En un pintoresco pueblo, Victoria Torres, una joven de dieciséis años, se enfrenta a los retos de la vida con sueños e ilusiones. Su mundo cambia drásticamente cuando se enamora de Martín Sierra, el chico más popular de la escuela. Sin embargo, su relación, marcada por el secreto y la rebeldía, culmina en un giro inesperado: un embarazo no planeado. La desilusión y el rechazo de Martín, junto con la furia de su estricto padre, empujan a Victoria a un viaje lleno de sacrificios y desafíos. A pesar de su juventud, toma la valiente decisión de criar a sus tres hijos, luchando por un futuro mejor. Esta es la historia de una madre que, a través del dolor y la adversidad, descubre su fortaleza interior y el verdadero significado del amor y la familia.
Mientras Victoria lucha por sacar adelante a sus trillizos, en la capital un hombre sufre un divorcio por no poder tener hijos. es estéril.
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Capítulo 8.
El ambiente en la pensión estaba más animado de lo habitual. Doña María caminaba de un lado a otro organizando todo para recibir a su hija y a su nieto. Victoria la ayudaba con entusiasmo, acomodando sábanas limpias, sacudiendo cojines y tratando de no pensar demasiado en lo que implicaría convivir con personas nuevas. Aunque por dentro sentía una mezcla de nerviosismo y curiosidad, se mantenía positiva.
A eso de las cuatro de la tarde, se escucharon los pasos subiendo por la escalera principal. Doña María corrió hacia la puerta con una sonrisa tan grande como su corazón.
—¡Mi niña! —exclamó, abrazando fuertemente a Lisseth, una mujer de unos treinta y dos años, de cabello liso, mirada cálida y manos firmes que devolvieron el abrazo con fuerza.
—Hola, mamá —respondió Lisseth con una sonrisa emocionada. Enseguida, se inclinó hacia su hijo—. Vamos, Carlitos, saluda a la abuela.
Un niño delgado y sonriente, de unos ocho años, se adelantó con una mochila colgando del hombro.
—¡Abuela María! —gritó Carlitos, lanzándose a los brazos de la mujer mayor.
Victoria, de pie cerca del marco de la puerta, observaba la escena con ternura. Cuando Lisseth la vio, se le acercó con amabilidad.
—Tú debes ser Victoria, ¿verdad? —dijo extendiéndole la mano.
—Sí… Mucho gusto —respondió Victoria con una sonrisa tímida.
—Mi mamá me ha hablado bastante de ti. Gracias por acompañarla todos estos meses —dijo Lisseth con sinceridad.
—Gracias a ella yo no me caí —respondió Victoria con emoción.
Carlitos, curioso, se acercó rápidamente a Victoria.
—¿Tú eres la que va a tener tres bebés?
—Así es —dijo, tocándose el vientre aún discreto—. ¿Vas a ayudarme a cuidarlos?
—¡Claro! Me encantan los bebés —afirmó el niño con entusiasmo.
Esa tarde, el aire se llenó de risas, el aroma a café y el suave sonido de las tazas al chocar. Carlitos correteaba por la casa como un torbellino de energía, y Victoria sentía que el ambiente se volvía más familiar y acogedor. Lisseth se mostró dispuesta a integrarse desde el primer momento. Incluso, se ofreció a ayudar con algunas cosas para los bebés.
—Mañana podemos salir juntas a ver lo que te falta, si te parece —sugirió mientras cenaban—. Tengo algo de experiencia… aunque sea con uno solo.
Victoria la miró sorprendida, agradecida.
—¿De verdad? Me harías un gran favor. A veces no sé ni por dónde empezar…
—Claro que sí, mujer. Vamos a sacarte adelante con esos tres enanos —respondió Lisseth con una risa ligera.
Doña María las observaba a ambas con ternura, como si su corazón se le hinchara de orgullo.
—Miren nada más a mis muchachas… qué bonito es verlas juntas.
Esa noche, Victoria se acostó con una extraña paz en el pecho. No solo por lo marcado que ya comenzaba a sentirse en su vientre, sino también porque, por primera vez en mucho tiempo, se sentía realmente parte de algo… de una familia.
Al día siguiente, salieron temprano con Carlitos a cuestas y una lista improvisada en mano. Visitaron tiendas de ropa para bebé, farmacias, e incluso pasaron por una panadería a comer pan dulce y chocolate caliente. Entre conversación y risas, Victoria y Lisseth comenzaron a compartir anécdotas, miedos y sueños.
—¿Sabes? —dijo Lisseth mientras probaba una galleta—. Al principio pensé que ibas a ser una carga para mamá. Me sentí un poco desplazada… pero ahora que te conozco, me doy cuenta de que has sido una bendición para ella. Y para nosotros también.
Victoria, conmovida, bajó la mirada.
—Yo… también tenía miedo de que no me aceptaras. No quiero ocupar un lugar que no me corresponde. Solo quiero… seguir adelante. Por mis hijos.
Lisseth la miró con seriedad y luego le tomó la mano.
—No estás sola, Victoria. Esta casa es tuya también. Y cuando esos bebés nazcan… también van a tener tía.
Victoria sonrió, con los ojos brillosos.
—Gracias… no sabes cuánto significa eso para mí.
Esa noche, Carlitos le entregó un dibujo donde aparecían seis figuras: su abuela, su mamá, él, Victoria y tres bebés en pañales. Encima, había escrito con letra torcida: “Mi familia.”
Victoria guardó ese dibujo como un tesoro.
Sí. Tal vez no era la familia que había imaginado. Pero era suya. Real. Honesta. Elegida con el corazón.
...
Las semanas avanzaban con pequeños pasos de esperanza. Victoria se sentía cada vez más confiada, más acompañada, y hasta los movimientos de los bebés se volvían un ritual alegre al final del día. Lisseth, con su sentido práctico y su humor relajado, se había convertido en una hermana del alma. Y Carlitos no se separaba de ella ni un segundo, siempre pendiente de "los tres terremotos", como llamaba a los bebés.
Pero esa mañana, algo cambió.
Victoria se despertó con un dolor extraño en la parte baja del vientre. No era una punzada leve como otras veces, sino un dolor sordo, persistente. Intentó moverse, respirar profundo, pero la molestia no cedía. Sintió una pequeña punzada de miedo.
Trató de incorporarse, pero un mareo repentino la obligó a volver a recostarse.
—¿Victoria? —La voz de Lisseth llegó desde el pasillo—. ¿Estás despierta?
—Sí… pero… me siento rara.
Segundos después, Lisseth entraba a la habitación, seguida por doña María. Al verla pálida y con expresión de dolor, su rostro cambió de inmediato.
—¿Qué sientes? —preguntó Lisseth, sentándose a su lado.
—Me duele… aquí abajo… y estoy mareada —murmuró Victoria, llevándose una mano al vientre.
—Voy a llamar un taxi, nos vamos al hospital ahora mismo —dijo Lisseth con decisión.
Doña María tomó la mano de Victoria, con los ojos llenos de preocupación.
—Tranquila, mi niña. Todo va a estar bien.
El trayecto hasta el hospital se hizo eterno. Victoria apenas podía hablar. En su mente, pensamientos oscuros la atravesaban como cuchillas: ¿Están bien mis bebés? ¿Estoy perdiendo a alguno? ¿Hice algo mal?
Al llegar a urgencias, Lisseth corrió a hablar con la recepcionista mientras doña María la sostenía en una silla de ruedas. Minutos después, fue ingresada a observación y la conectaron a monitores para controlar su ritmo cardíaco y el de los bebés.
—Señorita Torres, vamos a hacerle una ecografía urgente —anunció una enfermera con tono serio pero profesional.
En la penumbra del consultorio, mientras el médico recorría su vientre con el transductor, Victoria apenas podía respirar.
—Aquí está el primero… su corazón late fuerte —dijo el doctor con calma—. Aquí el segundo… también bien… y el tercero… sí, todo está bien.
Victoria soltó un suspiro que no sabía que había contenido. Las lágrimas le brotaron sin pedir permiso.
—¿Entonces no fue…? ¿No pasó nada malo?
—Probablemente fue una contracción aislada, normal en embarazos múltiples —explicó el doctor con serenidad—. Tu cuerpo se está adaptando a una gran demanda. Pero debes guardar reposo absoluto durante unos días.
Cuando salió del consultorio, Lisseth la esperaba ansiosa. Al verla salir acompañada de una enfermera y con una sonrisa aliviada, se acercó corriendo.
—¿Y los bebés?
—Están bien… todos —respondió Victoria, con la voz aún temblorosa.
Lisseth la abrazó sin pensarlo, apretándola con fuerza.
—¡Qué susto nos diste, mujer! Me tenías con el corazón en la garganta.
Ya de regreso en casa, Victoria fue llevada directamente a la cama. Doña María le preparó un té calmante, y Carlitos se sentó a su lado, leyéndole en voz alta un cuento de piratas para "entretener a los bebés".
—Tienes que prometer que vas a cuidarte más —le dijo Lisseth esa noche, mientras le acomodaba una almohada bajo las piernas.
—Lo prometo… no quiero volver a pasar por esto.
—Ni nosotras —respondió Lisseth con una sonrisa cansada—. Ya somos muchas personas que te queremos, ¿lo sabías?
Victoria la miró en silencio. Nunca pensó que tendría a tantas personas pendientes de ella. Después de tanto rechazo, abandono y dolor, ese calor humano la envolvía como una manta tibia en invierno.
Esa noche, mientras escuchaba las risas lejanas de Carlitos y el tecleo suave de doña María en la cocina, se durmió profundamente, con una mano sobre su vientre.
Los bebés estaban bien.
Ella estaba viva.
Y, por primera vez en mucho tiempo, se sentía segura.