Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Detener el deseo
Gabriel la bajó de sus brazos con brusquedad, como si el solo contacto con su piel lo quemará.
La sostuvo un instante antes de soltarla, sus ojos grises se clavaron en ella como cuchillas, mientras Rosella temblaba, incapaz de sostener su mirada.
El aire estaba cargado de tensión, denso, imposible de respirar.
—Gracias por ayudarme, señor… yo… —murmuró, su voz quebrada apenas se oía.
—¿Qué haces aquí? —replicó él, con ese tono seco, autoritario, que no admitía réplica.
Rosella parpadeó confundida.
—La señora Julieta me permitió venir a estudiar inglés aquí. Quise alcanzar un libro, eso es todo.
Gabriel frunció el ceño, un tic nervioso le recorrió la mandíbula.
Sintió un dolor punzante en la cabeza, una mezcla de rabia y desconfianza que no podía contener. Dio un paso hacia ella.
—¿Cuánto dinero quieres para largarte de esta casa?
Rosella abrió los ojos, anonadada. Por un momento creyó haber escuchado mal.
—¿Qué dice? —preguntó, apenas respirando.
—Deja de fingir —su voz sonó grave, cortante—. Sabemos bien que fuiste cómplice de Claudia. Que cambiaste de parecer a última hora no te hace inocente.
El color abandonó su rostro. Dio un paso atrás, dolida.
—¡Eso es una mentira vil!
Gabriel soltó una carcajada amarga.
—Por favor, no lo niegues. Ella misma me lo dijo. ¿Qué buscas ahora? ¿Redención? ¿Dinero?
Rosella lo miró con el alma desgarrada.
Su respiración se volvió errática, el pecho subía y bajaba con rapidez.
Él lo notó. Notó cómo temblaba, cómo sus labios temblorosos buscaban las palabras adecuadas.
Y algo dentro de él se encendió. No era ira, era deseo.
Un deseo que lo envolvía como una niebla oscura, confusa, peligrosa.
—Yo lo ayudé —replicó ella, con voz trémula—. De haber sabido que era un malagradecido como usted, lo habría dejado caer en la trampa.
Gabriel sintió el golpe directo al corazón. Sus palabras eran dagas, y, aun así, la admiró.
Esa furia, esa valentía… esa maldita forma en que lo desafiaba. Se acercó con un paso decidido y la tomó de los hombros.
—¡Háblame con respeto! —rugió—. No olvides quién soy. Soy tu jefe, quien te da de comer, quien paga tu sueldo.
—¡Suélteme! Eso no le da derecho a tocarme —gritó, forcejeando.
Pero Gabriel la sujetó con más fuerza.
Sus cuerpos se chocaron, su calor la envolvió. La respiración de ambos se mezcló en un solo compás.
Rosella sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Estaba aterrada, pero algo más, algo prohibido, le hacía estremecerse de otra manera.
Gabriel apretó sus brazos, pero no la lastimó. Solo la sostuvo, mirándola con esos ojos que parecían un abismo. Y en ese abismo, ella se sintió caer.
—¿Cuánto dinero quieres, pequeña? —susurró entre dientes, su voz ronca, peligrosa—. Dime cuánto, y déjame en paz.
Estaba tan cerca que podía sentir su aliento rozando su piel. Una gota de sudor le bajó por la frente. Sus labios se humedecieron inconscientemente.
La cercanía era un tormento. Su cuerpo lo traicionaba.
Rosella se quedó paralizada. Su mente gritaba que huyera, pero su cuerpo no obedecía.
Sabía lo que él deseaba.
Lo veía en su mirada, en su respiración agitada, en la forma en que sus manos temblaban sobre su piel.
Por un instante, sintió que el mundo se desmoronaba.
Podía elegir.
Podía ceder, convertirse en su amante, asegurar su futuro, tener dinero, estabilidad.
No sería la primera mujer que usara el deseo de un hombre para subir en la vida. Bastaba con decir una palabra.
Bastaba con rendirse.
Pero no.
No podía hacerlo.
No podía traicionar a Julieta, ni a las pequeñas gemelas, ni a Sarita, que la miraban con tanto amor.
No podía ser “esa” mujer. No sería la sombra que destruyera un hogar.
Rosella empujó a Gabriel con todas sus fuerzas.
—¡Aléjese! —gritó, la voz quebrada—. ¡Por favor, no me haga esto!
Gabriel abrió los ojos, aturdido. Por un momento no entendió sus palabras.
Entonces las vio: las lágrimas. Lágrimas puras, desesperadas, que caían por su rostro.
Y fue como si un balde de agua helada le cayera encima.
La soltó. Dio un paso atrás. Tragó saliva, tratando de recomponerse. Su respiración era un torbellino.
—Lárgate —dijo con voz ronca, pero firme—. Lárgate y no vuelvas a cruzarte en mi camino.
Rosella asintió temblando, sin mirarlo.
Tomó sus cosas y salió corriendo del lugar.
La puerta se cerró de golpe, y el eco de su huida quedó resonando en el alma de Gabriel.
Él se quedó solo, mirando el vacío. Se pasó la mano por el cabello, respirando con dificultad.
¿Qué demonios había hecho?
***
En la habitación silenciosa, Julieta permanecía despierta.
Eran las cuatro de la madrugada. Sentada frente al espejo, apenas reconocía a la mujer que la observaba desde el otro lado.
Pálida, demacrada, los ojos hundidos, el cabello débil.
El cáncer había hecho su trabajo con precisión cruel.
Había rechazado la quimioterapia.
Su cuerpo estaba demasiado débil. Ya no había esperanza. Solo el lento y agónico paso del tiempo.
Las palabras de Mariela resonaban en su mente, una y otra vez, como una maldición:
“La señorita Rosella fue quien desistió primero. Si no se hubiera negado, tal vez las cosas serían distintas. Nunca vi al señor Gabriel tan descontrolado… tan arrasado por la pasión. Parecía otro hombre.”
Julieta cerró los ojos. No podía imaginarlo.
No quería imaginarlo.
Gabriel, su dulce Gabriel, el hombre que le hacía el amor con ternura, con calma, con respeto… ¿Podía ser ese ser salvaje, dominado por la pasión, que describía Mariela?
No. No era posible.
Y, sin embargo… algo dentro de ella le decía que sí.
Rosella tenía algo.
Algo que ella, en su juventud y belleza, jamás tuvo. Una luz, una fuerza, una pureza que despertaba el instinto más primitivo de un hombre.
—Rosella pasó la prueba —dijo Julieta en voz baja, intentando convencerse—. No es una mujer capaz de destruir un hogar. Tiene conciencia, tiene valores… resistió la tentación.
Lo decía con calma, pero sus manos temblaban.
Una lágrima rodó por su mejilla, luego otra.
No lloraba por rabia. Lloraba por miedo. Por la certeza de que su historia con Gabriel había terminado, incluso antes de morir.
Porque en algún rincón del alma de ese hombre, Rosella ya vivía.
Julieta lo comprendió.
Lo había amado demasiado, tanto que ahora, incluso en su agonía, deseaba su felicidad. Pero el dolor… el dolor de ser reemplazada, de saber que otra ocuparía su lugar, era insoportable.
Apretó las sábanas contra su boca para no gritar. Las lágrimas empaparon el colchón.
No odiaba a Rosella. Odiaba su suerte.
Odiaba su enfermedad. Odiaba al destino.
Y entre sollozos silenciosos, comprendió que ya no tenía fuerzas para seguir luchando.
Solo le quedaba amar en silencio… y esperar la muerte con la paz de saber que, aunque su vida se apagaba, el amor no iba a morir
creo que quizo decir Arnoldo.!!!