"Sin Reglas"
París Miller, hija de padres ausentes, ha pasado su vida rompiendo reglas para llamar su atención. Después de ser expulsada de todas las escuelas, sus padres la envían a una escuela militar dirigida por su abuelo. París se niega, pero no tiene opción.
Allí conocerá a Maximiliano, un joven oficial obsesionado con las reglas. El choque entre ellos será inevitable, pero mientras París desafía todo, Maximiliano deberá decidir si seguir el orden... o aprender a romper las reglas por ella.
Una comedia romántica sobre rebeldes, reglas rotas y segundas oportunidades.
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capitulo 21
Capítulo 21
Narra París Miller
No sé en qué momento exacto cambió la dinámica entre Maxi y yo. Tal vez fue después de aquella conversación donde le hablé de mi vida, o quizás simplemente ocurrió sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Lo único que sabía era que, ahora, estar cerca de él no se sentía como una obligación o un castigo; se sentía... bien.
Era como si, de alguna forma, hubiéramos encontrado un punto medio donde nuestras personalidades chocaban pero encajaban al mismo tiempo. Por ejemplo, aquella tarde, cuando él me encontró sentada bajo un árbol cerca del campo de entrenamiento, hojeando un libro que había tomado prestado de la biblioteca del internado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, con esa mezcla de curiosidad y autoridad que siempre usaba conmigo.
—¿No es obvio? —respondí, levantando el libro y mostrándoselo.
Maximiliano se sentó a mi lado, sin siquiera pedir permiso. Lo hacía con una naturalidad que me descolocaba.
—¿Qué lees?
—Un libro de poesía. No pensé que tuvieran algo tan decente en la biblioteca de este lugar —comenté, soltando una risa suave.
—Déjame ver.
Sin esperar mi respuesta, tomó el libro de mis manos. Pero no fue eso lo que me hizo contener la respiración, sino el roce de sus dedos contra los míos. Fue un contacto breve, casi insignificante, pero suficiente para que mi corazón diera un salto inesperado.
—Esto es interesante —comentó, ignorando por completo mi pequeña crisis interna mientras hojeaba las páginas—. Nunca imaginé que te gustara la poesía.
—Hay muchas cosas que no sabes de mí, Maxi —respondí, recuperando la compostura.
Él me miró de reojo, con esa sonrisa ligera que últimamente comenzaba a mostrarse más a menudo.
—Tal vez algún día me las cuentes.
Hubo un silencio cómodo después de eso. Uno de esos silencios donde no sientes la necesidad de decir nada porque la compañía del otro es suficiente. Fue entonces cuando lo sentí: su mano, descansando junto a la mía en el césped. No estaba tocándome directamente, pero sus dedos rozaron los míos ligeramente, como un accidente. No retiró la mano, y yo tampoco.
Era un gesto tan pequeño, tan insignificante, pero al mismo tiempo, significaba todo.
—¿Te gusta estar aquí? —preguntó de repente, rompiendo el silencio.
—¿En el internado? —dije, mirándolo de reojo.
—Sí.
Pensé en mi respuesta por un momento antes de hablar.
—No al principio. Pero ahora... creo que no es tan malo.
Maximiliano asintió lentamente, como si estuviera satisfecho con mi respuesta. Luego, cerró el libro y me lo devolvió, pero esta vez, cuando nuestras manos se rozaron de nuevo, su dedo pulgar acarició ligeramente el dorso de mi mano. Fue tan rápido que casi pensé que lo había imaginado, pero su mirada me dijo que había sido intencional.
—Deberías volver al dormitorio antes de que alguien te regañe por estar fuera de horario —dijo, poniéndose de pie.
—¿Me estás regañando tú? —pregunté, alzando una ceja mientras me levantaba también.
—No, solo te estoy cuidando.
Sus palabras me dejaron sin aliento por un momento, pero él ya se había dado la vuelta y caminaba hacia el campo de entrenamiento.
Esa noche, mientras me acomodaba en la cama, repasé mentalmente cada pequeño gesto del día. Desde el roce de nuestras manos hasta la suavidad con la que me había hablado. Había algo diferente en Maximiliano, algo que no podía identificar del todo, pero que me hacía sentir... especial.
Y aunque no quería admitirlo, una parte de mí deseaba que esos pequeños gestos continuaran. Que esa conexión que estábamos formando creciera, poco a poco, sin que ninguno de los dos tuviera que decir nada al respecto.
Narra Maximiliano
Había algo en París Miller que lograba romper todas las barreras que intentaba mantener en pie. No era intencional, estoy seguro, pero de alguna manera, su presencia desarmaba mi lógica, mi necesidad de control y hasta mi postura de superioridad.
No me había dado cuenta de cuánto me afectaban sus pequeñas acciones hasta ese día en el campo. Cuando nuestras manos se rozaron, fue como si un muro invisible entre nosotros se derrumbara, aunque fuera por un breve instante. Podría haber sido un accidente, algo insignificante... pero no lo fue.
Esa noche, mientras revisaba los reportes de entrenamiento, no pude evitar que mi mente divagara hacia ella. Recordaba cómo se había defendido con orgullo y prepotencia frente a Bianca, cómo su sarcasmo lograba arrancarme sonrisas incluso cuando intentaba mantenerme serio. Había una chispa en París que iluminaba todo a su alrededor, incluso cuando no quería admitirlo.
No podía ignorarlo más. Había una conexión creciendo entre nosotros. Pero sabía que estaba jugando con fuego.
Ella era una niña. Bueno, no exactamente, pero tenía 17 años. Yo tenía 23, y la diferencia de edad era una línea que no podía cruzar, no importa cuán borrosa pudiera parecer a veces.
El problema era que ella no me trataba como todos los demás. Mientras el resto del internado me miraba con respeto, incluso con cierto temor, París simplemente... me veía. Como si yo no fuera el oficial Maximiliano Williams, sino solo un chico normal, alguien con quien podía hablar sin filtros ni formalidades.
Y, honestamente, no me molestaba.
A la mañana siguiente, el sonido de las botas resonaba en el campo de entrenamiento mientras daba las indicaciones del día. El sol apenas comenzaba a calentar, y los reclutas se movían con rapidez, siguiendo mis órdenes al pie de la letra. Todos menos una.
—Miller, ¿qué estás haciendo? —pregunté, alzando la voz.
Ella giró lentamente, con una sonrisa inocente que no engañaba a nadie.
—¿Qué parece, señor? Estoy calentando.
—¿Eso es calentar? —la miré con escepticismo, cruzándome de brazos.
—Claro. Tal vez tú deberías intentarlo alguna vez. Relajarte un poco, ya sabes.
Los reclutas más cercanos contuvieron la respiración, esperando mi reacción. Pero en lugar de regañarla, lo único que pude hacer fue negar con la cabeza, reprimiendo una sonrisa.
—Cinco vueltas al campo, Miller. Y no quiero excusas.
—Sí, señor —respondió, pero lo hizo con un tono burlón que arrancó algunas risas nerviosas de los demás.
Mientras la veía correr, no pude evitar fijarme en los pequeños detalles. La forma en que su cabello se movía con el viento, cómo su sonrisa parecía iluminar hasta el lugar más gris. Era imposible no notar esas cosas, incluso cuando intentaba convencerme de que no significaban nada.
Más tarde, mientras organizaba algunos reportes en mi oficina, escuché un suave golpe en la puerta.
—Adelante.
París asomó la cabeza, con esa mirada que siempre parecía mezclar inocencia con travesura.
—¿Molesto?
—Siempre.
Entró de todos modos, cerrando la puerta tras de sí.
—Solo vine a devolverte esto —dijo, colocando los guantes morados sobre mi escritorio.
—¿Ya no los necesitas? —pregunté, levantando una ceja.
—Claro que sí, pero quería darte las gracias otra vez. Son geniales. Además, pensé que te gustaría saber que escalé la cuerda hoy sin quejarme... tanto.
No pude evitar sonreír ante su tono orgulloso.
—Me alegra escuchar eso.
Ella se quedó allí, de pie frente a mi escritorio, como si estuviera debatiendo si decir algo más. Finalmente, se inclinó un poco hacia adelante, apoyando las manos en el borde del escritorio.
—Maxi... gracias. Por todo.
Su voz sonó tan sincera, tan diferente del tono sarcástico que solía usar, que me tomó por sorpresa. Antes de que pudiera responder, se inclinó un poco más y me dio un beso en la mejilla, rápido y suave, pero lo suficiente para que mi respiración se detuviera por un segundo.
Luego se enderezó, con una sonrisa tímida que no era nada típica de ella.
—Nos vemos en el campo, señor.
Y con eso, salió de la oficina, dejándome completamente desconcertado.
Apoyé la cabeza en mis manos, tratando de ordenar mis pensamientos. Esto estaba yendo demasiado lejos, demasiado rápido. Pero, al mismo tiempo, no podía negar que una parte de mí no quería detenerlo.