En un giro del destino, Susan se reencuentra con Alan, el amor de su juventud que la dejó con el corazón roto. Pero esta vez, Alan regresa con un secreto que podría cambiar todo: una confesión de amor que nunca murió.
A medida que Susan se sumerge en el pasado y enfrenta los errores del presente, se encuentra atrapada en una red de mentiras, secretos y pasiones que amenazan con destruir todo lo que ha construido.
Con la ayuda de su amigo Héctor, Susan debe navegar por un laberinto de emociones y tomar una decisión que podría cambiar el curso de su vida para siempre: perdonar a Alan y darle una segunda oportunidad, o rechazarlo y seguir adelante sin él.
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Sombras del pasado
El tiempo parecía jugar en contra de Susan. Después de meses intentando quedar embarazada, el constante fracaso comenzaba a minar su confianza. En uno de sus viajes al extranjero, decidió aprovechar una escala larga para visitar un hospital de fertilidad. Allí, tras varios exámenes, le confirmaron que su salud reproductiva era perfecta.
—Probablemente su pareja tenga algún problema —le explicó el médico con voz profesional.
Esa posibilidad revoloteó en su mente durante todo el vuelo de regreso. Recordó que Alan, a sus 30 años, nunca había tenido hijos, a pesar de haber estado casado antes. ¿Podría ser esa la razón?
Cuando llegó a casa, el cansancio y la preocupación se mezclaban en su rostro.
—Amor, ya llegué. Estoy cansadísima. Me bañaré y luego me iré a dormir —dijo dejando su maleta a un lado.
Alan se levantó del sofá y la abrazó, pero su tono tenía un dejo de reproche.
—Niña, no digas eso. Le prometí a mis padres que iríamos a visitarlos.
Susan se apartó con suavidad.
—De verdad lo siento, cariño, pero mañana tengo un vuelo a las 5 de la mañana. Prometo que lo compensaré.
Alan suspiró, cruzando los brazos.
—Hace mucho que no tienes tiempo para mí.
—No es eso, Alan. Solo estoy agotada.
Susan se dirigió al baño, mientras Alan la miraba desde el pasillo, frustrado. Finalmente, decidió ir solo a visitar a sus padres.
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Cuando Alan llegó a la casa familiar, la calidez de su relación con ellos era evidente. Habían dejado atrás los desacuerdos del pasado, y ahora las visitas eran más placenteras. Pero esta vez, al entrar, algo extraño llamó su atención.
—¡Alan! Amor mío... —dijo una voz femenina conocida.
Alan se quedó helado al verla.
—¿Helen? Pero... tú... tú estás muerta.
Su padre, sentado en el sillón, se levantó con el ceño fruncido.
—Hijo, estamos tan sorprendidos como tú. Ella no quiso explicar nada hasta que llegaras.
—Bruja —interrumpió su madre con desdén—, ¿qué haces aquí? Fingiste tu muerte y dejaste a mi hijo destrozado. ¿Por qué regresas ahora?
Helen, con una expresión seria pero algo nerviosa, respiró hondo antes de responder.
—Sí, fingí mi muerte. Lo hice porque sabía que no podía darte lo que querías, Alan. Tu familia siempre hablaba de nietos, de formar una familia completa, y yo... yo no podía. Cada vez que estabas cerca de un niño, veía ese brillo en tus ojos, esa ilusión, y me di cuenta de que nunca podría ser suficiente para ti. Así que me fui, pensando que era lo mejor.
Alan apretó los puños, tratando de contener su enojo.
—¿Lo mejor para mí? No, Helen. Fue lo más fácil para ti.
—Y ahora que mi hijo es feliz con una mujer maravillosa, ¿por qué regresas? —espetó su madre.
Helen desvió la mirada antes de hablar.
—Estoy celosa de ella. Intenté alejarme, pero hace un mes decidí buscarte. Compré un boleto de avión, y durante el vuelo, todo cambió.
Helen hizo una pausa, como si intentara encontrar las palabras adecuadas.
—En ese vuelo conocí a una azafata... Morena, cabello corto, voz dulce. Parecía una niña de no más de 18 años. Su profesionalismo era admirable. Todo iba bien hasta que hubo una falla en el motor. Mientras las demás azafatas estaban visiblemente asustadas, ella permaneció serena, guiándonos con instrucciones claras.
Helen relató cómo aquella joven no solo mantuvo la calma, sino que ayudó a una pasajera embarazada que entró en labor de parto durante el aterrizaje.
—Aterrizamos entre llantos de bebé y aplausos de los pasajeros. Cuando todos bajamos, la vi apoyada en un paramédico, con vendas en el brazo y el tobillo. Parecía herida, pero seguía sonriendo. Fui a ofrecerle mi ayuda, pero me dijo que estaba bien. Que lo mejor de todo era que tendría unas vacaciones largas y pagadas.
Helen hizo una pausa, su voz ahora temblorosa.
—Mientras hablábamos, vi que respondía una llamada. El número me sonaba familiar, pero no fue hasta que escuché tu voz al otro lado que lo supe.
El silencio se hizo en la sala. La revelación dejó a todos sin palabras. Alan sentía una mezcla de incredulidad y rabia.
—¿Sabes qué, Helen? —dijo finalmente, con la voz firme—. No me importa lo que hayas hecho ni lo que sientas ahora. Mi vida ya no te pertenece.
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Mientras Alan lidiaba con el inesperado regreso de Helen, Susan dormía profundamente, ajena a lo que ocurría en la casa de sus suegros. Pero algo dentro de ella seguía inquietándola, así que se levantó de la cama.