En la mágica isla de Santorini, Dylan Fletcher y su esposa Helena sufren un trágico accidente al caer su automóvil al mar, dejando a Dylan ciego y con las gemelas de un año, Marina y Meredith, huérfanas de madre. La joven sirena Bellerose, que había presenciado el accidente, logra salvar a las niñas y a Dylan, pero al regresar por Helena, esta se ahoga.
Diez años después, las gemelas, al ver a su padre consumido por la tristeza, piden un deseo en su décimo cumpleaños: una madre dulce para ellas y una esposa digna para su padre. Como resultado de su deseo, Bellerose se convierte en humana, adquiriendo piernas y perdiendo su capacidad de respirar bajo el agua. Encontrada por una pareja de pescadores, se integra en la comunidad de Santorini sin recordar su vida anterior.
Con el tiempo, Bellerose, Dylan y sus hijas gemelas se cruzarán de nuevo, dando paso a una historia de amor, segundas oportunidades y la magia de los deseos cumplidos.
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Entre la ira y el silencio de la noche.
Al siguiente día todo transcurrió normal. Las niñas fueron a su escuela y Dylan a trabajar ansioso de que llegara la noche para ver si volvía a escuchar el canto.
La mansión se encontraba en un extraño silencio esa noche. El viento golpeaba suavemente las ventanas, mientras las luces de los candelabros parpadeaban tenuemente en el comedor y el salón.
Dylan, cansado de las tensiones de todo el día, se había retirado temprano a su habitación. Su jornada había sido larga, llena de pensamientos que no dejaban de acosarlo. La tristeza que llevaba consigo, la soledad que nunca había podido apartar por completo desde la muerte de su esposa, lo envolvían una y otra vez, como una sombra. Pero esta noche, la sensación de vacío se sentía más densa que nunca. Tal vez era el whisky que había estado bebiendo, el cual le nublaba la mente y le hacía perderse en recuerdos lejanos de su niñez.
En su escritorio, las botellas vacías de whisky descansaban junto a los papeles que nunca llegaba a firmar, olvidados a medio camino. Dylan, sin embargo, no estaba pensando en la administración de su vida ni en los negocios que no lograba manejar como antes. Esta noche no pensaba en nada más que en deshacerse de la maraña de pensamientos que lo atormentaban. Por un momento, quería ser simplemente un hombre que aún vivía, que aún respiraba.
Con una copa más de whisky entre las manos, se levantó de su escritorio y caminó hacia el rincón de su habitación, donde había colocado el estuche de esgrima. Hace años que no tocaba la espada, pero en noches como esa, la práctica le ofrecía algo más que un simple pasatiempo: le ofrecía un escape. Era un recuerdo de su juventud, de los días en que su padre le enseñaba, de las competiciones que tanto disfrutaba. A veces, cuando se sentía especialmente perdido, tomaba la espada y dejaba que su cuerpo se moviera de manera automática, como si, de alguna forma, pudiera regresar a aquellos momentos donde todo era más sencillo. Sin embargo, aquella noche, lo hacía solo por el peso de la desesperación que sentía.
Al principio, sus movimientos eran torpes, más torpes de lo que le gustaría admitir. La copa de whisky lo había relajado demasiado, y el alcohol entorpecía su coordinación, pero aún así se sentía bien. A pesar de su estado, el cuerpo de Dylan parecía recordar los viejos tiempos, el balanceo preciso de la espada, el movimiento fluido, la rápida agilidad de sus años de juventud. El sonido del metal cortando el aire era un sonido familiar y reconfortante. En su mente, por un momento, se despojaba de todo lo demás: de su dolor, de las tensiones familiares, de la oscura sensación de que algo le faltaba en la vida.
Entonces, el sonido de un golpeteo suave en la puerta lo hizo detenerse. Dylan respiró profundo, apartó la espada y se dio vuelta, algo molesto, pero no lo suficiente como para dejar de atender la puerta.
—¿Sí? —respondió en voz baja, ya algo cansado.
La puerta se abrió lentamente y una figura femenina entró en su habitación. Fabiola. En bata de dormir de seda, con el cabello suelto y desordenado, se acercó a Dylan con pasos suaves, casi sigilosos. Esa noche se quedó a dormir con la excusa de que estaba lloviendo, por eso los padres de Dylan la acomodaron en una de las tantas habitaciones. Él no la había oído llegar, y por un momento pensó que estaba soñando. Pero no era un sueño. Era Fabiola, su prima, con su habitual sonrisa sutilmente provocativa. Sin embargo, a esa hora de la noche y en su estado, la presencia de ella no era lo que más necesitaba. De hecho, lo que menos necesitaba era que ella estuviera ahí.
—Dylan... —murmuró ella con tono meloso, acercándose al hombre con la copa aún en la mano, ya casi vacía—. He estado esperando en el salón... pero decidí que era mejor venir a ver cómo estabas.
Dylan frunció el ceño, sintiendo cómo la irritación comenzaba a subir por su garganta, a pesar de los efectos del alcohol. Fabiola se acercó más, colocándose cerca de él, como si no pudiera entender que él no quería esa cercanía, no en ese momento.
—Escucha, no es el momento —dijo, con una brusquedad que no era común en él, pero que esa noche parecía surgir sin esfuerzo. Ya no quería sonreír ni jugar a la cortesía. No en ese estado. No con ella.
Fabiola lo miró con una sonrisa que no le gustó. Como si todo lo que decía tuviera un doble sentido, una insinuación escondida que él, borracho y cansado, no estaba dispuesto a aceptar.
—Oh, Dylan... —dijo ella, con voz suave, pero cargada de algo que no encajaba con el ambiente de su habitación—. ¿Qué te pasa? Estás tan... distante últimamente. Sabes que lo único que quiero es que estés bien, ¿verdad? Que volvamos a ser como antes.
Dylan pasa su mano por su rostro asqueado, y por un momento, la confusión lo invadió. No entendía lo que ella quería. No entendía qué estaba buscando realmente. Todo en ella parecía tan calculado, tan vacío. Y, en este momento, no podía soportarlo.
—Prima, basta —dijo, levantando una mano, como si con ese gesto pudiera despejar su mente de la invasiva presencia de ella—. No quiero hablar de esto. No quiero que te quedes aquí. Sal de mi maldita recámara.
Pero ella no se detuvo. En lugar de alejarse, dio un paso más cerca, colocando su mano suavemente sobre la de Dylan, la que sostenía la copa, intentando atraer su atención. El toque, aunque suave, le pareció a Dylan como una presión, algo que ya no podía soportar.
—Es que... no entiendo, Dylan. Siempre has sido tan cerrado, tan distante. Siempre te has refugiado en el trabajo, en tu dolor. Pero yo... yo puedo ayudarte a sanar —dijo, y su voz ahora tenía un matiz más seductor, como si estuviera jugando un juego que él no quería jugar.
Dylan apartó su mano de la suya con un movimiento brusco, como si un resorte lo hubiera impulsado. Por un momento, se quedó helado, como si no pudiera creer lo que escuchaba, lo que sentía.
—¡No me toques! —gritó, enojado, pero su voz estaba teñida de un cansancio profundo. La ira no era suficiente para callar el vacío que sentía dentro. La habitación se llenó de un tenso silencio, mientras las palabras que nunca dijo flotaban entre ellos—. “Te detesto por lo que me haces. Me estás hastiando. No eres mi salvación porque no me interesas”.
Fabiola, sorprendida por la reacción de Dylan, retrocedió un paso, pero no dejó de mirarlo con esa sonrisa que aún parecía no entender del todo. En su mirada había algo que no podía disimular, algo más que solo el deseo de acercarse. Y aunque Dylan no lo sabía, en su mente ella ya había comenzado a trazar su próximo movimiento. El de una mujer que siempre veía todo como un juego de poder.
Dylan, sintiendo el peso de sus palabras y de sus emociones, no quiso mirar atrás. Se dio la vuelta con rapidez y dio unos pasos hacia el ventanal de su habitación, sintiendo cómo el frío de la noche lo acariciaba mientras se recargaba en la ventana. Solo entonces, con la mente aún turbada por el whisky y por la presencia de Carla, se permitió cerrar los ojos, dejando que la quietud de la noche lo envolviera.
—Vete —dijo en voz baja, sin volverse, pero con una firmeza que dejaba claro que su paciencia ya se había agotado—. Ya basta, Fabiola. No tengo nada que hablar contigo.
Fabiola, al ver que no podía manipularlo más, no insistió. Se dio la vuelta lentamente y caminó hacia la puerta. Antes de salir, lanzó una última mirada hacia Dylan, una mirada cargada de frustración, pero también de un deseo de control que aún no había conseguido.
Cuando la puerta se cerró, Dylan se quedó solo, con el eco de sus propios pensamientos resonando en su cabeza. Esa noche, mientras la espada descansaba en el suelo y el whisky aún nublaba su mente, entendió algo. La soledad no podía llenarse con manipulaciones ni juegos. Ni de Faniola. Ni de nadie.
Solo en la quietud de su habitación, Dylan comprendió que, más allá de todo, seguía luchando contra algo más grande que él: un vacío profundo que ni el whisky ni las palabras de su prima podían llenar. Y, aunque lo intentaba con todas sus fuerzas, aún no encontraba la paz que tanto anhelaba.
Me encanta tu novela
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