Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 12
León
La boda había sido más larga que un juicio de tierras y más ruidosa que un rodeo. Para cuando dieron las 2 de la mañana, ya quería lanzar el ramo yo mismo, a ver si con eso terminaba todo.
Pero lo peor vino después.
A pesar de mis advertencias, mi Nana, Elvira se emocionó más de la cuenta y decidió que era un excelente momento para abrazar a Abril como si fuese nieta adoptada desde hace veinte años.
—Ay, mijo —me decía mi nana mientras le acomodaba el velo imaginario—, esta niña es muy linda. Cuídala. Que yo estoy vieja pa’ andar regañándolo.
—Nana, todavía levantas tres costales de maíz sin quejarte —respondí.
—No me cambies la conversación —dijo señalándome con el dedo—. Cuídela. Y sonríe, parece funeral.
Mientras tanto, Abril me presentó a su madre.
Error.
Grave error.
La señora me tomó del brazo con una fuerza que no coincidía con su tamaño y me arrastró aparte.
—Escúchame bien, joven —me dijo con una voz dulce que no combinaba con sus palabras—. Te estás llevando a la persona más importante de mi vida. Si la haces sufrir, si le hablas feo, si la haces llorar o si le llegas a faltar al respeto…
Hizo una pausa.
Me sonrió.
—No te mato, porque soy creyente… pero tengo primas que no lo son.
Yo solo asentí.
Por dentro, rogué a todos los santos de mi nana que Abril no hubiera heredado el temperamento de su madre.
Para las cuatro de la mañana, ya estaba cerrando negocios con los invitados que venían a emborracharse pero siempre terminaban queriendo vender vacas, tierras o pedir préstamos.
Por suerte, a esa hora muchos ya se tambaleaban rumbo a la salida, cosa que agradecí.
—Sonríe —me recordó Elvira dándome un codazo—. Que parece que lo llevaron obligado.
—Nana —resoplé—, me llevaron obligado.
Ella solo se rió como si fuera un chiste.
Cuando por fin dieron las seis de la mañana, sentí que el alma regresaba a mi cuerpo. El sol empezaba a salir y, por primera vez en toda la noche, tuve un momento de silencio.
Abril y yo subimos a la camioneta rumbo al aeropuerto.
La luna de miel.
Falsa, por supuesto.
El único acuerdo que habíamos logrado sin discutir: engañar a Johanna.
El plan era perfecto:
Ella iría al Sudeste Asiático.
Yo iría a Santorini y Turquía.
Compartiríamos itinerarios para no contradecirnos cuando Johanna inevitablemente hiciera preguntas tipo “¿qué aprendieron el uno del otro en este viaje tan significativo?”.
Subió a la camioneta con sus maletas impecablemente organizadas y su cara de “me has envejecido diez años”, pero aun así se veía… bien.
Muy bien.
Demasiado.
—¿Listo para tu viaje romántico? —me lanzó con sarcasmo mientras se ajustaba el cinturón.
—Sí, muñeca —respondí—. Nada grita romance como estar a quince mil kilómetros de tu esposa.
—Perfecto. Ojalá te enamores de una griega y te quedes allá.
—Ojalá —dije encogiéndome de hombros—. Pero luego te tocaría devolverme lo que te queda de la finca y sé que prefieres morirte.
Ella me fulminó con la mirada.
—¿Trajiste el itinerario para Johanna? —preguntó, cambiando de tema antes de que perdiéramos la compostura tan temprano.
—Sí, aquí está. —Le pasé una carpeta medianamente organizada. Que a decir verdad la había terminado dos horas antes de llegar a la boda.
—León, ¿por qué en tu itinerario dice “día 4: dormir”? ¡Eso no es un plan turístico!
—Claro que sí. Es mi favorito.
Rodó los ojos.
—No sé cómo no te ha atropellado un camión todavía.
—Porque Dios me quiere.
—¿Seguro? Debe estar distraído.
No pude evitar reír.
El cansancio nos tenía menos agresivos.
O quizás demasiado agotados para pelear como siempre.
El chofer nos miraba desde el retrovisor como si quisiera apagar el radio inexistente.
—¿Y tú ya hiciste tu itinerario para la terapeuta? —pregunté para devolverle el golpe.
Ella levantó la barbilla, altiva.
—Por supuesto. Yo sí soy organizada.
—Ajá. A ver…
Tomé la carpeta que puso sobre sus piernas.
La abrí.
“Día 1: Desayuno en un café local.”
Normal.
“Día 2: Paseo por el templo.”
Bien.
“Día 3: Clase de cocina tradicional.”
Lógico.
“Día 4: Ir al mercado de flores a comprar paz interior.”
—¿Paz interior? —pregunté, levantando la ceja.
—Es metafórico, León.
—Ajá. ¿Y esto? “Día 5: Buscarme a mí misma”.
—Eso también es metafórico.
—Abril —dije intentando no reír—, la terapeuta no es Oráculo de Matrix.
Ella me quitó la carpeta de las manos.
—Pues mejor eso que “día 4: dormir”.
—Dormir salva vidas.
—Ojalá salvara la tuya —masculló.
El chofer volvió a mirarnos.
Creo que estaba apostando mentalmente quién moriría primero.
Cuando por fin llegamos al aeropuerto, ambos soltamos el mismo suspiro… pero no de tristeza.
Era alivio.
Nuestros últimos días libres antes de tener que vivir juntos.
Antes del caos.
Antes del año completo de matrimonio impuesto.
Nos detuvimos frente a las puertas de ingreso.
—Bueno —dijo ella—. Nos vemos en dos semanas… esposo.
—Nos vemos… esposa.
Hubo un segundo incómodo, casi amistoso…
y luego cada uno caminó en dirección contraria.
Dos fugitivos con la misma condena.