«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
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Fiesta para Ernesto y Marta
El salón de eventos del edificio resplandecía con luces tenues y el murmullo de conversaciones entremezcladas con música española de los años 80. Las guirnaldas improvisadas por Elvira colgaban del techo como serpentinas multicolores, junto a un cartel que rezaba "¡Bienvenidos Marta y Ernesto! - 3 meses en nuestra familia". Era tradición del edificio celebrar la llegada de nuevos vecinos cuando cumplían su primer trimestre, una costumbre que servía tanto de bienvenida como de pretexto para el cotilleo general.
María Alejandrina, con su vestido azul marino de corte conservador, observaba como un halcón cada movimiento de Don Pepe desde su estratégica posición junto a la mesa de bocadillos. Su marido, enfundado en una camisa hawaiana que amenazaba con reventar en cualquier momento, se movía con la gracia de un pato mareado al ritmo de "Bailando" de Alaska y Dinarama.
El vestido rojo de Virginia serpenteaba por la pista como una llamarada viviente. La tela, tan ceñida que parecía pintada sobre su piel, brillaba bajo las luces mientras ella se contoneaba al ritmo de "Báilame" de King África. Con cada giro, el dobladillo jugueteaba peligrosamente con la gravedad, revelando más y más de sus muslos hasta rozar el límite de lo decoroso, mientras el elástico de una diminuta tanga blanca jugaba al escondite con los presentes.
Los hombres del edificio empezaron a orbitar a su alrededor como planetas descarriados. Uno tropezó con una maceta, otro derramó su bebida sobre su propia camisa, y Don Pepe... Don Pepe estaba en su salsa, moviendo su prominente barriga como si intentara hipnotizar a alguien con ella.
—¡Así, Virginia! —exclamaba Don Pepe, sus gruesos dedos tamborileando en el aire al ritmo de la música—. ¡Hay que mover las caderas como si estuvieras espantando moscas!
Su demostración práctica incluía unos movimientos que hacían que su camisa hawaiana amenazara con soltar los botones como proyectiles.
María Alejandrina, desde su puesto de vigilancia junto a los bocaditos, entornó los ojos hasta que quedaron como dos rendijas amenazadoras. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa con un ritmo que nada tenía que ver con la música y todo con un conteo regresivo hacia la explosión.
—¡Pepeeee! —su voz cortó el aire como un rayo en medio de la fiesta—. ¡Que tus clases de baile parecen más bien clases de anatomía!
Don Pepe, haciendo gala de una sordera repentina que rivalizaba con la de un adolescente ante los llamados a hacer los deberes, continuó con su peculiar danza.
—¡Pero Alejandrina de mi vida! —gritó por encima del hombro, mientras sus caderas seguían marcando un ritmo que amenazaba con dislocarle algo—. ¡Que solo le estoy enseñando el paso del submarino!
—¿Submarino? —bufó María Alejandrina—. ¡Lo único que estás pescando tú es un disgusto! ¡Y deja de menear esa barriga, que pareces una batidora descontrolada!
A su lado, Rosario intentaba mantener la compostura, pero el refresco en su vaso temblaba con sus risas contenidas. Sus ojos saltaban de Don Pepe a María Alejandrina como quien sigue un partido de tenis particularmente entretenido.
—¿Siempre son así? —susurró a María Alejandrina, mientras observaba cómo Don Pepe intentaba ejecutar lo que él llamaba "el paso del cangrejo", que básicamente consistía en dar saltitos laterales mientras agitaba los brazos como pinzas.
—¡Ay, niña! —respondió María Alejandrina, moviendo la cabeza con una mezcla de resignación y diversión—. Este viejo mío es como un adolescente con hormonas revueltas, pero con próstata. ¡Pepe! ¡Que te vas a lastimar algo! ¡Y no me refiero solo al orgullo!
Rogelio deambulaba por la fiesta como un satélite errante, con una bandeja de bebidas que servía más como excusa que como propósito real. Sus ojos, ya vidriosos por la tercera copa de sangría, gravitaban inevitablemente hacia Marta cada vez que ella aparecía en su campo visual. La blusa de seda color champán que ella llevaba parecía tener vida propia, jugando con la luz y las sombras de una manera que debería ser ilegal en al menos tres comunidades autónomas.
—¿Otra co-copa? —tartamudeó cuando pasó junto a ella, intentando mantener la compostura mientras sujetaba la bandeja con manos temblorosas.
Marta se inclinó para tomar una copa, y la blusa, cómplice de alguna conspiración universal contra la cordura de Rogelio, se separó ligeramente de su pecho. El pobre hombre sintió que su cerebro entraba en modo de reinicio, como un ordenador antiguo procesando demasiada información a la vez.
—Gr-gracias —sonrió Marta, ajena al caos neuronal que había desatado.
Rogelio asintió mecánicamente, olvidando por completo que tenía que soltar la copa. El forcejeo silencioso que siguió bien podría haber sido una escena de comedia muda.
—Ya puedes soltar la copa, Rogelio —sugirió Elvira, apareciendo como por arte de magia a su lado, con una sonrisa que sugerría que estaba disfrutando demasiado del espectáculo.
—¡Ah, sí, claro! —reaccionó él, soltando la copa tan bruscamente que el contenido salpicó el borde.