Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: El plan de odio
Rosella estaba en su habitación, con el corazón aún agitado, las manos entrelazadas sobre el pecho como si quisiera calmar esa opresión que no la dejaba respirar.
La noche era larga, y el silencio de la casa, demasiado pesado.
A través de la ventana apenas se filtraba un rayo de luna que bañaba el suelo de mármol, y ella, recostada en la cama, se sentía más sola que nunca.
No podía dormir. Las sombras le parecían susurrar advertencias.
La duda la consumía.
—¿Debo renunciar? —susurró en voz baja, con los ojos vidriosos.
El pensamiento se repetía como un eco que no podía callar.
El corazón le dolía con cada latido.
La actitud del señor Sanromán la tenía inquieta, confundida, atrapada entre la culpa y el deseo de hacer lo correcto.
Había algo en él que la perturbaba, algo que no debía sentir, algo que la desgarraba por dentro.
—La actitud del señor Sanromán me inquieta, me tortura —pensó con angustia—. No quiero caer en ninguna trampa, ni lastimar a la señora Julieta.
Llevó las manos a su rostro.
Estaba cansada, agotada de tanto pensar, de fingir que todo era normal cuando por dentro sentía un torbellino de emociones que la arrastraban.
—Debería irme —murmuró—. Pero… Dios mío, esta es la mejor oportunidad que he tenido en mi vida.
Su mente viajó al pasado, a los días en que apenas tenía para comer, cuando soñaba con estudiar, con dejar el pueblo, con ser alguien.
Ahora tenía un sueldo digno, un techo y un lugar donde sentía, aunque no lo admitiera, un extraño calor de hogar.
—Me han pagado bien, llevo ahorrado algo… pero no es suficiente —susurró—. No alcanza para ir a la ciudad ni para estudiar mi carrera.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Había trabajado tanto, y aun así la vida seguía poniéndole pruebas.
—Dios, ayúdame —dijo alzando la mirada hacia el techo, como si el cielo pudiera escucharla—. No puedo darme el lujo de abandonar este trabajo… pero tampoco quiero quedarme y cometer un error. Guía mis pasos, te lo ruego.
Con el alma desgarrada, intentó volver a dormir.
Cerró los ojos, pero el sueño no llegó. Solo pensamientos, culpas y la imagen del señor Sanromán, que se colaba una y otra vez en su mente.
***
A la mañana siguiente, el amanecer se filtró entre las cortinas como un suave respiro.
El canto de los pájaros sonaba lejano, indiferente a los dramas humanos que se tejían dentro de aquella casa.
Julieta, en su habitación, observaba su teléfono con el rostro tenso.
Había pasado la noche en vela. Sabía que lo que estaba a punto de hacer cambiaría el rumbo de todo.
Finalmente, marcó un número.
—Debes venir y ayudarme, ¿lo harás? —su voz sonó suave, casi frágil.
—Cuando me enamoré de ti, Julieta, yo prometí que haría todo por ti, y lo haré siempre —respondió Enrique, con ese tono firme que la hacía sentir segura.
—Gracias… gracias por ser tan bueno conmigo —dijo ella con un hilo de voz, y colgó antes de que su corazón la traicionara.
El silencio la envolvió. Cerró los ojos.
Enrique Duarte había sido el primer hombre que amó.
Un amor joven, lleno de ilusiones, de promesas. Habían planeado casarse, pero entonces apareció Gabriel… y el destino cambió de rumbo.
Gabriel Sanromán, el hombre que la había hecho sentir viva, el amor de su vida, el padre de sus hijas.
Enrique, con el corazón destrozado, aceptó quedarse como amigo.
“Con tal de verla feliz”, le había dicho alguna vez, con una sonrisa que escondía dolor.
Y la había visto feliz.
Durante años, su matrimonio con Gabriel fue un ejemplo de amor, respeto y complicidad.
Pero ahora todo era distinto.
Julieta estaba enferma.
Su cuerpo se rendía poco a poco, y su mente tejía un plan desesperado: preparar a los suyos para cuando ella ya no estuviera.
—Debo alejarme de ti, Gabriel —murmuró mirando una foto familiar sobre la cómoda—. El tiempo está en mi contra.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Sé que Rosella es buena mujer… debo dejar que comiencen a enamorarse, aunque me duela el alma. Si sigo aquí, nunca lo harán. Ella jamás se acercará a un hombre casado. Y tú… tu Gabriel, siempre te sentirás culpable, aunque yo te empuje a ese abismo.
La voz se le quebró.
—No puedo más… debo recibir tratamiento, al menos para menguar el dolor, mientras espero a la muerte.
Tomó la foto con manos temblorosas.
En ella estaban sus hijas, sonriendo, abrazadas a Gabriel. Una lágrima cayó sobre el cristal.
Respiró hondo, intentando reunir la fuerza que ya no tenía, pero que fingía con una dignidad casi heroica.
***
Cuando bajó al comedor, el aroma del café recién hecho llenaba el aire.
Gabriel estaba leyendo el periódico, las niñas reían entre cucharadas de cereal, y Rosella servía el jugo con esa discreción que siempre la caracterizaba.
Julieta los miró un instante, grabando en su memoria cada gesto. Era su familia… y pronto tendría que dejarla ir.
—Enrique vendrá a visitarme —dijo de pronto, rompiendo el murmullo de la mañana—. No podré ir a la feria con las niñas. Gabriel, llévalas tú con Rosella.
El hombre levantó la vista, sorprendido.
—¿Viene Enrique? Bueno, entonces vengan tú y él. Así podemos mostrarle el pueblo —dijo intentando sonar amable, aunque algo en sus ojos delataba celos.
Julieta lo miró con enojo.
—¡¿Acaso no te queda claro que quiero tiempo a solas con mi mejor amigo?! —su voz fue un cuchillo que cortó el aire.
El silencio se hizo pesado.
Gabriel apretó los labios, desconcertado.
Ella nunca le había hablado así. Aquella mujer dulce y paciente parecía haberse convertido en alguien diferente.
Tragó saliva.
—Bien… entiendo. Quédate a recibirlo. Iremos a la feria —dijo, sin levantar la mirada.
Rosella, desde un rincón, sintió el corazón apretarse. No entendía qué ocurría.
¿Por qué Julieta era tan fría con su esposo? ¿Acaso ella había hecho algo mal?
La duda la atravesó como una punzada.
—Rosella —dijo Julieta, rompiendo el silencio—, ¿me ayudas a elegir un bonito vestido, por favor?
—Claro que sí, señora —respondió ella con suavidad.
Subieron juntas al dormitorio. Sobre la cama, Julieta había extendido dos vestidos.
Uno de seda azul profundo y otro rosa de tela suave y elegante, ambos de un lujo que Rosella jamás habría imaginado tocar.
—¿Cuál crees que es más bonito? —preguntó Julieta con una sonrisa tenue.
Rosella los miró, admirada.
—Este… el rosa. Es precioso.
Julieta asintió, y con un brillo extraño en los ojos dijo:
—Este te lo pondrás tú.
—¿Pero, señora…? —titubeó Rosella, confundida.
—Nada de peros. Yo usaré el azul. Anda, es tarde. Ah, una cosa más —dijo, mientras se acomodaba frente al espejo—: quiero que hoy vuelvan tú y Gabriel a las nueve en punto. Es importante.
Rosella frunció el ceño.
—¿Puedo saber por qué, señora?
Julieta la miró por el reflejo del espejo, con una sonrisa triste.
—Es por un brindis especial. Las niñas se quedarán con Mariela, ella las llevará a cenar. Pero tú y Gabriel deben estar aquí puntuales, ¿sí?
Rosella asintió, sin entender.
—Sí, señora.
Julieta esperó a que la joven saliera del cuarto.
Cuando la puerta se cerró, su sonrisa se desvaneció.
Se miró al espejo y dejó caer una lágrima.
—Perdóname, Gabriel… te tocará odiarme.
creo que quizo decir Arnoldo.!!!