Jalil Hazbun fue el príncipe más codiciado del desierto: un heredero mujeriego, arrogante y acostumbrado a obtenerlo todo sin esfuerzo. Su vida transcurría entre lujos y modelos europeas… hasta que conoció a Zahra Hawthorne, una hermosa modelo británica marcada por un linaje. Hija de una ex–princesa de Marambit que renunció al trono por amor, Zahra creció lejos de palacios, observando cómo su tía Aziza e Isra, su prima, ocupaban el lugar que podría haber sido suyo. Entre cariño y celos silenciosos, ansió siempre recuperar ese poder perdido.
Cuando descubre que Jalil es heredero de Raleigh, decide seducirlo. Lo consigue… pero también termina enamorándose. Forzado por la situación en su país, la corona presiona y el príncipe se casa con ella contra su voluntad. Jalil la desprecia, la acusa de manipularlo y, tras la pérdida de su embarazo, la abandona.
Cinco años después, degradado y exiliado en Argentina, Jalil vuelve a encontrarla. Zahra...
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La bufanda roja
Zahra terminó de darse una ducha y pasó la palma por el espejo empañado. El reflejo devolvió unas ojeras suaves y un gesto cansado. No había dormido bien, y se veía. Aun así, sonrió con esa mezcla de resignación y cariño por sí misma. Nunca le había gustado maquillarse si no estaba modelando… y, por un segundo, un recuerdo incómodo la cruzó como una sombra; los espejos cubiertos, evitados, ignorados durante aquellos dos años en Raleigh. Desde que había visto a ese hombre, no había logrado del todo dejar el pasado atrás.
Sacudió la cabeza. No hoy. No un sábado tranquilo.
Se vistió con ropa cómoda y se dirigió a la cocina. Andy siempre dormía hasta más tarde los fines de semana. Afuera todavía estaba fresco. Puso agua a calentar para el café y encendió la estufa a leña. En minutos, el crujido de los troncos llenó la cocina y el calor le acarició el rostro. Era una sensación simple, pero la hacía sentir en casa.
Preparó café y un pan con semillas, queso y huevo. Mientras daba los primeros sorbos, tomó su libreta y anotó lo que debía comprar en las estancias; verduras, quesos, miel, carne, y unas flores que a Andy le gustaban para la mesa de la fonda.
Luego se levantó, se ató el cabello y caminó hacia el horno de la fonda. Había dejado la masa lista la noche anterior; solo tenía que meter el pan.
El aroma de levadura y harina ya empezaba a llenar el aire cuando escuchó que abrían la puerta.
Laura llegó temprano, como siempre los fines de semana.
—Puse el pan a cocinar —le avisó Zahra, limpiándose las manos en el delantal—. En un rato llega Rosa para estar con Andy.
Laura sonrió, práctica y enérgica como de costumbre.
—No te preocupes. Con Fausto nos ocupamos de todo acá.
Zahra asintió, buscó su bolso y tomó del cajón él dinero.
—Vuelvo cuanto antes dijo.
Zahra sostuvo las llaves un segundo antes de encender la camioneta. Era uno de esos amaneceres fríos en los que el aire picaba la piel, pero a ella le gustaba; la mantenía despierta, la ordenaba por dentro.
El motor arrancó y, mientras iba por la ruta coloco música, conduzco hasta llegar al camino de tierra el cuál tomo. El paisaje se extendía amplio,tranquilo.
Mientras avanzaba, Zahra bajó la ventanilla apenas. El olor de la zona era maravilloso. En la radio sonaba una chacarera suave, y ella golpeó el volante al ritmo sin pensarlo.
La primera parada era la estancia de los Vega. Don Manuel la esperaba siempre con un mate y los cajones ya listos.
Al verla bajar, él levantó la mano.
—¡Buen día, Zahra!
—Buen día, Don Manuel —respondió ella, acomodándose la bufanda—. ¿Cómo viene todo?
—Las gallinas andan mejor que nosotros —bromeó él—. Te separé los huevos grandes, como te gustan.
Zahra sonrió, agradecida. Cargaron juntos los cajones en la parte trasera de la camioneta. Hablaron del clima, de la feria del próximo mes, del ternerito nuevo que había nacido.
— La próxima vez traeré a Andy, le va a encantar conocer al ternerito.
— Los esperamos por aqui dijo Don Manuel.
Después de pagarle, ella siguió viaje hacia la huerta de los Vivas. El camino estaba tranquilo, apenas un par de camionetas pasando a lo lejos. Zahra pensó en Andy, en cómo iba a levantarse con el pelo despeinado y arrastrando el peluche preferido. Pensó en el pan horneándose, en Laura y Fausto poniendo todo en marcha sin necesidad de que ella estuviera encima.
Pensó, también, en lo que no pensaba tan seguido; en cómo había tardado años en volver a sentirse así, útil, viva, en paz y como ese lugar tan remoto le había devuelto todo autorespeto que había perdido junto a Jalil.
Un recuerdo quiso colarse —la puerta cerrada de su habitación, un silencio pesado, un espejo cubierto— pero Zahra lo apartó con un suspiro.
Apretó un poco más el acelerador.
Aún le quedaban dos paradas antes de volver a la fonda, y quería llegar a tiempo para ver la cara de Andy cuando probara el pan recién salido del horno.
Mientras tanto Jalil en la entrada de la casa, de brazos cruzados, mirando el campo como si le estuviera midiendo el carácter. Llevaba apenas tres dias en Argentina, pero ya tenía ganas de incendiar todo; Teresa se había ocupado de guardar las gallinas.
Cuando escuchó el motor de la camioneta, suspiró aliviado. Al fin alguien que entendía algo de ese lugar.
Ernesto bajó del vehículo con su andar tranquilo, sombrero en mano.
—Buen día, Don Jalil. ¿Durmió bien?
—No. —La respuesta fue seca—. Quiero ver el ganado.
Ernesto lo observó con una media sonrisa, como quien reconoce el carácter gruñon de la mañana desde lejos.
—¿Ahora mismo?
—Sí —dijo Jalil, ajustándose el abrigo—. Antes de que alguna otra criatura decida enfurecerme aún más.
Teresa, que había terminado en el corral, se acercó.
—¡Ya me ocupo de las gallinas, don Jalil! ¡Son medias tontas nomás!
Jalil la miro no mas y Ernesto sonrio.
— Teresa debes preparar los cajones vendrán por ellos.
— ¿ Que cajones ?, pregunto Jalil
— De frutas, tenemos algunos frutales, surtimos algunos comercios de la zona, no es mucho.
—¡ Entiendo!, dijo Jalil.
Minutos después, ambos estaban montados a caballo. Aunque a Jalil la mirada del animal no le daba demasiada confianza.
—¿Este caballo… muerde? —preguntó, inclinándose apenas hacia Ernesto.
—Solo si usted le da motivos —respondió Ernesto, muy tranquilo.
Jalil frunció el ceño, extrañabas sus sementales. El viento fresco le golpeó el rostro mientras avanzaban por el sendero de tierra. A lo lejos se veía el lote donde pastaba el ganado, y el sol comenzaba a trepar por encima del horizonte.
—Le advierto —dijo Ernesto, marcando el paso—, acá todo camina distinto. Acá se necesita paciencia.
—Paciencia tengo —respondió jalil—. Lo que necesito es saber qué funciona… y qué no.
—Entonces va a llevarse algunas sorpresas —dijo Ernesto, dándole una palmada al caballo para avanzar—. Porque en el campo, casi siempre, nada funciona como uno quiere.
Jalil no contestó, pero su expresión lo dijo todo, estaba listo para pelearle a ese nuevo mundo…
— Buscaremos personal idóneo, quiero poner en funcionamiento la casa principal.
— Me ocuparé de eso hoy mismo dijo Ernesto.
Desde el lateral Jalil observó una camioneta Hilux color gris ingresando por el camino principal.
— ¿Quién es?, pregunto Jalil.
— Uno de nuestros clientes, le vendemos frutillas, membrillos, manzanas.
— Entiendo dijo él.
Zahra bajó de su camioneta.
— Buenos días,, Teresa, ¿se encuentra Don Ernesto?.
— Buenos días, Zahra. Don Ernesto se encuentra recorriendo los campos con el nuevo administrador. Pero tu pedido ya está listo.
Zahra comenzó a cargar los canastos, luego acompaño a Teresa al tráiler que usaban de oficina para pagarle y darle su recibo por el calor del esfuerzo se quitó la bufanda y la dejo sobre una silla, olvidándosela.
Jalil regresó al tráiler con el paso firme, decidido a revisar con Ernesto los cambios que quería implementar. En su cabeza ya estaba ordenando prioridades:
cortar gastos inútiles, reactivar los empleados que valieran la pena, cerrar sectores improductivos, levantar la casa principal.
Tenía un plan.
El lugar estaba silencioso, sobre la mesa había papeles, talonarios, una calculadora vieja, unos billetes. Y en la silla, una bufanda roja.
Jalil frunció el ceño.
La tomó simplemente para sacarla del camino, pero en cuanto cerró la mano sobre la lana tibia, el aroma subió, sutil, limpio, conocido de una manera que no tenía derecho a serlo.
Lavanda. Un toque cítrico. Y algo más, algo que su memoria reconoció antes que él.
Jalil se quedó quieto.
El corazón le dio un golpe breve, seco, como si algo dentro de él hubiera despertado de golpe.
No podía ser.
Se llevó la bufanda más cerca, casi sin darse cuenta, y el perfume le llenó la garganta. Algo dentro de él se tensó de manera primitiva, violenta.
El mismo olor que había sentido en aquella habitación de Marambit cuando ella jugaba.
El mismo olor que había quedado en su ropa cada vez que la visitaba.
El mismo que llevaba años evitando recordar.
Su mano tembló, apenas.
—¿Don Jalil?
Ernesto apareció en el umbral, sacudiéndose el polvo de las botas.
Jalil giró de inmediato, serio, como si lo hubieran sorprendido en algo íntimo.
—¿Quién estuvo aquí? —preguntó, con el ceño fruncido y la voz crispada.
Ernesto lo miró, sin entender del todo.
—Teresa estuvo aqui con Zahra. Vino a buscar su pedido. Se fue hace un ratito no más exclamó señalando el dinero.
Jalil apretó la bufanda hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
—¿Zahra? —repitió, lento, como si la boca se negara a pronunciar el nombre—. ¿ Quién es?
—La señora de la Hilux gris—dijo Ernesto, apoyándose en el marco—. Es la dueña de la fonda. Buena gente. Trabajadora.
Él lo había visto. La espalda, el pelo, la forma de caminar hacia la tienda de la ruta. Solo un instante, solo un movimiento, pero había sido suficiente para que algo en su cuerpo reaccionara antes que su cabeza.
Jalil tragó, incómodo.
—¿Vive lejos?
—En la fonda, debería ir se come muy bien, suelo llevar a mi esposa.
La fonda con ese cartel que vio desde la camioneta. El lugar perdido en la nada donde su instinto le habuía gritado que era ella, aunque él se había dicho que era imposible.
Ernesto señaló la bufanda.
—Debe ser de ella . Se la llevare.
—No —lo interrumpió Jalil, demasiado rápido.
Respiró hondo y bajó la vista a la lana roja entre sus manos.
—Yo la devolveré, tengo ganas de probar la comida.
No sabía por qué lo dijo. No tenía razones. No tenía explicaciones.
Solo sabía que no permitiría que otro lo hiciera.
—Como usted quiera —dijo Ernesto, encogiéndose de hombros—. ¿Seguimos con los cambios?
Jalil dejó la bufanda cuidadosamente doblada sobre el escritorio.
Odiaba cómo le temblaron los dedos al soltarla.
—Sí —respondió, retomando su tono habitual—. Tenemos trabajo que hacer.
Pero mientras hablaban de presupuestos, empleados y galpones, su mirada volvía una y otra vez al rojo intenso en la mesa.
Y la pregunta que no quería hacerse latía sin control en su pecho.
¿Era posible que, en este pedazo remoto del mundo, Zahra y él estuvieran otra vez en el mismo suelo?
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