Elena lo perdió todo: a su madre, a su estabilidad y a la inocencia de una vida tranquila. Amanda, en cambio, quedó rota tras la muerte de Martina, la mujer que fue su razón de existir. Entre ellas solo debería haber distancia y reproches, pero el destino las ata con un vínculo imposible de ignorar: un niño que ninguna planeó criar, pero que cambiará sus vidas para siempre.
En medio del duelo, la culpa y los sueños inconclusos, Elena y Amanda descubrirán que a veces el amor nace justo donde más duele… y que la esperanza puede tomar la forma de un nuevo comienzo.
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Capítulo 12
POV Elena
Había pasado una semana desde la desaparición de Francesco. Ningún rastro, ninguna llamada, ningún mensaje. Carla estaba consumida por la desesperación y yo apenas lograba sostenerla. Decidí que ya era suficiente. Si la policía avanzaba a paso lento, nosotras debíamos actuar.
Contraté a un investigador privado, un hombre mayor de aspecto rudo, con el cabello gris y el porte de quien ha visto demasiado en la vida. Se presentó en mi casa una mañana nublada, con una carpeta bajo el brazo y una mirada dura, como si pudiera leer entre líneas lo que yo misma no me atrevía a decir.
—Soy Giovanni —dijo con voz grave—. Me enviaron su solicitud. Entiendo que buscan a un hombre que desapareció hace una semana. Necesito que me cuenten todo lo que sepan.
Carla, que estaba a mi lado, respiró hondo. Sus manos temblaban cuando sacó del bolso una foto arrugada. Se la entregó como si le diera un pedazo de su propio corazón.
—Lo conocí en Venecia, hace dos años —empezó, con la voz entrecortada—. Elena me pidió que la representara en un desfile. Yo fui en su nombre, y en la fiesta después del evento… ahí estaba él. Me dijo que era empresario, inversionista. Que vivía en Sicilia. Yo le conté que también vivía en Sicilia, que trabajaba con mi mejor amiga en su marca de moda. Intercambiamos números. Él me llamo y comenzamos a salir. Meses después me propuso matrimonio.
Giovanni asentía mientras tomaba notas en una libreta gastada.
—¿Cuánto tiempo llevan casados? —preguntó.
—Un año —susurró Carla, bajando la mirada.
Sacó de su bolso algunos documentos y se los entregó: el acta de matrimonio y el título de la casa que Francesco le había regalado poco después de la boda. “Para que siempre estes cerca de Elena”, le había dicho entonces.
El investigador los revisó con calma. Su rostro no mostró sorpresa, pero yo lo interpreté como una mala señal. Cerró la carpeta y se puso de pie.
—Necesito tiempo para verificar la información —dijo, con seriedad—. Apenas tenga novedades, volveré.
Lo acompañé hasta la puerta. Antes de salir, se giró hacia mí y asintió.
—No se preocupen, señora Palmer. Tarde o temprano, todos dejan huellas.
Lo observé alejarse hasta que desapareció al doblar la esquina.
Carla rompió a llorar en el sofá.
—Me duele tanto, Elena. Me enamoré como una tonta, y ese maldito me engañó desde el primer día.
La abracé fuerte, sintiendo su cuerpo temblar contra el mío.
—Calma… calma. Lo haremos pagar. Pero ahora lo que necesitamos es distraernos, mantenernos ocupadas. ¿Qué te parece si trabajamos un poco?
Ella asintió entre lágrimas.
Decidimos quedarnos en mi casa, no queríamos enfrentar al mundo afuera. Carla subió a su habitación a buscar la computadora y yo me quedé en el estudio, dibujando líneas sin sentido, solo para mantener las manos ocupadas.
No habían pasado ni cinco minutos cuando escuché su grito desgarrador.
—¡Elena!
Solté el lápiz y corrí hasta su cuarto. Ella estaba frente al ordenador, pálida, con las manos sobre la boca.
—¿Qué pasa? —pregunté, con el corazón en la garganta.
Sus ojos me buscaron, llenos de terror.
—Las cuentas de la empresa… están vacías.
Me quedé congelada.
—¿Qué?
—Elena, no hay nada. Ni un euro. Todo desapareció.
El mundo se me vino abajo. Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Ese dinero era el fruto de años de esfuerzo, de noches sin dormir, de sacrificios que solo yo conocía.
Me acerqué de golpe, aferrándome a la pantalla como si pudiera revertir lo que veía.
—¿Estás segura? —pregunté, con voz desesperada—. Revisa de nuevo, debe ser un error.
Ella negó, con lágrimas cayendo a borbotones.
—No, Elena. Entré para hacer los pagos de este mes y los números están en ceros.
Tomé su rostro entre mis manos, obligándola a mirarme.
—Escúchame bien. Necesito que te concentres. Llama al banco. Pregunta qué pasó. No puedes mover una cantidad tan grande sin que ellos lo verifiquen. Tal vez… tal vez sea un error del sistema.
Carla se quebró, sollozando.
—¿Y si fue él? ¿Y si Francesco…?
Un escalofrío me recorrió entera.
—Carla… ¿le diste las claves de acceso?
Ella desvió la mirada, culpable.
—No directamente, pero le autoricé el manejo. Él podía invertir las ganancias, lo habíamos acordado.
Sentí la rabia subir como un fuego en mi pecho.
—¡Maldición! —grité, apretando los puños—. Ahora todo encaja.
Carla abrió los ojos desmesuradamente.
—Entonces… por eso se casó conmigo. Solo quería tu dinero.
Su llanto me partió el alma.
—Lo siento, Elena. Lo siento tanto. Todo esto es mi culpa.
Inspiré profundo, tratando de mantener la calma aunque por dentro sentía que me rompía en mil pedazos.
—No, Carla. No es solo tu culpa. Yo también confié en él. Ambos fuimos ingenuas. Pero ahora… ahora no podemos seguir llorando. Con lágrimas no se solucionará nada.
La miré con firmeza.
—Ese maldito nos vio la cara, y aún no sabemos qué más hizo sin que te dieras cuenta. Llama a todos los bancos. Revisa cada cuenta, cada movimiento. Necesitamos saber hasta dónde llega el robo. Y después iremos a la policía.
Ella asintió, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.
Yo apreté los dientes, sintiendo cómo la determinación se clavaba en mí como un hierro ardiente.
—Te lo juro, Carla. Así me toque buscar debajo de las piedras, lo encontraremos. Y cuando lo hagamos… Francesco —o quien demonios seas—, vas a pagar por lo que hiciste.
Miré por la ventana. La tarde en Sicilia estaba tranquila, pero dentro de mi casa todo había cambiado. La calma que habíamos construido durante años se había roto.
Y yo, Elena Palmer, ya no estaba dispuesta a perder nada más.