Renaci Para Morir En Este Apocalipsis...

Los días siguientes, el entrenamiento fue implacable.

Desde el amanecer, los campos improvisados ardían, se congelaban, vibraban con electricidad y temblaban por los estallidos de energía que los nuevos usuarios apenas comenzaban a controlar. Stiven, exigente pero justo, dirigía las prácticas con precisión militar. Les enseñaba a contener, a canalizar, a no dejarse consumir.

Mike lanzaba relámpagos que bailaban como serpientes doradas entre sus dedos, intentando fusionarlos con fuego sin perder el control. Su mayor reto era la estabilidad.

James practicaba reduciendo enormes rocas a polvo, luego agrandando objetos tan pequeños como un alfiler hasta convertirlos en armas letales. Su control era asombroso, pero le costaba concentrarse cuando usaba múltiples dones a la vez.

Lara, entre plantas, fuego y vida, aprendía a equilibrar la destrucción con la curación. Cuando alguien sufría una quemadura, ella sanaba sin usar medicina.

Dilan entrenaba con su reflejo, sincronizando movimientos como si fueran uno solo, logrando que su eco actuara en combates cuerpo a cuerpo como una extensión perfecta de sí mismo.

**Nelson** cronometraba su don con precisión quirúrgica. Diez segundos. Eso era todo lo que necesitaba para cambiar el curso de una pelea. En ese lapso, podía moverse libremente mientras los demás quedaban atrapados en un mundo ralentizado.

Stiven, más allá de mover objetos, enseñaba a deformar y reconstruir. Convertía metal en gas, tierra en filosas lanzas. Era una amenaza letal en silencio.

Y Martina…

Su poder no era solo impresionante. Era inquietante.

Durante los entrenamientos, había momentos en que se quedaba quieta, inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Nadie entendía lo que veía… pero cuando salía de ese trance, sabía exactamente qué movimientos evitar, qué decisiones no tomar.

Ella veía futuros rotos.

Y cada vez que uno de ellos estaba a punto de caer o perder el control, su barrera invisible los salvaba. Como si ya supiera que iba a pasar. Como si llevara semanas repitiendo esos momentos.

Pero mientras en el refugio los días se llenaban de energía, disciplina y esperanza, al otro lado de la ciudad, todo era distinto.

Muy distinto.

Dylan, el hermano menor de Lara y James, no recordaba cuándo fue la última vez que comió algo caliente.

Había dejado de contar los días. La oscuridad del refugio subterráneo era perpetua, interrumpida solo por las lámparas viejas que chispeaban con aceite rancio. El aire apestaba a encierro y miedo.

Al principio, cuando la ciudad cayó, se refugió con su madre en una de las bases de la Guardia. Ella le había prometido que sus hermanos vendrían. Que resistieran un poco más.

Pero ella no volvió. Nadie lo hizo.

Las tutoras intentaban mantener el orden entre los niños, ancianos y mujeres que aún quedaban. No había espacio para todos. El almacén, saturado de conservas, fue saqueado en las primeras dos semanas.

Luego vinieron las peleas. Por comida. Por agua. Por un rincón para dormir.

Algunos adultos empezaron a desaparecer. Otros se mataban entre ellos por una lata de maíz podrido.

La locura se volvió compañera.

Y entonces llegaron ellos.

Un grupo de hombres armados, vestidos como rescatistas. Prometieron alimento, protección, seguridad. Hablaron de una zona segura en los límites de la ciudad.

Dylan, con apenas cinco años, creyó ver a James entre ellos. Corrió hacia ellos con una sonrisa… pero fue interceptado, alzado en brazos por uno de los soldados, y separado del resto.

Desde ese momento, comenzó el encierro real.

Los llevaron a un complejo industrial abandonado. Sin ventanas. Sin salidas.

Las puertas se cerraron con cerrojos, y la verdad cayó como un cuchillo en la oscuridad: no eran rescatistas. Eran cazadores.

Las mujeres fueron las primeras en desaparecer. Luego, algunos niños.

Dylan nunca supo qué les hacían. Solo oía los gritos.

Él se escondía en una rendija entre los ductos de ventilación, abrazado a una muñeca de trapo que le había regalado su hermana Lara antes de que todo comenzara. No lloraba. Ya no.

Solo esperaba.

Esperaba que alguien lo encontrara.

Que su madre regresara.

Que James lo alzara en brazos como hacía antes.

Que Lara le cantara mientras le curaba las rodillas raspadas.

Pero eso… eso solo ocurría en sus sueños.

Una noche, mientras el complejo dormía y los centinelas bebían, Dylan sintió algo. Un frío intenso que le recorrió el cuello. Se sentó, con los ojos bien abiertos.

Por una grieta del muro, vio algo moverse.

Una sombra.

Un animal extraño.

Un ojo rojo que lo observó desde la oscuridad… y no lo atacó.

Solo lo miró. Como si supiera quién era.

Dylan se encogió en su escondite.

No sabía si ese ser venía por él…

O si alguien más, en algún lugar, por fin lo estaba buscando.

Y así, entre sombras, hambre y miedo, el pequeño Dylan susurró con voz quebrada:

—James… Lara… ¿dónde están?

Mientras tanto, en el otro extremo de la ciudad, Martina alzaba la cabeza de golpe.

Su cuerpo se estremeció.

Vio algo.

Un ojo rojo.

Un niño atrapado.

Una muñeca de trapo cubierta de polvo.

Sus manos temblaron.

—¿Qué viste? —preguntó Stiven, al notar su reacción.

Martina no respondió de inmediato.

Pero en lo más profundo de su pecho, algo se quebró.

Ya sabían a quién tenían que buscar.