En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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Corte de carné
—Esto es para ti —dijo, susurrando, como si temiera despertar a algo más que el silencio.
Mientras le entregaba las prendas, sus ojos se desviaron un momento hacia la cicatriz en la mano de Cariot. Al ver el pequeño y casi imperceptible gesto de retirar la mano rápidamente, el mayordomo sintió una punzada de curiosidad mezclada con miedo. Sabía que la cicatriz escondía algo, pero no quería descubrir qué.
—Ponte esto. El amo querrá verte pronto —añadió, sus palabras acompañadas de un leve temblor.
Cariot tomó la ropa sin decir nada. La expresión de su rostro no cambió, pero en sus ojos, una chispa de algo desconocido brilló por un instante. Algo que solo ella sabía.
El mayordomo, visiblemente incómodo ante la presencia de Cariot, inclinó la cabeza en silencio antes de alejarse rápidamente, dejando que las sombras lo devoraran en el pasillo. Cariot observó la puerta cerrarse detrás de él. Sus dedos tocaron la tela oscura de la ropa que acababa de ponerse. No tenía elección. Lentamente, caminó hacia la habitación de Alistair.
El aire se volvía más denso con cada paso, y al llegar, sintió un cambio. La atmósfera era pesada, casi sofocante, como si estuviera entrando en un espacio donde los horrores se respiraban. Al cruzar el umbral, Alistair la estaba esperando, sentado con la espalda recta, su rostro iluminado por la débil luz de las velas que proyectaban sombras extrañas en las paredes.
—Al fin llegas, Cariot —dijo con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, esos ojos oscuros que la devoraban con una mezcla de intriga y anticipación—. Veo que la ropa te queda muy bien.
Sus ojos recorrieron su figura, buscando alguna reacción, algún signo de incomodidad. Pero Cariot permaneció inmutable, su rostro era una máscara fría y serena. Entonces, su atención se desvió hacia una puerta de metal al fondo de la habitación. Algo en ella emitía una sensación de peligro, un aviso silencioso de que cruzarla sería como descender a una oscuridad más profunda.
—¿Veo que te interesa lo que hay detrás? —Alistair se levantó despacio, su sonrisa más afilada que antes—. Pero antes... toma esto.
Le extendió una cámara. Al sostenerla, Cariot sintió el frío metal bajo sus dedos. Recuerdos vagos de su vida en las calles pasaron brevemente por su mente: imágenes publicitarias de personas felices tomando fotos, congelando momentos de alegría. Pero aquí, esa cámara estaba destinada a capturar algo muy diferente.
—De ahora en adelante, serás mi asistente —continuó Alistair, sus ojos brillaban de emoción mientras hablaba—. Documentarás cada obra maestra que crees.
Sin darle tiempo a procesarlo, Alistair se giró hacia la puerta de metal y la empujó con fuerza. Un chirrido agudo rasgó el aire, como el grito de una vieja máquina oxidada. El hedor que emanó desde el otro lado golpeó a Cariot como una bofetada: un olor denso, a podredumbre y muerte. Sin embargo, su rostro permaneció impasible, una pared de acero contra la oscuridad que la rodeaba.
Cariot siguió a Alistair al interior de la habitación. Las luces parpadeantes en el techo proyectaban sombras que se estiraban y retorcían en el suelo, como si fueran entidades vivas. Al fondo de la sala, varias chicas, apenas cubiertas con trapos desgarrados, estaban encadenadas a las paredes. Sus cuerpos eran frágiles, delgados, sus ojos hundidos en sus rostros pálidos. Algunas lloraban en silencio, mientras otras se limitaban a mirar con ojos vacíos, más allá de la esperanza o el terror.
—¿No es hermoso? —susurró Alistair, su voz vibrando con un deleite perverso—. Este es mi lugar favorito. Aquí... aquí puedo divertirme.
Cariot lo observó en silencio, sin apartar la vista ni por un momento. Él la miró de reojo, esperando que su presencia en ese lugar, ese abismo de sufrimiento pudiera romper su fachada de calma. Pero su rostro seguía siendo impenetrable, una sombra sin emoción.
—Cada una tiene su propio grito —dijo Alistair, caminando lentamente entre las chicas, rozando sus cuerpos con la punta de los dedos—. Algunas lloran, otras suplican. Pero lo mejor... lo mejor es cuando caen. Siempre es diferente. Siempre. Y tú, Cariot, serás quien capture cada caída.
Se detuvo frente a una joven, una niña que no parecía haber cumplido siquiera los dieciséis años. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar, y su cuerpo temblaba mientras intentaba encogerse en sí misma.
—Tú —dijo Alistair, agarrándola por el cabello y arrastrándola hasta una mesa de metal en el centro de la habitación—. Tú serás mi obra de arte esta noche.
La niña luchó débilmente, pero Alistair la ató con una facilidad escalofriante. Cada cuerda que apretaba arrancaba un gemido sofocado de sus labios, pero los sollozos se hicieron más intensos cuando lo vio agarrar un látigo del estante cercano.
Cariot observaba desde las sombras. La cámara, fría en sus manos, se sentía como una extensión de la crueldad de Alistair, un instrumento para preservar su maldad. Pero su rostro seguía sin mostrar emoción alguna.
El primer golpe del látigo cortó el aire con un silbido que se mezcló con un grito agudo. La niña se retorció en la mesa, pero estaba atada con demasiada fuerza. Sus gritos resonaban en las paredes, golpeando a las otras chicas que se cubrían los ojos y oídos en un intento desesperado de bloquear el horror que ocurría ante ellas.
Alistair levantó el látigo una vez más, sus movimientos meticulosos, disfrutando de cada segundo, de cada grito. Después de varios minutos, se giró hacia Cariot y, con una sonrisa torcida, le hizo un gesto con la mano.
—Ven aquí, Cariot. Toma la foto —dijo, como si estuviera en medio de una simple tarea cotidiana.
Cariot caminó hacia la mesa con pasos suaves, casi silenciosos. La niña, ahora cubierta de cortes, con la piel abierta y sangrando, la miró por un breve segundo. Sus ojos ya no mostraban miedo, solo un vacío profundo, una resignación absoluta a su destino.
Sin inmutarse, Cariot levantó la cámara y apretó el obturador. El flash iluminó la habitación por un breve instante, congelando la escena en un momento eterno. El sonido del obturador fue el único que se escuchó por un segundo, mientras el cuerpo de la chica se convulsionaba en silencio.