Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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Un reflejo roto
Catalina enojada.
Catalina sintió que su sangre hervía. Las palabras de Lourdes habían sido un bofetón directo a su ego: frías, medidas, y punzantes. Ella, una Benítez, madre del influyente empresario Pepe Benítez, no estaba acostumbrada a ser tratada con distancia, mucho menos con desprecio. Con el rostro endurecido, su espalda recta y su mentón alzado, se acercó a Lourdes con una amenaza velada dibujada en la mirada.
—¿Quién te crees que eres? ¡Soy la madre de Pepe Benítez! —espetó con fuerza, alzando el tono hasta que hizo eco entre las paredes de mármol del salón—. ¿Acaso él te parece un desconocido?—
Graciela, que hasta entonces había permanecido serena probándose frente al espejo un vestido color perla con incrustaciones de cristales, soltó una risa baja. Una risa suave pero afilada como una daga envuelta en terciopelo. Catalina se volteó rápidamente, furiosa.
—¿Y tú qué? ¿Por qué te ríes? —gritó, dirigiendo todo su veneno hacia Graciela.
Pero Graciela la ignoró, su atención volvía al espejo, sus manos alisaban el vestido con delicadeza. Estaba acostumbrada a lidiar con Catalina, pero algo en su cuerpo se tensó. Algo que ni ella misma pudo evitar.
Lourdes, sin inmutarse, caminó hacia Catalina con una elegancia natural que siempre la había caracterizado. Su ropa de diseñador, sus movimientos fluidos, y su aplomo eran intimidantes.
—Mi trabajo es costoso, señora —le dijo con cortesía afilada—. Le aconsejo que, por favor, no se acerque a mis prendas. Retroceda—
Catalina apretó los puños. Su rostro se había tornado rojizo, sus labios temblaban de pura ira. Su voz vibró con el orgullo herido de una mujer acostumbrada a que el mundo girara a su favor.
—¡Voy a llamar a mi hijo! ¡Pepe no dejará que me hagan este desplante! —gritó mientras sacaba su móvil con dedos temblorosos—. ¡Y tú! —señaló a Graciela con un dedo que parecía querer traspasarla—. ¡Tú pagarás por todo esto!— su amenaza resonó por todo el salón, la última vez la hizo dormir toda la noche fuera de casa, ahora quién sabe que tendría planeado.
Graciela bajó la mirada por un segundo. Fue un instante apenas perceptible, pero Lourdes, que la conocía desde pequeña, lo notó. Ese gesto no era común en Graciela. No en ella. Siempre elegante, siempre en control. Pero ahora... había algo roto en esa mujer perfecta.
—Graciela —dijo Lourdes acercándose con discreción, bajando la voz—, ¿estás bien? ¿Qué sucede?— recordando a la querida, no tiene dudas que todo es por esa mujer, la que está acabando con el matrimonio de su amiga, sin embargo, no era capaz de decirle lo que sucedió en la boutique.
Graciela alzó la vista. Su rostro volvió a iluminarse con la sonrisa medida y dulce que sabía usar como máscara. Su voz salió tan cálida como el atardecer en un cuadro de Monet.
—Estoy bien, Lourdes. No pasa nada. No te preocupes —dijo mientras tomaba tres vestidos más de la percha—. Me quedaré con estos. Ya puedes recoger todo—
Pero Lourdes no se movió. La intuición la inquietaba.
—Graciela, por favor… si algo no está bien, puedes hablar. Soy tu amiga de años. Puedes confiar en mí—
Graciela volvió a sonreír, pero esta vez su mirada no acompañó a sus labios. Se giró, sin decir nada más, y caminó hacia la salida del salón con los vestidos en brazos. Los empleados, obedientes, comenzaron a recoger los maniquíes, las cajas, los veladores y espejos móviles que Lourdes había traído para la sesión privada. Todo debía quedar como si nada hubiese pasado.
Mientras tanto, Catalina, frustrada, escuchaba el tono de llamada sin obtener respuesta. Pepe no contestaba. Colgó con rabia y volvió a marcar.
Graciela entró en su habitación. La puerta se cerró tras ella con un chasquido que sonó como una sentencia. Caminó hasta su armario, un inmenso vestidor repleto de ropa de diseñador, zapatos, bolsos, sombreros y joyas. Guardó los nuevos vestidos con cuidado. Sabía que, como muchos otros, jamás los usaría.
Se asomó por la ventana. Vio a los empleados de Lourdes bajar con profesionalismo el último perchero, guardarlo en el furgón y cerrar la puerta con precisión. El vehículo arrancó sin apuro, cruzando el portón eléctrico que uno de los guardias abría desde su caseta.
La casa volvió al silencio.
Graciela suspiró. Estaba sola otra vez.
En la planta baja, Catalina finalmente se retiro del salon. La rabia aún vibraba en sus entrañas, pero no era rabia pura… era algo más. Algo que llevaba tiempo creciendo en su interior. Catalina sabía que Graciela era una amenaza. Siempre lo fue. Desde el primer día en que la conoció, cuando Pepe se la presentó como su prometida. Aquella joven de buenos modales, belleza perfecta y sonrisa inquebrantable.
Pero ahora algo estaba cambiando.
Arriba, Graciela se quitó los zapatos, se sentó frente al espejo de su tocador y se miró en silencio. Su rostro no tenía maquillaje ya. Solo la piel tersa, los ojos grandes, y una sombra de angustia en sus facciones.
Su móvil vibró.
Lo tomó con desgano. Era un mensaje de Pepe:
—Voy en camino. Me dijeron que mi madre hizo un escándalo. ¿Estás bien?—
Graciela dudó un momento. Luego escribió:
—Todo bien. No vengas. Solo fue un malentendido. Te veo en casa más tarde—
Envió el mensaje y dejó el teléfono a un lado. Se levantó y caminó hacia el baño. Llenó la tina con agua caliente, unas gotas de aceite de lavanda, y se quitó la ropa con movimientos lentos. Se sumergió hasta el cuello y cerró los ojos.
Ese mensaje de Pepe solo la lleno de una ilusión vacía, ya que él no deja de ser un hombre bipolar.
Ahí, en la tibieza del agua, no era la esposa de Pepe. No era la hija huérfana. No era la anfitriona perfecta, ni la señora de las galas, ni la figura en la portada de revistas. Era solo Graciela. Una mujer que había aprendido a sobrevivir sonriendo.
Unas lágrimas escaparon sin permiso.
Catalina no solo estaba destruyendo su matrimonio, ella estaba acabando son su estabilidad mental, manipulando a su hijo cada día, haciendo que Pepe se volviera más agresivo.
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.