Romina, una chica que no conoce el significado de amistad y familia, empieza a conocerlo a través de algunas personas que llegan a su vida. Pero cuando todo realmente cambia, es cuando conoce a Víctor, al hermano de la chica que comienza a ser su amiga, pero lo conoce, en un secuestrado, dirigido por el.
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LA LLAMA COMIENZA.
...Romina:...
No dijimos nada más. No hacía falta.
Me quedé recostada sobre su hombro mucho más tiempo del que habría imaginado. Sentí cómo su respiración se hacía más lenta, más profunda, como si mi cercanía lo obligara a bajar la guardia… o al menos fingir que lo hacía. Su brazo seguía ahí, inmóvil pero firme, como una barrera invisible entre mí y el mundo.
—¿Quieres que te prepare una habitación? —preguntó al fin, su voz apenas un murmullo.
Asentí sin despegarme aún. Tenía los ojos cerrados y por un segundo, fingí que aquel silencio era otra cosa. Que no estaba hecha pedazos. Que él no estaba luchando consigo mismo por no decir algo que no sabría cómo terminar.
Me puse de pie lentamente. Víctor también lo hizo. Me condujo por un pasillo amplio, con luces tenues encendidas solo lo suficiente para guiar el camino. Cuando abrió una de las puertas, me quedé quieta.
La habitación era tan impecable como el resto del lugar. Amplia, con cortinas de lino beige, una cama enorme perfectamente tendida, y un leve aroma a sándalo. No parecía un espacio que se usara a menudo. Tal vez era una de esas habitaciones que se tienen “por si acaso”, y yo… era el acaso.
—Gracias —dije al fin.
—Si necesitas algo… estaré despierto —respondió, apoyando la mano en el marco de la puerta antes de dar un paso atrás.
—Víctor —lo detuve sin pensarlo. Él se volvió, expectante.
—Gracias… por traerme. Por quedarte.
No respondió enseguida. Solo asintió una vez. Pero cuando nuestros ojos se encontraron otra vez, sentí que había algo más en su mirada. Una pregunta que no se atrevía a hacer. Un sentimiento que aún no se permitía explorar.
—Descansa —fue todo lo que dijo antes de cerrar suavemente la puerta.
Me senté en la cama sin desvestirme. No podía dormir. Aunque estaba agotada, el cuerpo no se rendía. Me giré una y otra vez entre las sábanas, con la mente dando vueltas, hasta que finalmente… el sueño me venció.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando unos gritos me despertaron.
Eran gritos roncos, como de alguien arrancado de un lugar oscuro, profundo… y desgarrador. Me levanté de golpe, el corazón acelerado. Me tomó un segundo entender que no venían de la calle ni de una pesadilla mía.
Venían de dentro del departamento.
Salí descalza al pasillo y seguí el sonido. Los gritos se transformaban en palabras apenas inteligibles, mezcladas con respiraciones agitadas y un sollozo que me rompió algo en el pecho.
—¡Aaaaaah! ¡Aaaaah!
La sala estaba casi a oscuras, iluminada apenas por la luz que venía de la cocina. Víctor estaba en el sofá, completamente sudado, moviéndose con espasmos y el rostro crispado por una expresión que era todo dolor.
Me acerqué sin pensarlo.
—Víctor… —susurré, arrodillándome frente a él. Le toqué el brazo y él se sobresaltó, casi como si fuera a golpearme, pero al abrir los ojos y verme, se quedó quieto.
Estaba temblando.
—Estás bien… estás en casa. Ya pasó —dije en voz baja, sin saber muy bien por qué lo hacía, solo sabiendo que lo necesitaba escuchar.
Él no respondió. No podía. El sudor le perlaba la frente, y en sus ojos había algo roto, muy roto.
Sin decir palabra, me senté junto a él y lo abracé.
No me apartó.
Se dejó caer en mi abrazo como si fuera el único refugio que le quedaba. Sentí su pecho subir y bajar contra el mío, la tensión cediendo de a poco, mientras sus brazos rodeaban mi espalda con fuerza, como si se aferrara a una tabla de salvación.
—Lo siento —murmuró al fin, casi sin voz.
—No tienes que hacerlo —le respondí, acariciándole el cabello sin pensar. —Yo tampoco puedo dormir.
Nos quedamos así. Sin tiempo. Sin palabras. Solo dos personas rotas compartiendo un mismo silencio… y una necesidad que aún ninguno se atrevía a nombrar.
...****************...
...Victor:...
El dolor no era lo peor.
Lo peor era la espera.
El vacío entre golpe y golpe.
El silencio entre gritos.
Ese sótano tenía alma… y se alimentaba de la mía.
Estaba encadenado a la pared, apenas consciente, el cuerpo cubierto de sangre seca, los labios partidos, las costillas crujiendo con cada respiración.
Entonces los escuché.
Pasos.
Dos pares.
Uno pesado y firme.
El otro más arrastrado, como si llevara consigo el humo del infierno.
Franco entró primero.
El brillo cruel de sus ojos me quemó más que cualquier herida.
—Mírate, Luján. ¿Dónde quedó el chico que jugaba a ser héroe?
Lo seguía Bolat, fumando como siempre, con esa expresión de asco indiferente.
Pero lo que me heló la sangre fue lo que Franco llevaba en la mano: un cuchillo.
Curvado. Limpio.
Listo para ensuciarse.
Se agachó frente a mí.
—Ella se fue —dijo con voz suave, cargada de veneno—. Elena ya no tiene miedo. Me ha dejado de responder. No quiere negociar. No quiere obedecer.
Mi corazón se aceleró.
—Ni la toques —escupí con lo poco que me quedaba de voz.
Franco se rió.
—No, no. Ya no necesito tocarla. Pero sí enseñarle que las decisiones cuestan.
Tomó mi mano derecha.
Sentí un escalofrío.
Ese dedo… el anular derecho…
Siempre había llevado ahí el anillo de mi madre.
Y justo bajo él, el pequeño tatuaje que compartíamos, un diseño sencillo, un símbolo de vínculo eterno.
—Este tiene historia, ¿verdad? —murmuró Franco, observando el anillo con fingido interés—. Mejor.
Intenté zafarme, pero Bolat me sostuvo sin esfuerzo. Estaba demasiado débil.
—Si no puedo romperla a ella —susurró Franco—, la voy a hacer sangrar de otra forma.
—¿Sabes qué hice antes de venir aquí? —añadió mientras alineaba el cuchillo con mi dedo—. Vi su cara en una foto. Sonreía. Con Elliot. Con ese maldito infeliz.
Su voz cambió. Dolía.
—Yo la amé —dijo en un susurro amargo—. Y ella… me olvidó.
—Pero tú no, Víctor. Tú vas a recordarme cada vez que mires esta mano.
Y sin más, el cuchillo bajó.
Grité.
Grité como un animal atrapado.
El dolor fue insoportable, sucio, quemante.
Sentí la carne desgarrarse, el hueso ceder, el anillo caer al suelo ensangrentado.
Franco levantó el dedo con desprecio.
—Asegúrense de que le llegue a la puerta de Elena. Con un lazo negro.
Me desmayé.
No por el dolor.
Sino por la rabia.
Por saber que se lo iban a mandar a ella.
Que mi sufrimiento iba a lastimarla.
Y que yo no podía evitarlo.
Desperté jadeando.
El corazón golpeaba contra mi pecho como si intentara escapar.
El sudor me empapaba la nuca, la espalda… pero no era por el calor.
Era por ese maldito sueño.
Ese maldito recuerdo.
Tenía la garganta seca. El cuerpo entumecido.
Me llevé la mano izquierda al rostro… y entonces noté su presencia.
—Víctor…
Su voz. Su voz estaba ahí.
Parpadeé confundido. Ella estaba frente a mí, agachada junto al sofá, con el rostro bañado por la penumbra. Sus rizos sueltos rozaban mi brazo desnudo.
Tenía los ojos grandes, desvelados, preocupados.
Estaba arrodillada, como si llevara minutos ahí.
Y entonces lo noté…
Sus dedos tocaban mi mano, justo donde faltaba el anular.
No dije nada.
No podía.
La pesadilla aún tenía garras.
Se sentó en el sofá.
No me soltó.
Y yo tampoco a ella.
El silencio cayó entre los dos.
Tenso. Denso. Lleno de cosas que no sabíamos cómo decir.
Pero su cercanía era como un bálsamo. Como si su sola presencia ahuyentara los demonios. Me disculpe y al parecer tampoco podia dormir
—Fue una pesadilla —dije al fin.
No me miró. Solo asintió.
—Gritabas, Víctor… pensé que te estabas muriendo.
La miré. Estaba tan cerca que podía sentir su aliento contra mi mejilla.
—Me morí un poco esa vez —confesé.
Y al decirlo, algo dentro de mí se quebró.
Ella se acercó más. Muy despacio. Como si temiera espantarme.
Sus brazos me rodearon con cautela, y por un instante, me dejé ir.
La abracé como no había abrazado a nadie en años.
Hundí mi rostro en su cuello.
Inspiré su olor.
Ese aroma a ella.
A hogar.
No me dijo nada.
No me pidió explicaciones.
Solo me sostuvo, con la fuerza que no sabía que necesitaba.
Mis labios rozaron su clavícula.
No fue intencional.
Fue instinto.
Y ella… no se alejó.
La tensión cambió.
Ya no era dolor.
Era otra cosa.
Mi rostro se alzó, lentamente.
Nuestros ojos se encontraron en la penumbra.
Y de nuevo…
No dijimos nada.
Nos miramos como si estuviéramos al borde de algo.
De un precipicio.
De una verdad.
Ella alzó una mano y me acarició la mandíbula.
Su pulgar rozó mi labio.
Casi la besé.
Casi.
Pero no lo hice.
Solté un suspiro, cerrado, cargado de todo lo que no podía nombrar.
—Gracias —le dije en un susurro ronco.
Ella solo asintió, y se acomodó a mi lado.
No se fue.
Esa noche dormimos en el mismo sofá.
No como amantes.
Tampoco como amigos.
Dormimos como dos almas heridas que, por unas horas, dejaron de sentirse solas.
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Desperté con la sensación de tener algo valioso entre los brazos. No abrí los ojos de inmediato. No quería romper ese instante.
Su cuerpo… encajaba con el mío con una exactitud casi dolorosa.
Romina.
Su espalda contra mi pecho, su nuca al alcance de mi boca, una de sus piernas enredada entre las mías. Mi mano descansaba sobre su abdomen, bajo el suéter, sobre la piel tibia de su vientre. Había llegado allí en algún momento de la madrugada, sin pensar, sin permiso, pero sin protesta. Y ahí seguía.
Me estremecí. Ella también.
La sentí despertar, primero en su respiración, luego en el leve temblor de su pecho. No se movió. No me apartó. Solo respiró más hondo, como si necesitara reunir fuerzas para no decir lo que pensaba. O lo que deseaba.
Mi pulgar se deslizó sobre su piel, lento, acariciando la curva de su cintura. El roce fue tan íntimo que me hizo cerrar los ojos.
—Romina… —susurré, apenas rozándole el oído con mis labios.
Ella exhaló, temblorosa. Giró el rostro, lo justo para que su mejilla rozara mi boca. La tensión nos envolvía como una sábana invisible, templada y peligrosa. Quise besarla. Acariciarle el rostro, la boca, la garganta. Lo quise con un hambre que no recordaba haber sentido por nadie.
Ella se giró un poco más.
Nuestros labios quedaron cerca. Demasiado.
La miré a los ojos. En ellos no había miedo, pero sí una frontera invisible. Como si estuviera decidiendo algo con cada respiración. Como si una parte de ella estuviera a punto de rendirse.
Y, de pronto, esa parte se frenó.
Sus dedos, que habían subido a mi pecho, se cerraron sobre el algodón de mi camiseta. Su mirada bajó.
No dijo nada, pero lo entendí.
Se lo estaba permitiendo todo… excepto ceder del todo. Algo la detenía. Una barrera invisible que no venía de mí, ni del momento, sino de ella misma. Algo profundo, emocional, que no quería pisar todavía.
Así que no la empujé. No insistí.
Mi mano bajó a su espalda, acariciándola con ternura.
—Cuando quieras —le murmuré, besando apenas la comisura de sus labios sin llegar a tocarlos del todo.
Ella cerró los ojos y se acurrucó contra mi pecho. Su pierna siguió entrelazada con la mía. Su aliento cálido rozó mi cuello.
No hicimos el amor.
Pero esa mañana… fue como si ya lo hubiéramos empezado a hacer con la piel.
Y eso, para mí, fue peor que cualquier incendio.