Un deseo por lo prohibido
Viviendo en un matrimonio lleno de maltratos y abusos, donde su esposo dilapidó la fortuna familia, llevándolos a una crisis muy grave, no tuvo de otra más que hacerse cargo de la familia hasta el extremo de pedírsele lo imposible.
Teniendo que buscar la manera de ayudar a su esposo, un contrato de sumisión puede ser su salvación. En el cual, a cambio de sus "servicios", donde debía de entregársele por completo, deberá hacer algo que su moral y ética le prohíben, todo para conseguir el dinero que tanto necesita...
¿Será que ese contrato es su perdición?
¿O le dará la libertad que tanto ha anhelado?
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Capitulo 12
Muriel estaba parada mirando a Yeikol, para él todo era tan fácil.
— ¿Le pasa algo a la señora?— preguntó Yeikol
Pedro le contó de los permisos requeridos por Muriel, y los motivos. Yeikol sonrió levemente, se rascó la barbilla y le ordenó a su empleado.— Pedro, concédele todos los permisos que necesite la señora. Ah, y no le descuente nada de su salario. ¿Algo más, señora Brown?
“Que descarado y cínico resultó ser el jefe” pensó Muriel, y le contestó. — No. Muchas gracias, señor. Es usted muy amable.
El día continuó su curso normal. Muriel se realizó el chequeo médico y los análisis correspondientes. Después volvió a su hogar, o mejor dicho, al infierno llamado hogar. Noah estaba sentado en la sala de estar. Mostraba un semblante pálido y no precisamente por su estado de salud.
— Amor, ¿qué sucede?— preguntó preocupada.
Si los abusos y agresiones habían cesado por unos días, acercarse a Noah, la hizo volver a la cruda realidad.
Su esposo, aún convaleciente, le propinó un puñetazo en la boca, que la hizo sangrar de inmediato. Ella retrocedió, pero la señora Beatriz la sujetó, clavándole las uñas en el antebrazo.
— ¿De dónde sacaste el dinero de mi operación, y de pagar la fianza? Habla, maldición.— gritó fuerte, luego hizo un gesto de dolor por el esfuerzo.
— Contéstale a mi hijo.— pidió Beatriz, sacudiéndola.
Muriel, con lágrimas en los ojos, y limpiando la sangre que corría por su labio, le respondió.— Pedí otro préstamo.
— Dame tu teléfono. Voy a revisar tu estado de cuenta.— ordenó Noah.
Ella le pasó el teléfono. Por suerte, los veinticinco millones de dólares, que le depositó Alfred, lo tenía en otra cuenta. Él, después de verificar el estado de cuenta, le devolvió su móvil.
— Bien, espero que me estés diciendo la verdad. Ahora ve a preparar algo para comer. — dijo Noah.
Tarde de la noche, Muriel no podía dormir. Estaba acostada al lado de Noah, quien dormía plácidamente, y ella lo observaba con detenimiento. Ese hombre al que unió su vida ante los ojos de Dios, no merecía su sacrificio. Tenía pensado pagar la operación para que volviera a caminar, pero después de lo ocurrido cuando regresó a casa, tenía sus dudas. Además, iban a surgir muchas preguntas acerca del dinero y no iba a tener ninguna explicación convincente. Lo mejor era esperar.
Quería llorar, desahogarse con alguien que la escuchara, y aconsejara, pero no tenía a nadie. Era una mujer completamente sola, sin un ser humano que la defendiera, que luchara por ella. Salió de la habitación con el rostro mojado de lágrimas. Se sentó en el sofá y dejó escapar un grito, seguido de muchos más. Lloró con rabia.
Lloró tanto, que sus ojos se hincharon, y sintió que las lágrimas se le agotaron. Respiró profundamente. Cansada, desilusionada y con un fuerte dolor de cabeza, consecuencia de los llantos, se dispuso a ir a la alcoba. Pero una voz la hizo detener.
— Muriel, espero que no estés molesta. Comprendes que lo hice por tu bien. No sé lo que hiciste, pero no lo puedes volver hacer. Eres una mujer devota de Dios, y fiel esposa.— dijo la señora Beatriz.
Muriel Sonrió sarcásticamente.— ¿Usted me estás hablando de devoción a Dios? Usted… ¿La que me dijo que me prostituya para salvar a su amado hijo? Hipócrita.
— Insolente, nunca dije tal cosa.
La joven se acercó a ella, la miró llena de ira con sus ojos bien hinchados, y por primera vez, contestó como debía.— Beatriz, vete al demonio. Jódete.
Beatriz intentó pegarle, pero ella le sujetó la mano. — Jamás lo vuelvas a intentar. — aclaró Muriel y se fue a su habitación. Sintió un alivio, aunque no asimilaba lo que acabó de decir.
A la mañana siguiente, Muriel se miró al espejo. Tenía los ojos hinchados, y el labio inferior cuarteado por el golpe que le propinó Noah. Se odió así misma, no quería ser esa mujer que se reflejaba en el espejo. Sin embargo; no tenía el valor para defenderse.
Unos días después.
Era fin de semana, Muriel se despertó temprano. Preparó el desayuno, limpió la casa, lavó la ropa e hizo el almuerzo. Estaban todos en el comedor, almorzando. Ella siempre llevaba el teléfono que le entregó Alfred, en la cintura, sujetado con el elástico de la falda. Sintió que vibró, pidió permiso y fue a la habitación.
“Halo”, contestó nerviosa.
Alfred la saludó cortésmente. Le dio una dirección, y una hora exacta. Tenía que estar en ese lugar sin retraso.
Muriel se dejó caer en la cama, al parecer, comenzaría su trabajo como sumisa. Muchas ideas venían a su mente. Seguro él la iba a penetrar tan fuerte, hasta hacerla sangrar. Le dejaría marcas visibles. La castigaría hasta lograr dejarla sin aire. La sometería a las peores torturas, y la obligaría a complacer sus más atroces deseos. No obstante; no tenía opción.
Después de lavar los platos, se duchó y se vistió. Usó su ropa normal, una falda por debajo de las rodillas, y una blusa por los codos.
Noah y su madre estaban en el jardín. Ella se acercó a ellos, y les dijo; — Voy a comprar unas verduras y algunos embutidos.
— Me parece bien. Compra algo de mariscos, estoy cansada de carnes.— dijo Beatriz. Noah se quedó callado, poco le importaba si salía o no. Su esposa era incapaz de jugarle una traición.
Muriel llegó al sitio acordado. Segundos después, un auto negro se detuvo frente a ella y bajó el vidrio. Era Alfred y le indicó que subiera.
— Hola, señora.— le dijo Alfred, al subir, y empezó a conducir.
— Hola, ¿Y el señor Richardson?
— Nos está esperando en la cabaña. Queda a una hora de aquí.
Después de algunos minutos, ella preguntó.— Señor, Alfred, ¿Por qué recogió los análisis médicos?
— Al señor le urgía saber los resultados. Usted goza de buena salud.
La mujer iba en silencio, evidentemente nerviosa. Su rostro pálido mostraba angustia. Era la situación más difícil a la que se había enfrentado, aún así, tenía que hacerlo.