristiana ni musulmana, soy madre. Y por mi hijo, quemaré cielo y tierra.
El mensaje fue entendido.
💠 El halcón sobre la torre
Al día siguiente, Muley mandó soltar un halcón entrenado desde la Torre de Comares. El ave llevaba una nota cifrada atada a la pata: iba dirigida a un aliado lejano, el sultán de Tremecén. Era tiempo de preparar un pacto, una posible alianza exterior. Granada estaba sitiada por dentro y por fuera.
Zoraida lo observó desde la terraza.
—¿Confías en que vendrán? —le preguntó al emir.
—No. Pero al menos sabrán que aún no estamos muertos.
Ella lo miró largo rato, luego apoyó una mano sobre su vientre.
—Lo sabrán… por él.
🕯️ Voces en el harén
En el harén, los rumores ya eran incontrolables. Se decía que Zoraida estaba maldita, que traería la caída del emirato, que su hijo era el fruto de hechizos. Aixa, en voz baja pero con gran efecto, alimentaba esos miedos.
Una de sus aliadas, la concubina Naila, intentó llevar esos chismes hasta las nodrizas. Pero Zoraida la interceptó en los baños termales. La conversación fue breve y letal.
—Mi señora… ¿no teme que los rumores manchen su honor? —dijo Naila, con una sonrisa venenosa.
Zoraida se giró lentamente, con el vapor acariciando su rostro.
—Mi honor está en mis actos, no en las lenguas baratas. Tú solo temes que este vientre dé a luz a lo que tú jamás tendrás: poder. —Y añadió, al oído—: Habla una vez más… y te haré tragar las piedras del patio de los leones.
Naila no volvió a hablar.
Esa noche, mientras todos dormían, Zoraida se sentó en la biblioteca personal de Muley. Abrió un libro de genealogías que había mandado traducir semanas antes. Entre las líneas descubrió algo inesperado: una rama olvidada de sangre noble, visigoda y musulmana, mezclada en generaciones anteriores a ella.
—No soy extranjera —susurró—. Soy el regreso de un linaje que el mundo quiso olvidar.
Y con esa certeza… encendió una vela nueva. La guerra continuaba. Pero Zoraida ya no solo defendía su presente… defendía un derecho.
La Alhambra, tan majestuosa como siempre, parecía más silenciosa de lo normal. La luna, reflejada en los estanques del Patio de los Arrayanes, parecía suspendida en el tiempo, observando todo desde las alturas como una guardiana muda de secretos y conspiraciones. En medio de ese silencio, Zoraida despertó de madrugada con el corazón agitado. Su bebé, dentro de su vientre, se movía inquieto. Lo acarició suavemente, susurrando en árabe y en castellano:
—Shhh, mi luna… todo está bien. Tu madre no teme.
Pero no todo estaba bien.
El asesinato del visir Basim, uno de los más leales a ella, había estremecido las columnas del poder. Lo habían encontrado muerto al amanecer, junto a los establos reales. Una daga fina, incrustada entre sus costillas, y un pequeño trozo de pergamino con la frase “Por un linaje puro” había sido hallado bajo su cuerpo. Era una amenaza directa. Un mensaje con nombre y apellido.
Zoraida guardó luto en silencio. No se permitió derramar una lágrima. Se vistió ese mismo día con una túnica negra bordada con hilos dorados, sin joyas. Sin escoltas. Bajó sola a la sala del consejo. Su entrada, tan solemne y silenciosa, fue suficiente para que todos los visires se pusieran de pie.
—¿Sabéis lo que me duele? —dijo sin levantar la voz—. No la muerte de Basim, sino saber que entre ustedes hay hombres que aplauden en silencio lo que ha pasado. Basim era una columna de Granada… y una columna no cae sola.
El silencio fue absoluto.
Zoraida reorganizó el consejo de inmediato. Asignó cargos nuevos, sustituyó mayordomos y visires, y —rompiendo la tradición— nombró a una mujer: Fátima al-Din, hija de un antiguo juez, como nueva responsable de los registros civiles y las finanzas palaciegas. La corte entera murmuraba, algunos con escándalo, otros con admiración. Zoraida no miró atrás.
Mientras tanto, Aixa, desde sus aposentos en la torre norte, seguía tejiendo su red de influencias. Había enviado ya más de cinco cartas a familias nobles del norte, en Guadix, Loja y Baza, promoviendo la idea de que su hijo Boabdil —“el linaje puro”— debía ser nombrado emir antes de que naciera el nuevo hijo de Zoraida. Las tensiones comenzaban a encender las brasas de la división.
Una mañana, mientras Zoraida inspeccionaba los talleres de bordado del harén, una sirvienta nerviosa dejó caer una flor azul sobre su almohada. Era una advertencia. Ese tipo de flor era usada antiguamente por los conspiradores andalusíes para señalar traición. Zoraida no se inmutó. Tomó la flor, la colocó en su escritorio, y escribió más de diez cartas en su puño y letra, todas con su sello personal: algunas para leales escondidos, otras para comandantes de frontera y una muy especial para un antiguo aliado de su padre en Castilla, que ahora servía como mercader entre las rutas del norte.
Por las noches, sentada en el umbral de su alcoba, miraba el cielo y escribía en su cuaderno personal. “Si este hijo ha de nacer entre cuchillos, sabrá defenderse. No le dejaré un mundo de miedo. Le dejaré un reino de fuego.”
Muley, preocupado por el desgaste, le pidió suavemente:
—Retírate un tiempo, amada. Tu vientre ya pesa, tu rostro está cansado.
Pero Zoraida, mirándolo con firmeza, contestó:
—¿Le pedirías a un soldado que deje su espada si el enemigo aún respira?
Y él entendió que no podía detenerla.
El pueblo comenzaba a dividirse. Unos la llamaban “la madre del futuro”, otros “la extranjera peligrosa”. En los zocos, algunos rezaban por ella, mientras otros murmuraban maldiciones. Ella seguía bajando cada semana, velada, para distribuir comida, hablar con artesanos y escuchar las quejas del pueblo. Y aunque le escupieran cerca o le lanzaran palabras venenosas, ella no se detenía. Su presencia era fuerza. Su silencio, poder.
Aquella noche, Granada tembló un poco. No por la tierra, sino por el peso de las decisiones.
En la habitación donde dormía su primer hijo, el pequeño la abrazó mientras ella lo cubría con mantas. Le susurró:
—Tu abuelo está en el cielo, y tu padre aún lucha por esta tierra… pero yo lucharé por ti.
Mientras tanto, en una torre alta de la Alhambra, Aixa preparaba su siguiente movimiento.
Y así, mientras las aguas corrían por los patios silenciosos, el destino de Granada se apretaba entre las manos de dos mujeres: una, fuego oculto; la otra, hielo esperando quebrar.
La noticia del embarazo de Zoraida, por fin revelada tras meses de silencios, corrió como el viento por los callejones de Granada. Desde los altos salones de la Alhambra hasta los zocos atestados de especias, todos hablaban del mismo asunto: “La sultana espera otro hijo del emir.”
En los barrios más pobres, donde la caravana de Zoraida solía repartir dátiles y pan, la noticia fue recibida con júbilo. Las mujeres decían que un hijo nacido en medio del conflicto era señal de esperanza. Algunos ancianos, sentados bajo los naranjos, afirmaban que eso significaba que el linaje seguiría fuerte.
Pero en los patios sombríos de la nobleza y entre ciertos ulemas resentidos, el murmullo era más venenoso:
—¿Y si este nuevo hijo desplaza al primogénito?
—¿Y si el emir rompe la tradición por amor a una cristiana?
—¿Y si Boabdil queda relegado a las sombras?
Zoraida escuchó los rumores, incluso cuando nadie se atrevía a decírselos de frente. Al caer la tarde, convocó a sus guardias personales y ordenó:
—Desde ahora, nadie entra a mis aposentos sin pasar tres veces por control. Nadie toca mi alimento si no es cocinado por manos que ya han probado lo que yo he de comer. Nadie duerme cerca de mi hijo sin que yo lo autorice.
Las medidas fueron severas, pero necesarias.
Una noche, cuando la luna se alzaba sobre la Torre de la Vela, un mensajero fue interceptado en las afueras del Albaicín. Llevaba una carta sellada con cera azul. Al principio, negó todo. Dijo que era un viajero, que portaba poesía. Pero un joven soldado, hábil con los cuchillos y las miradas, le revisó el cinturón y halló la misiva oculta.
Fue llevado de inmediato al palacio.
Zoraida, cubierta con un manto oscuro, esperaba junto a Muley en la sala del consejo. La carta fue abierta con una daga, lentamente, como quien desenvaina un secreto.
La tinta, aún fresca, revelaba una traición impensable:
“A los representantes de Castilla.
Desde la Torre de los Suspiros, Aixa del linaje de los Ziríes, madre del príncipe Boabdil, les ofrece una alianza.
Granada se entregará sin batalla si reconocen a mi hijo como único emir legítimo.
Enviad condiciones. Yo pondré las puertas del Albaicín en vuestras manos.”
Muley palideció. El aire pareció espesarse. La traición no era solo contra él… era contra toda Granada.
Zoraida se mantuvo erguida, impasible.
—¿Queréis pruebas? Aquí están. —Dijo, entregando la carta al visir principal—. Nadie más debe ver esto… aún.
—¿Y qué propones? —preguntó el emir, visiblemente agitado.
Zoraida alzó la cabeza:
—Dejemos que Aixa piense que no lo sabemos. La marea es más fácil de romper si sabes cuándo llega. Pero primero, debemos cegar sus ojos. Todos los criados nuevos, fuera. Todas sus salidas, restringidas. Y la próxima vez que mande una carta… que sea interceptada antes de cruzar la muralla.
Muley la miró con asombro. Esa mujer que alguna vez fue su cautiva, era ahora la estratega de su trono. Se acercó, le tomó la mano, y dijo:
—Eres mi columna… y ahora, mi escudo.
Esa noche, la Alhambra durmió con luces encendidas y espías sueltos en cada pasillo. El pueblo, sin saberlo aún, estaba al borde de una tormenta que solo una mujer con hijos en su vientre era capaz de detener.
Y Zoraida, desde su balcón, miró el cielo con una mano sobre el vientre y la otra en la empuñadura de su voluntad.