Eleanor Whitmore, una joven de 20 años de la alta sociedad londinense, vive atrapada entre las estrictas expectativas de su familia y la rigidez de los salones aristocráticos. Su vida transcurre entre bailes, eventos sociales y la constante presión de su madre para casarse con un hombre adecuado, como el arrogante y dominante Henry Ashford.
Todo cambia cuando conoce a Alaric Davenport, un joven noble enigmático de 22 años, miembro de la misteriosa familia Davenport, conocida por su riqueza, discreción y antiguos rumores que nadie se atreve a confirmar. Eleanor y Alaric sienten desde el primer instante una atracción intensa y peligrosa: un amor prohibido que desafía no solo las reglas sociales, sino también los secretos que su familia oculta.
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La huida
Las palabras de Alaric se repetían en la cabeza de Eleanor como un eco imposible de acallar. Habían pasado días, quizá una semana, desde aquella noche en la biblioteca. El tiempo se volvía un concepto extraño dentro de las paredes de la mansión Davenport: siempre silenciosa, siempre expectante, como si aguardara a que ella tomara una decisión que no se atrevía a formular.
Eleanor había dejado de contar los amaneceres. Dormía mal, despertaba entre sobresaltos y pasaba las horas mirando la puerta de su habitación, como si esperara ver la sombra de alguno de los hermanos deslizándose bajo el marco. Comía poco, solo lo justo cuando Selene insistía en que bajara al comedor, pero casi siempre encontraba excusas para regresar a su encierro.
Pero esa noche, el aire le pareció más pesado que nunca. Una idea, peligrosa y persistente, empezó a crecer en su mente: huir.
Encendió una vela, con manos temblorosas, y se obligó a respirar hondo. La llama iluminó su dormitorio con un resplandor cálido, pero a ella le pareció la antorcha de una conspiración.
Cruzó la estancia despacio, mirando alrededor como si alguien pudiera espiarla. Sabía que los Davenport se movían con un sigilo imposible, que podían escuchar pasos que para cualquier otro serían inaudibles. Por eso cada movimiento suyo se sentía como un riesgo.
Abrió el pequeño armario y comenzó a sacar prendas: un vestido oscuro, menos llamativo que los demás; un chal grueso para el frío; botas de suela resistente. Todo lo colocó encima de la cama, al lado de la vela que lanzaba sombras inquietas contra la pared.
—Solo unas pocas cosas —se dijo en voz baja, como si temiera que incluso sus pensamientos pudieran delatarla.
Buscó un bolso de cuero en el baúl a los pies de la cama. Dentro colocó un trozo de tela doblado con cuidado: un pañuelo que había pertenecido a su madre. Lo sostuvo unos segundos entre sus manos, dudando, como si aquel gesto fuera una despedida.
Después, se aventuró hasta la cocina. El pasillo estaba en silencio, aunque cada crujido de la madera bajo sus pies le hacía contener la respiración. Se detuvo varias veces, creyendo escuchar pasos, pero siempre era su propio corazón desbocado lo que marcaba el compás del miedo.
La cocina estaba vacía. El olor a hierbas secas y pan recién horneado impregnaba el aire. Se movió rápido, abriendo cajones y alacenas: tomó un par de manzanas, un trozo de queso envuelto en lino, pan duro que resistiría varios días. Encontró también una cantimplora y la llenó con agua.
—Con esto bastará —se convenció, aunque sabía que no era cierto.
Mientras guardaba los víveres, escuchó un ruido a sus espaldas. Se giró de golpe, con el corazón en la garganta, pero solo era el viento golpeando una ventana mal cerrada. Se apresuró a trabarla y regresó con su botín a la habitación, donde colocó todo en el bolso.
Antes de salir, dio un último vistazo al cuarto. Había vivido allí apenas unas semanas, pero en ese tiempo había sentido miedo, rabia, confusión y también algo que no quería nombrar, porque era lo que la retenía más que cualquier candado: Alaric.
Sacudió la cabeza. No podía pensar en él ahora.
Eleanor apagó la vela y abrió la puerta con cautela. El pasillo estaba sumido en penumbras, iluminado apenas por la luz que se colaba por las rendijas de las ventanas. Avanzó pegada a la pared, conteniendo la respiración cada vez que una sombra parecía moverse.
Al llegar al vestíbulo, su mirada se alzó instintivamente hacia el gran retrato de la familia Davenport. Los rostros pintados parecían observarla, solemnes, eternos. Se obligó a apartar la vista y continuó hacia los establos.
Allí el silencio era distinto, más vivo:el sol de la mañana, el resoplar de los caballos, el crujido de la paja, el olor a cuero y sudor animal. Su yegua, la de pelaje negro con las patas y el morro blancos, alzó la cabeza en cuanto la vio. Relinchó suavemente, como si la reconociera.
—Shhh… tranquila, hermosa —susurró Eleanor, acariciándole el cuello.
Sus dedos recorrieron la línea blanca de su frente, ese rasgo que siempre le había transmitido elegancia y consuelo. La ensilló deprisa, con torpeza al principio, temiendo que cualquier ruido atrajera atención. El caballo de Alaric, oscuro y de ojos rojos, observaba desde su pesebre, inmóvil, como si supiera demasiado. Eleanor apartó la vista, inquieta.
No tardó más de unos minutos en tenerlo todo listo. Montó con rapidez y, con un tirón suave de las riendas, la yegua salió al trote hacia la salida trasera. El viento fresco de la noche golpeó su rostro, llenándole los pulmones de un aire que olía a libertad.
No miró atrás.
Al principio, cabalgó sin descanso. El corazón le latía con fuerza, no solo por el miedo a ser descubierta, sino por la sensación de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba tomando el control de su vida.
El bosque se extendía como un océano oscuro. Las ramas crujían bajo el viento, y la luna ya empezaba a filtrarse entre los árboles como un faro distante. Eleanor apretó el chal contra sus hombros: la noche caía fría, y el galope pronto le pasó factura.
Al cabo de horas, aflojó las riendas. La yegua resoplaba cansada. Eleanor buscó un claro y allí descendió, con las piernas entumecidas. Caminó hasta un arroyo cercano, donde el agua corría clara y fría. Se inclinó para beber, sintiendo cómo la frescura le devolvía fuerzas.
El silencio era demasiado intenso.
El caballo golpeó el suelo con los cascos, nervioso. Eleanor levantó la vista, desconcertada. Los árboles parecían más densos allí, como si se hubieran cerrado a su alrededor. El aire olía distinto, más pesado, con un matiz metálico que erizó su piel.
Y entonces los vio.
Un par de ojos brillantes entre la maleza. Luego, otros dos. Después, un círculo entero. No eran lobos comunes: sus cuerpos eran más grandes, sus pelajes oscuros parecían absorber la luz, y sus ojos destellaban con un fulgor antinatural.
Eleanor se quedó helada, incapaz de moverse. El arroyo seguía murmurando a sus pies, pero ahora sonaba como la risa cruel de un destino inevitable.
La yegua relinchó fuerte, retrocediendo un paso. Eleanor entendió, demasiado tarde, que no estaba sola.
Había caído en medio de otra pesadilla.