CONTRATADO PARA DESTRUIRME

GABRIELA

PRESENTE

La tensión aún me ardía en el pecho cuando regresamos a casa. Valentina caminaba a mi lado en silencio, con la mirada perdida, abrazándose a sí misma. Yo sentía el cuerpo pesado, como si cada paso fuera un castigo.

Al abrir la puerta, la voz de Daniel me recibió desde la sala.

—¿Ya volvieron? —preguntó, levantándose al vernos entrar. Pero su sonrisa se borró al ver nuestros rostros desencajados—. ¿Están bien?

No tuve fuerzas para contestar. Solo asentí débilmente, mientras me llevaba una mano a la sien. Antes de poder decir algo más, Valentina corrió hacia él como si lo hubiera estado esperando toda la vida.

—¡Danii! —gritó con la voz quebrada pero emocionada, y se le lanzó encima, abrazándolo con fuerza—. ¡Cuándo volviste?

Daniel la sostuvo con cuidado, sorprendido primero, pero luego sonrió con ternura, acariciándole el cabello.

—Hace un par de días, Mini-jefa.

Valentina lo miró con los ojos brillantes, aferrándose a él como si temiera que se esfumara.

—¿Y esta vez… te vas a quedar?

El silencio que siguió me dolió en el alma. Daniel la sostuvo más fuerte, tragando saliva, como si también se le hubiera clavado esa pregunta en el corazón.

—Pues… —susurró finalmente, mirándome directo a los ojos—,Eso depende de muchas cosas.

La niña sonrió, como si con eso le bastara. Yo, en cambio, tuve que apartar la mirada para que nadie viera las lágrimas que amenazaban con caer.

Después de la efusiva bienvenida, Valentina subió corriendo a su habitación. Yo me quedé en la sala, con Daniel observándome en silencio. Sus ojos me decían mil cosas, pero no dijo ninguna.

Solo me rozó el hombro, como un recordatorio silencioso de que no estaba sola.

Respiré hondo y subí tras ella.

La encontré hecha un ovillo en su cama, con la cara hundida en la almohada. Me partió el alma.

—Amor… —susurré, sentándome a su lado y acariciándole el cabello—. ¿Puedo hablar contigo?

Ella levantó el rostro, los ojos hinchados por tanto llorar.

—Mamá… ¿por qué no me contaste antes? —su voz se quebró—. Siento que soy la peor hija del mundo.

—¡No digas eso! —le interrumpí enseguida, con un nudo en la garganta—. Valentina, tú no tienes la culpa de nada, ¿me oyes? Nada de lo que pasó entre tu papá y yo es tu responsabilidad.

—Pero yo… —sollozó—. Yo me quejaba, yo peleaba con ustedes, yo pensaba que mi vida era un desastre… y ahora sé que tú estabas viviendo algo horrible, y yo encima haciéndote la vida más difícil.

Me dolió escucharla así. La tomé de las manos y la obligué a mirarme.

—Escúchame bien, Tina. Lo que pasó entre tu papá y yo fue un error, un momento terrible que él siempre lamentó. Sí, me hizo daño, y no puedo borrarlo, pero de eso no nació nada malo en ti. Tú no eres la peor hija, al contrario… eres la razón por la que seguí adelante.

Ella negó con la cabeza, temblando.

—Pero… ¿por qué lo aguantaste? ¿Por qué nunca me lo dijiste?

Tragué saliva, conteniendo las lágrimas.

—Porque quería protegerte. Porque pensé que si te lo decía, te lastimaría. Y porque, aunque me doliera, yo veo que tu papá también te ama. Nunca quise que lo odiaras, hija.

Valentina me abrazó de golpe, aferrándose a mí con toda su fuerza.

—Yo no lo odio… pero tampoco sé qué sentir ahora.

La abracé también, llorando junto a ella.

—Está bien no saber qué sentir. Está bien estar confundida. Pero prométeme algo: nunca cargues con mis cicatrices. Son mías, no tuyas. Tú solo tienes que preocuparte por ser feliz, por vivir tu vida sin repetir los errores de tus padres.

Ella hundió la cara en mi pecho, sollozando.

—Te prometo que lo intentaré, mamá.

La apreté fuerte, deseando con todo mi ser que esas palabras le sirvieran de ancla, de consuelo, de luz en medio de todo ese caos.

Cuando al fin logré que Valentina se quedara tranquila, ya estaba agotada. Le acaricié la frente hasta que sus ojos se cerraron y se quedó dormida. Me quedé un momento mirándola, asegurándome de que respiraba con calma, de que su rostro ya no tenía esa tormenta de hace un rato.

Bajé despacio las escaleras, y ahí estaba Daniel, sentado en el sofá, esperándome en silencio. Tenía las mangas de la camisa arremangadas, las ojeras marcadas y la mirada fija en el suelo. Cuando me escuchó bajar, levantó la cabeza.

—¿Cómo está? —preguntó en voz baja.

—Dormida… —contesté, con un suspiro cansado—. Aunque no sé qué pesadillas pueda tener después de esto.

Daniel asintió lentamente. Finalmente me dejé caer a su lado, dejándome envolver por esa calma que él siempre transmitía.

—Me siento como la peor madre —confesé de golpe, llevándome las manos al rostro—. No solo le pegué… también la puse en medio de todos mis problemas con Sebastián. La hice cargar con algo que no le correspondía.

Daniel me miró en silencio unos segundos, y luego negó con la cabeza.

—No digas eso, Gabi. Eres humana. Y estás cansada, agotada de pelear con todo el mundo y de intentar ser fuerte para todos. ¿Sabes qué veo yo? Una mujer que, a pesar de todo, sigue levantándose cada día para cuidar a su hija.

Sentí que las lágrimas volvían a apretar mi garganta.

—Pero la lastime, Dani. La lastime hoy…

—No —me interrumpió suavemente, apoyando su mano en la mía—. Hoy lo que hiciste fue abrir una herida que tarde o temprano iba a salir a la luz. No fue de la mejor manera, lo sé, pero al menos ahora ella sabe la verdad. Y créeme… esa niña va a necesitarte más que nunca.

Lo miré, con los ojos brillando.

—Y si no soy suficiente… ¿qué tal si no puedo darle lo que necesita?

Él sonrió de lado, cansado pero firme.

—Entonces me tienes a mí y a Cecilia, y a toda la gente que te quiere bien. No estás sola, Gabi.

Me quedé en silencio, mirándolo. Sentí un alivio extraño, como si por fin alguien me recordara que no todo recaía en mis hombros.

—Gracias, Dani —susurré.

Él apretó un poco mi mano antes de soltarla.

—Siempre, jefa.

Nos quedamos así, en silencio, escuchando el tic-tac del reloj, cada uno con sus pensamientos, pero compartiendo ese espacio que de pronto se sentía menos pesado.

Lo miré, con esa familiaridad que los años habían construido.

—Dani… —dije bajito—. ¿Te vas a quedar esta noche aquí?

Él arqueó una ceja, con esa sonrisa medio traviesa que siempre me sacaba una risa aunque no quisiera.

—Siii, jefa. No quiero manejar solito a esta hora. Además… tienes que tener en cuenta que del aeropuerto vine directo a tu casa. —Se inclinó hacia mí con un guiño—. Porque te extrañaba mucho.

Rodé los ojos, intentando disimular la calidez que me subía al pecho.

—Ay, no empieces con tus payasadas… —bufé, aunque una sonrisa se me escapó—. Anda, ponte cómodo. Te preparo la habitación.

—Como siempre, tratándome como rey —dijo en tono burlón, recostándose con descaro en el sofá.

Negué con la cabeza y me levanté, sintiendo cómo, por un instante, el peso del día se aligeraba.