La historia de los Moretti es una de pasión, drama y romance. Alessandro Moretti, el patriarca de la familia, siempre ha sido conocido por su carisma y su capacidad para atraer a las mujeres. Sin embargo, su verdadero karma no fue encontrar a una fiera indomable, sino tener dos hijos que heredaron sus genes promiscuos y su belleza innata.
Emilio Moretti, el hijo mayor de Alessandro, es el actual CEO de la compañía automotriz Moretti. A pesar de su éxito y su atractivo, Emilio ha estado huyendo de las relaciones estables y los compromisos serios con mujeres. Al igual que su padre, disfruta de aprovechar cada oportunidad que se le presenta de disfrutar de una guapa mujer.
Pero todo cambia cuando conoce a una colombiana llamada Susana. Susana es una mujer indiferente, rebelde e ingobernable que atrapa a Emilio con su personalidad única. A pesar de sus intentos de resistir, Emilio se encuentra cada vez más atraído por Susana y su forma de ser.
¿Podrá Emilio atrapar a la bella caleña?.
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Sin reservación...
Susana esperaba en su apartamento la llegada de Salvatore cuando una llamada interrumpió su espera.
—Hola, Susi —dijo la voz de Donatelli al otro lado de la línea—. Discúlpame, pero no podré ir contigo al viaje a la Toscana. Me surgió un imprevisto de última hora y debo resolverlo. Pero tranquila, el viaje no se cancela. En mi lugar irá Emilio.
—¿ah no? Yo quería viajar contigo… —protestó Susana con un puchero audible—. El engreído no es nada divertido. Pero bueno, será en otra oportunidad.
—Prometo que te lo compensaré. Además, recuerda que aún tenemos pendiente el tour por la ciudad.
Apenas Susana colgaba la llamada, un sonido potente capturó su atención. Un Aston Martin de última generación se estacionaba frente al edificio. Sus ojos se abrieron como platos.
—¡Oís! Esto no es un carro, ¡esto es un carrazo! Qué nave tan linda, vé... —susurró para sí, maravillada por el vehículo de lujo.
Detrás del parabrisas, Emilio la observaba con disimulo tras sus finos lentes de sol. Sus ojos se deslizaron con descaro por la figura de la caleña. Ella llevaba su cabello ondulado en un semirrecogido natural. No tenía una gota de maquillaje, pero irradiaba belleza. Vestía una camiseta corta azul rey que dejaba al descubierto su abdomen plano, unos jeans ceñidos que realzaban sus curvas y zapatillas deportivas que completaban el look. Fue entonces cuando Emilio notó un pequeño tatuaje de mariposa en su abdomen.
—Me encantaría posar mi boca ahí... —pensó con descaro.
Susana permanecía de pie junto al vehículo, esperando al menos que él bajara y abriera el baúl.
—¿Me va a dejar esperando aquí? —le reclamó, sacándolo de golpe de sus pensamientos.
Emilio reaccionó como si despertara de un trance. Bajó del auto rápidamente, abrió el baúl y dijo con voz neutra:
—Sube. El camino es largo.
—La gente con modales saluda antes de dar órdenes —replicó ella, subiendo al vehículo sin esperarlo.
Él cerró el baúl, pero cuando fue a subir, notó algo que le arrancó un suspiro molesto. Ella estaba sentada en el asiento trasero.
—Montero, ¿cuántas veces tengo que repetir que no soy tu chófer? Sube al puesto del copiloto.
Susana rodó los ojos con fastidio.
—Este viaje será una verdadera tortura. Cómo te extraño, Salvatore… —pensó resignada.
Se bajó sin decir nada y ocupó el asiento del copiloto. Sacó sus auriculares, puso música en su celular y se aisló del mundo.
Emilio la miró de reojo, incómodo por la distancia que ella ponía entre ellos. Su conciencia volvió a atacarlo con crueldad:
—Ni siquiera quiere escucharte… en cambio al imbécil de Donatelli le sonríe con gusto.
Encendió el sistema de sonido del auto. Una suave melodía en inglés comenzó a sonar. Era una de esas canciones que ella solía tararear. Al reconocerla, Susana se quitó los auriculares y empezó a cantar en voz baja, siguiendo el ritmo con naturalidad. Su acento caleño le daba un matiz encantador incluso al inglés.
Emilio la observó fascinado, tratando de disimular la sonrisa.
—Montero… ¿qué planes tenían con Donatelli para la negociación con el señor Balestra? —preguntó de pronto, más por escucharla que por interés real.
—Quedamos en que él presentaría los gráficos y yo explicaría la propuesta y las razones de porque queremos aliarnos con él —respondió ella sin dejar de mirar al frente.
—Montero, Balestra prefiere que los hombres lleven las propuestas. Si tú explicas la propuesta, lo más probable es que nos rechace. Además, no verá con buenos ojos que una novata quiera jugar a empresaria brillante. Y yo no estoy dispuesto a perder esta negociación.
Ella giró el rostro bruscamente, mirándolo con una mezcla de enojo y decepción.
—Perfecto. Entonces negocie usted. Me tienen hasta el gorro los empresarios machistas que no creen que una mujer puede ser igual o mejor que ellos en los negocios. No soy una novata, señor Moretti. Llevo años trabajando en este sector. Quizás mi padre no es un gran empresario ni tengo un apellido de renombre como usted, ni estudié en universidades de élite, pero me he construido desde cero. Sé perfectamente cómo negociar. ¿Sabe qué? Mejor no voy a discutir eso con un hombre que tiene el ego del tamaño de Europa eso es un caso perdido, No entiendo, Si sabía que no podía siquiera hablar, entonces no me hubiera pedido que hiciera este viaje.
Susana no levantó la voz. Pero su tono firme y su rostro rojo como un tomate dejaban en claro su molestia. Luego volvió a encender la música de su móvil, se colocó los auriculares y giró la cara hacia la ventana.
Emilio se removió incómodo en su asiento. Había metido la pata. Otra vez.
Detuvo el auto en la orilla de la vía, se quitó el cinturón y giró hacia ella.
—Montero… escúchame —dijo en voz baja.
Ella no respondió.
Él le retiró con cuidado uno de los auriculares.
—Lo que dije no era para ofenderte. Me has demostrado que eres una profesional muy capaz. Pero también sé cómo funciona el mundo empresarial. Y sí, lamentablemente, hay muchos empresarios machistas… Balestra es uno de ellos. Por eso es mejor que sea yo quien hable en la negociación. No quiero que nos cierren las puertas. Este proyecto requiere del apoyo de Balestra… y de ti.
—Ya lo sé —respondió sin mirarlo, con el tono aún cargado de rabia contenida—. Se hará a su manera. Como siempre. ¿Podemos irnos?
Emilio suspiró, resignado. Quería que se desenfadara. Por alguna razón que no entendía del todo… le importaba esa caleña, más de lo que se atrevía a aceptar.
El resto del trayecto transcurrió en absoluto silencio. Susana se recostó contra la ventana, cerrando los ojos mientras el paisaje toscano se deslizaba ante ella. Emilio, al volante, no supo cómo calmar la tormenta que él mismo había provocado. Cada tanto la miraba de reojo, frustrado por no encontrar las palabras adecuadas.
Faltando poco más de una hora para llegar al apartado hotel en la Toscana, donde debían reunirse con Domenico Balestra, una larga fila de autos los obligó a detenerse. Pensando que se trataba de un atasco pasajero, Emilio esperó unos minutos, pero la situación no avanzaba.
Frunciendo el ceño, bajó del auto decidido a averiguar qué ocurría. Uno de los encargados de seguridad vial se le acercó.
—Lo siento, señor. Hubo un accidente grave más adelante. Ningún vehículo podrá pasar por varias horas.
Emilio regresó al auto con expresión contrariada.
—Montero, tendremos que caminar hasta el hotel. No podemos perder esa reunión. Espero que no tengas problema en caminar.
Susana lo miró sin inmutarse, con una media sonrisa desafiante.
—Por mí no hay problema. El que creo que va a tener problema es usted, que está acostumbrado a andar en alguno de sus autos lujosos para todos lados. Se va a empolvar sus zapatos italianos —dijo, burlona.
—Ja, veremos si puedes seguirme el paso, Montero —respondió él con una sonrisa perversa.
Ambos bajaron del auto. Emilio sacó su maleta del baúl y también el morral de Susana. Sin más palabras, comenzaron su travesía por el camino empedrado rumbo al hotel.
El italiano, de pasos largos y decididos, iba algunos metros por delante. Pero Susana, con los auriculares puestos y música a todo volumen, mantenía el ritmo sin quejarse.
Poco a poco, el cielo se tornó gris. Un viento frío azotó la zona y agitó los árboles con violencia.
—Señor Moretti… va a llover. ¿Falta mucho para llegar? —preguntó ella, mirando al cielo.
—Parece que nos mojaremos. Estamos a unos cuarenta y cinco minutos del lugar —contestó él, cambiando de mano su maleta .
—Bueno… ni modo. Lo importante es llegar, ¿no?
Emilio asintió y ambos apuraron el paso. La brisa se convirtió en una llovizna persistente. Susana, previendo lo peor, guardó cuidadosamente su móvil y documentos en una bolsa hermética dentro de su morral.
Las gotas se volvieron más gruesas. Aunque ninguno se detuvo, Emilio miró hacia atrás y levantó la voz entre la lluvia:
—¡Montero, apresura el paso! Va a oscurecer, y no es seguro caminar con esta lluvia encima.
—¡No me presione, señor Moretti! —replicó ella con fastidio—. ¡Usted camina muy rápido! Mientras yo doy dos pasos, usted da cuatro con esas piernas tan largas que tiene.
Emilio soltó una carcajada.
—¿Te estás quejando, Montero? ¿No dijiste que yo no estaba acostumbrado a caminar?
—No me estoy quejando. Solo pido que sea justo —dijo entre dientes, apretando los labios mientras seguía avanzando.
El camino era cada vez más empinado. La lluvia, ahora torrencial, caía sobre ellos sin piedad. La ropa se les pegaba al cuerpo y los zapatos hacían un sonido molesto con cada paso.
Finalmente, tras una larga caminata, divisaron la entrada del hotel: un edificio rústico de piedra rodeado de viñedos y vegetación húmeda.
Empapados, temblando de frío, entraron al vestíbulo. Emilio no pudo evitar fijarse en Susana: su cabello negro, completamente empapado, caía sobre su rostro; su ropa mojada marcaba aún más su figura, y sus labios temblaban por el frío. Aun así, se veía… deslumbrante.
En recepción ya estaban esperándolos. El conserje salió con una toalla en la mano y una sonrisa profesional.
—Buenas noches, señor Moretti. Bienvenido. Aquí tiene.
Emilio tomó la toalla sin pensarlo… pero al ver a Susana temblando a su lado, se la tendió.
—Toma. Tráeme otra, por favor —le dijo al conserje.
—Gracias —murmuró Susana, bajando su morral y secándose el rostro y los brazos.
El conserje regresó con otra toalla y Emilio se secó rápidamente antes de acercarse al mostrador.
—Las llaves, por favor. Habíamos reservado dos habitaciones.
La recepcionista lo miró con cierta incomodidad.
—Disculpe, señor Moretti. Solo está registrada la suite presidencial a su nombre. No hay ninguna reserva para su acompañante.
Susana frunció el ceño, confundida.
—Debe haber un error. Mi asistente, Brigitte, debía hacer las reservas con antelación. Eran para Salvatore Donatelli y Susana Montero —explicó Emilio, visiblemente irritado.
—No señor, no hay error. La habitación del señor Donatelli sí estaba reservada, pero su asistente llamó a cancelarla y se la asignamos a otro huésped. En cuanto a la señorita Montero… no se hizo ninguna reserva.
Emilio respiró hondo, tratando de mantener la compostura.
—Entonces hágala ahora. Necesitamos cambiarnos y descansar. Estamos empapados.
—Lo lamento, señor Moretti. Estamos completamente llenos. No tenemos habitaciones disponibles por el momento.
Emilio apretó los dientes.
—Brigitte me escuchará… —murmuró entre dientes.
—Quizás no fue su culpa… con tanto trabajo, tal vez lo olvidó —intervino Susana con tono resignado—. No se preocupe, yo me regreso. Finalmente, quien va a hacer la negociación es usted. Yo ni siquiera sé por qué vine.
Emilio la miró, se sentía molesto consigo mismo, con Brigitte… y con todo el universo por ponerlos en esa situación...