Thiago Andrade luchó con uñas y dientes por un lugar en el mundo. A los 25 años, con las cicatrices del rechazo familiar y del prejuicio, finalmente consigue un puesto como asistente personal del CEO más temido de São Paulo: Gael Ferraz.
Gael, de 35 años, es frío, perfeccionista y lleva una vida que parece perfecta al lado de su novia y de una reputación intachable. Pero cuando Thiago entra en su rutina, su orden comienza a desmoronarse.
Entre miradas que arden, silencios que dicen más que las palabras y un deseo que ninguno de los dos se atreve a nombrar, nace una tensión peligrosa y arrebatadora.
Porque el amor —o lo que sea esto— no debería suceder. No allí. No debajo del piso 32.
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Capítulo 12
Fue el lunes, justo después del almuerzo, cuando cayó la bomba.
Un contrato millonario con la filial de Ferraz Tech en Francia —específicamente en Burdeos— estaba al borde del colapso. Una cláusula mal interpretada, un retraso en la entrega, y uno de los inversores amenazaba con rescindir.
El e-mail llegó cifrado. El teléfono sonó tres veces. Y Gael supo, sin respirar hondo, lo que tendría que hacer.
Viajar. Inmediatamente.
—Yo mismo lo resuelvo —dijo, seco, a Clarissa—. Nadie negocia eso mejor que yo.
Clarissa asintió solamente. Sabía que, cuando Gael entraba en ese modo, no había espacio para la emoción. Era solo trabajo. Defensa. Frialdad. El CEO asumía el cuerpo y callaba al hombre.
Thiago, al saberlo, sintió un puñetazo en el pecho. No porque Gael se estuviera yendo. Sino porque no hubo aviso. Ni conversación. Ni despedida.
Solo silencio.
Al final de la tarde, lo vio saliendo de la sala, traje impecable, maleta de cuero en la mano, celular pegado a la oreja.
Pasó de largo.
Thiago lo siguió con los ojos hasta que se detuvo frente al ascensor. Por un impulso que ni siquiera entendió, se acercó.
—Buen viaje.
Gael lo miró por un segundo. Solo uno.
Y en esa mirada había todo lo que no podía decir allí, delante de todos.
—Gracias —respondió, la voz baja, casi tensa.
Entró en el ascensor.
Las puertas se cerraron.
Y el vacío que quedó parecía mayor que todo el piso.
⸻
En los días siguientes, Thiago intentó ocupar la mente con trabajo.
Organizó planillas, reestructuró agendas, adelantó informes. Pero todo lo que hacía parecía automático. Seco.
La silla de Gael, vacía.
Su sala, oscura.
Su perfume, aún en el aire.
A veces, se sorprendía mirando hacia la puerta como quien espera algo que ni siquiera debería querer.
Pero quería.
Y lo más difícil de todo era saber que el deseo crecía incluso sin presencia.
Y que, a pesar de la distancia…
no conseguía parar de pensar en aquel beso.
Thiago estaba empezando a enamorarse.
Ya no era solo el deseo escondido en los pasillos. Ya no era más el escalofrío en el beso prohibido o el juego de miradas.
Era la falta.
La ausencia de Gael llenaba la empresa entera.
Su silencio resonaba en los e-mails no enviados, en los “buenos días” que nunca llegaron, en los mensajes que no vinieron.
Y lo más aterrador era percibir que el vacío dolía.
Se sorprendía recordando el beso. No solo el toque, sino la forma en que Gael lo miró después. Como si hubiera verdad en ese instante. Como si alguien finalmente se hubiera permitido ser visto.
Thiago no era ingenuo. Sabía quién era Gael. Sabía cuánto se escondía detrás de la postura de acero.
Pero, aun así… quería más.
Y eso lo aterraba.
“Si esto se filtrase… si alguien viera… si se convirtiera en escándalo…”
Internet sería cruel. La prensa se abalanzaría sobre ellos.
¿Y sus padres?
Ya lo habían expulsado una vez.
Ya lo habían llamado “vergüenza”.
Thiago sabía que, si una relación con su jefe —hombre, poderoso, novio de una mujer— fuera expuesta, la vergüenza de ellos se transformaría en odio.
No había perdón que resistiera un escándalo así.
⸻
El miércoles, Clarissa comentó algo en voz baja mientras organizaba documentos.
—Parece que Doña Eugenia, la madre de Gael, anduvo preguntando sobre ti.
Thiago se congeló.
—¿Cómo así?
—Nada directo. Solo… insinuaciones. Curiosidad de más. Ella siempre ha sido así. Controladora. Sofisticada en la forma, cruel en el contenido.
Thiago sintió el estómago revuelto.
La madre de Gael. La voz que moldeó su vida.
Si ella ya estaba oyendo rumores, aunque vagos… entonces el castillo podía empezar a derrumbarse.
Y la pregunta que martillaba era solo una:
“¿Gael me va a proteger… o me va a abandonar?”
Thiago se acostó esa noche mirando al techo del estudio, escuchando los sonidos de la ciudad.
No sabía qué era peor:
Enamorarse de alguien que no podía amarlo en público…
o aceptar que, al final, estaría solo de nuevo.