Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
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capítulo 11
Santiago Ferreira se presentó en la mansión Montclair a la hora del té, vestido con su uniforme más impecable y una caja de bombones artesanales. Llevaba el rostro sereno y la espalda recta, como buen ministro de guerra… pero el corazón le latía como tambor de desfile.
Desde una de las ventanas del piso superior, Griselda observaba la llegada con una taza de té en la mano.
—Parece que alguien se puso perfume —dijo con una sonrisa traviesa.
Anastasia, que se arreglaba el moño por sexta vez, le lanzó una mirada.
—¡Calla! Estoy nerviosa. ¿Y si digo algo ridículo?
—¿Algo más ridículo que la vez que pensaste que un candelabro era un sombrero? Difícil —respondió Griselda, divertida.
—¡Eso fue UNA vez!
En el salón principal, la duquesa Evelyne se encontraba sentada con su porte de matriarca intachable, y al ver al ministro inclinarse cortésmente, frunció apenas un milímetro la comisura de los labios. Una sonrisa, en lenguaje de madre exigente.
—Bienvenido, ministro Ferreira.
—Gracias por recibirme, duquesa. Espero que no sea inoportuno...
—Veremos eso al final del té.
Anastasia descendió con pasos lentos, como si el suelo fuera de mantequilla. Su vestido era sobrio, pero sus ojos brillaban con emoción contenida.
—Señor ministro —dijo con una reverencia ligeramente chueca—. Espero que le guste el té de jazmín... aunque es de ayer.
Santiago no pudo evitar reír.
—Me encanta el jazmín... incluso si es de otra época.
El té fue una mezcla de nervios, carcajadas mal disimuladas y algunas gotas de dulzura real. Hablaron del baile, del pañuelo (que Anastasia le devolvió perfectamente doblado y con aroma a lavanda), del zapato roto y de cómo ella pensaba que podía estar maldita.
—¿Y si nunca me caso por culpa de ese zapato? —susurró Anastasia.
—Entonces ese zapato no merecía tenerla como dueña —dijo él, y ella se sonrojó.
Finalmente, Santiago se levantó, inhaló profundo, y se dirigió a Evelyne con voz firme:
—Duquesa… me gustaría solicitar su permiso para cortejar a su hija Anastasia.
Evelyne lo miró largo y tendido, como si escaneara cada hueso de su cuerpo.
—¿Está usted dispuesto a aguantar sus monólogos sobre pasteles quemados y su obsesión con los patos?
—Con gusto —respondió sin dudar.
La duquesa asintió.
—Entonces... veremos si sobrevive.
Anastasia lo acompañó a la puerta, y antes de que se marchara, dijo:
—Gracias por venir... y no reírse cuando lloro como morsa.
—Te ves hermosa... incluso llorando como morsa.
Ella soltó una risa entre dientes.
—Debo anotar eso.
Desde la escalera, Griselda murmuró:
—Uno menos en la soltería.
***
Ni bien Santiago se retiró, la mansión Montclair volvió a tener visitas. Esta vez, el príncipe Filip apareció con flores silvestres —algunas torcidas— y una sonrisa que delataba su nerviosismo.
La duquesa Evelyne, al verlo, levantó una ceja.
—Otro pretendiente. Debí abrir una sucursal de citas en esta casa.
—He venido con intenciones claras, duquesa —dijo Filip, serio—. Quiero pedir su permiso para cortejar a su hija Griselda.
La mujer se quedó callada unos segundos, hasta que finalmente suspiró.
—Espero que sepa que mi hija no es como las demás.
—Por eso mismo estoy aquí. Porque no hay otra como ella.
Mientras tanto, Griselda estaba en el jardín. Con la canasta al brazo y una coleta desordenada, recogía verduras de su huerto. Desde que Lilith, o mejor dicho su hada madrina, se había marchado, había seguido su rutina por voluntad propia. Se sentía más ligera, más viva. A cada paso no la vencía el cansancio, sino el ritmo.
Tarareaba una canción absurda mientras giraba con una lechuga en la mano.
—Y la lechuga... será mi coronaaa... —canturreaba entre risas.
Filip la encontró así. Brillante como un cuento sin final. Caminó sin hacer ruido y se acercó justo cuando ella daba una vuelta improvisada.
—Vaya... la reina de las verduras.
—¡Ay! —Griselda se asustó—. ¡Casi te lanzo un tomate!
—Me arriesgaría por uno.
Ella se acomodó el cabello, aún con una zanahoria en la mano.
—¿Qué haces aquí?
—Vine a hablar con tu madre. Ya lo hice. Ahora vine a verte a ti.
Ella parpadeó, algo confundida.
—¿Por qué?
—Porque cuando te vi bailar con esa zanahoria como si fuera tu cetro real, supe que no podía seguir esperando.
Griselda rio.
—Estás loco.
—Y tú me encantas.
Se sentaron sobre una banca de piedra, entre plantas y el aroma a tierra mojada. Filip le contó lo que había dicho a su madre, y Griselda tragó saliva.
—¿Y si no soy como esperas? —dijo, mirando su reflejo en una regadera de cobre.
—Tú ya eres más de lo que soñé. Eres tú quien debe decidir si quieres dejarme quedarme a tu lado.
Ella bajó la vista.
—Nunca nadie me hizo sentir así... Ni siquiera cuando tenía una talla menos o más. Tú me ves incluso cuando no intento ser vista.
Él acarició su mejilla.
—Porque tu luz no sabe apagarse. Aunque te escondas.
Griselda sonrió. Y en un impulso, le ofreció una zanahoria.
—¿Te atreves?
—Solo si es de tus manos.
Ambos rieron. Y entre las verduras y el jardín, ella supo que el amor real no era como en los cuentos… pero era infinitamente mejor.