Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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El enemigo en mi oficina
GABRIELA
...PRESENTE…...
Los lunes ya eran lo bastante horribles como para encima tener que lidiar con juntas interminables, pero ese en particular… ese lunes se convirtió en mi pesadilla favorita.
Estaba revisando unos informes con Cecilia Andrade —mi asistente y mejor amiga desde que Aurea apenas era una idea en una servilleta— cuando escuchamos el alboroto en recepción.
—¿Y ahora qué pasa? —pregunté, frotándome las sienes.
Cecilia se asomó y volvió con los ojos como platos.
—Vas a matarme.
—¿Por qué?
—Porque el tipo más insoportable de la historia está preguntando por ti.
—¿Un periodista?
—Peor. —Me hizo un gesto dramático con las manos—. Tu ex-esposo en persona.
El café casi se me va por el otro lado.
Me puse de pie y caminé hacia la entrada de mi oficina. Y ahí estaba él: Con una sonrisa de tiburón, saludando a mis empleadas como si fuera el dueño del lugar.
—¿Qué demonios haces aquí? —pregunté, cruzándome de brazos.
Sebastián levantó la mirada y sonrió con todo el descaro del mundo.
—Vaya, siempre tan cordial, Gabi. ¿No piensas ofrecerme ni un cafecito?
—¿Quieres café? Vete a tu casa a que te lo haga tu modelito.
Cecilia se atragantó intentando no reír.
Él, imperturbable, avanzó hasta mi escritorio y dejó sobre él una carpeta negra.
—Solo vine por Negocios. Vine a hablar de Aurea.
Lo miré con suspicacia.
—¿Qué clase de negocios?
Sebastián se inclinó sobre el escritorio, tan cerca que pude oler su colonia.
—Muy simples. Tu empresa ahora está en la mira de los mejores inversionistas. Y adivina quién será el encargado de negociar la adquisición.
Sentí cómo se me tensaban todos los músculos.
—No. Ya te dije que no pienso vender.
Él sonrió, como quien ya tenía la respuesta preparada.
—Oh, ya veremos, mi vida.
—Señora Estévez. —Cecilia tosió en falso para corregirlo.
La fulminó con la mirada.
—Ex de Valtieri.
El silencio fue cortado por un golpeteo en la puerta.
Valentina asomó la cabeza, con su uniforme de colegio y el celular en la mano.
—¿Me pueden explicar por qué mi papá está aquí? —preguntó, con esa mezcla de sarcasmo y fastidio que dominaba a la perfección—. Porque si esto es otra pelea de divorciados, avísenme para devolverme.
Valentina entró sin más y se dejó caer en una de las sillas frente a mi escritorio, cruzando las piernas como si estuviera en un programa de televisión.
—Adelante, continúen. —Alzó su celular—. Esto está mejor que el drama en la escuela.
—Valentina, cariño, no deberías escuchar estas conversaciones ¿Por qué no vas a la cafetería?—dije, apretando la mandíbula.
—¿No? —Me miró con descaro. El mismo de su padre—. Es de la única forma que los puedo ver juntos, ¿cierto? Entonces me quedaré y aprovecharé.
Sebastián se acomodó en la silla de al lado, muy cómodo.
—¿Ves, Gabi? Hasta nuestra hija entiende la importancia de esta conversación.
—Nuestra hija entiende demasiado bien cómo manipulas las cosas —le lancé, sin pensarlo.
—No soy un manipulador, solo convenzo a ciertas personas a conveniencia…—Se quedó un rato pensando en lo que acaba de salir de su boca y luego miró a Valentina—. Bueno…eso sonó como si realmente fuera una manipulador. Pero de igual forma el punto es que, no tengo la culpa de ser convincente ¿O no soy convincente?
—Convincente es la palabra elegante para decir “fastidioso”, papá. —Valentina sonrió.
Yo me tapé la cara un segundo para no reír y le llame la atención por hablarle así a su papá.
Sebastián respiró hondo, fingiendo paciencia.
—Escuchen, no vengo como “papá malo”, ni como el exmarido macabro. Vengo como el hombre de negocios que soy. Aurea es brillante, sí, pero también está en peligro. Yo puedo salvarla.
—¿Salvarla? —espeté, inclinándome hacia él—. Lo que quieres es destriparla y vender sus restos al mejor postor.
—Son detalles, pequeños detalles—Encogió los hombros.
Valentina levantó la mano, teatral.
—Pregunta: ¿Van a repartirse también la custodia de la empresa como si fuera un hijo más? Porque ya bastante tengo con ser la excusa favorita de sus peleas.
Me quedé sin palabras. Sebastián soltó una carcajada.
—Dios… tiene tu lengua afilada —me miró con sorna—. ¿Así de grosera has estado criando a mi hija?
—Y tu capacidad de fastidiar —repliqué sin titubear—. Si al menos la visitaras más seguido, podrías corregirle su mal carácter.
El silencio se cargó de tensión. Fue entonces cuando Cecilia, apoyada en el marco de la puerta, carraspeó con fuerza.
—Ejem, ejem… les recuerdo que esto es una oficina, no su sala de estar. Y además —añadió señalando a Valentina—, su hija los está viendo. Por Dios, parecen dos adolescentes peleando por estupideces.
Sebastián se puso de pie, recogiendo la carpeta con calma exagerada.
—Piensa en lo que dije, Gabi. No soy tu enemigo.
—Eres peor —respondí.
Él solo sonrió, saludó con un gesto burlón y salió, dejando detrás de sí un silencio lleno de electricidad.
Valentina me miró, con una ceja arqueada.
—Si se odian tanto, ¿por qué siento que en el fondo disfrutan pelearse?
Yo me quedé callada.
Cecilia, en cambio, se rió tan fuerte que casi se atraganta.
Cuando pensé que Sebastián por fin se había largado, me di cuenta de que no.
Seguía ahí, apoyado en el marco de la puerta, disfrutando el show como si todo esto fuera un espectáculo privado para él.
Respiré profundo, pero la paciencia me duró medio segundo.
—Y tú, señorita —dije mirando a Valentina—, ¿recuerdas la razón por la que estás en mi oficina a esta hora en vez de estar en el instituto? Porque no es precisamente para hacer bromitas.
Valentina se encogió de hombros, mirando al techo.
—Ay, mamá… fue una tontería. Ya te dije que la profesora exagera.
—Te suspendieron—corté, alzando la voz. La vi girar los ojos y mi sangre hirvió—. No solo fuiste grosera, Valentina, también fuiste irresponsable. Y créeme, no te vas a salvar del castigo.
La sonrisa burlona de Sebastián desapareció de golpe. Dio un paso al frente, con el ceño fruncido.
—Un momento. ¿Qué? ¿Me estás diciendo que suspendieron a Valentina y me entero ahora? —Su voz subió de tono—. ¡O sea que si no vengo a esta empresa, nunca me entero de las cosas de mi hija?
Lo fulminé con la mirada.
—Yo me enteré esta mañana, Sebastián. Esta. Mañana. Y perdona si no te mandé un reporte en PowerPoint, pero pensé que estabas muy ocupado con tu vida de playboy y tratando de quitarme la empresa, para interesarte.
—¡Esto es enserio, Gabriela! —replicó, indignado—. Tengo derecho a saberlo.
Lo miré con ironía venenosa.
—Perfecto. Pues ahí tienes a tu hija. Pregúntale tú qué fue lo que hizo.
Valentina, que hasta ahora había mantenido la pose de “me da igual”, se quedó congelada. Tragué saliva, disfrutando por dentro ver cómo se le borraba la sonrisa.
—Habla, Valentina —dijo Sebastián, serio, con esa voz grave que usaba cuando no estaba de humor.
Mi hija me miró nerviosa, buscándome como si yo fuera a salvarla.
Yo solo crucé los brazos.
El silencio en la oficina se volvió denso.
—Pues… —balbuceó Valentina—, no fue nada… tan grave.
—Valentina —Sebastián repitió, esta vez más bajo, más peligroso—. Dime qué hiciste.
Valentina se mordía el labio, jugueteando con las mangas del saco del uniforme, como si de pronto las paredes fueran mucho más interesantes que nuestras miradas.
—Valentina —insistí con firmeza—, habla ya.
Ella suspiró fuerte, resignada.
—Ok, ok… no fue tan grave.
—Eso lo decidimos nosotros —intervine.
Sebastián la miraba algo molesto.
—¿Qué hiciste?
—Pues… me suspendieron porque… —soltó de golpe— porque la profesora me vio saliendo del instituto en la moto de Axel.
El silencio cayó como un martillazo.
la reacción de Sebastián fue aún peor: su expresión se volvió de piedra.
—¿Qué. Dijiste? —preguntó en un tono tan bajo que asustaba más que si hubiera gritado.
Valentina tragó saliva, encogiéndose en la silla.
—Que… Axel me llevó en su moto. Solo fue una vuelta, papá, ¡ni que fuera un crimen!
Yo respiré hondo, intentando no explotar, y crucé los brazos.
—¿De verdad crees que estás contando todo?
—¿Cómo que no? —Valentina me miró nerviosa.
—No nos mientas, Valentina. La profesora me dijo absolutamente todo. ¿O piensas que no sé? —La señalé con firmeza—. Mejor dile todo a tu padre de una vez.
Ella suspiró, mordiéndose el labio inferior.
—Mamá, me da vergüenza contarle eso a él…
—¿Vergüenza? —me acerqué, con el ceño fruncido—. ¿Y no te dio vergüenza hacerlo? Ya basta de tonterías y habla.
Valentina apretó los ojos, como si quisiera tragarse sus propias palabras.
—Después del paseo en la moto… Axel y yo regresamos a clase de música, pero para que no nos vieran entramos por atrás del instituto. Y pues… —tragó saliva, sus mejillas rojas— la presión subió y… nos estábamos besando y toqueteando.
Sebastián soltó un gruñido.
Valentina bajó más la voz, casi en un hilo.
—Fue justo en ese momento que la profesora de historia pasó por ahí… había ido a regañar a unos alumnos que fumaban… y pues… nos vio. Así terminamos suspendidos.
Silencio.
Un silencio tan denso que me erizó la piel.
Sebastián estaba blanco, con las venas del cuello marcadas.
—¿Toqueteando? —repitió en un susurro, como si la palabra fuera veneno.
Valentina asintió apenas, encogida en la silla.
Sebastián golpeó la mesa con la palma abierta, haciendo retumbar todo el despacho.
—¡Te dije mil veces que no quiero verte cerca de ese mocoso! ¡Y mucho menos en esa maldita motocicleta! ¡Y ahora resulta que…!
Se quedó sin palabras, furioso. Yo podía sentir que estaba a un paso de perder completamente el control.
Valentina, en vez de disculparse, respondió con rebeldía:
—¡No fue para tanto! Es solo un chico, tengo edad para tener novios. ¿Por qué te altera tanto?
—¡Porque sé exactamente cómo son “esos chicos”! —Sebastián replicó, la mandíbula tensa—. Y porque no voy a permitir que termines como…
Se detuvo en seco. La frase quedó incompleta.
Lo miré, herida.
Sabía perfectamente a qué se refería, pero no se atrevió a decirlo delante de Valentina.
—Como yo, ¿verdad? —susurré, amarga.
Él me miró de reojo, sin responder.
Valentina, confundida, nos observaba a los dos, con las mejillas encendidas.
—Ya basta. —Se levantó bruscamente de la silla —. No soy una niña. ¡Y al parecer Axel es el único que me entiende!
—¡Valentina! —la llamé, pero ya había salido dando un portazo.
El silencio quedó otra vez, esta vez cargado de recuerdos que ninguno de los dos quería revivir.
Sebastián respiraba agitado, con los puños apretados.
—¿Ves? Por esto necesito saber todo lo que pasa con ella. Porque si no, un día será demasiado tarde.
Yo me crucé de brazos, dolida.
—Y tú crees que gritar y prohibir es suficiente. Eso no es ser padre, Sebastián. Mejor procura estar más en la vida de ella, ni siquiera sabes que le gusta o que hace en sus tiempos libres. Solo eres su padre de nombre.
Él me miró con rabia contenida, pero también con un destello de miedo en los ojos.
Miedo real.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)