Thiago siempre fue lo opuesto a la perfección que sus padres exigían: tímido, demasiado sensible, roto por dentro. Hijo rechazado de dos renombrados médicos de Australia, creció a la sombra de la indiferencia, salvado únicamente por el amor incondicional de su hermano mayor, Theo. Fue gracias a él que, a los dieciocho años, Thiago consiguió su primer trabajo como técnico de enfermería en el hospital perteneciente a su familia, un detalle que él se esfuerza por ocultar.
Pero nada podría prepararlo para el impacto de conocer al doctor Dominic Vasconcellos. Frío, calculador y brillante, el neurocirujano de treinta años parece despreciar a Thiago desde la primera mirada, creyendo que no es más que otro chico intentando llamar la atención en los pasillos del hospital. Lo que Dominic no sabe es que Thiago es el hermano menor de su mejor amigo y heredero del propio hospital en el que trabajan.
Mientras Dominic intenta mantener la distancia, Thiago, con su sonrisa dulce y corazón herido, se acerca cada vez más.
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Capítulo 11
Línea Delgada Entre la Vida y la Muerte
El hospital parecía más frío que nunca.
Las luces blancas herían los ojos, los pasillos parecían infinitos y el tiempo... el tiempo se había detenido.
—Sufrió un traumatismo craneoencefálico grave. La presión intracraneal está elevada. Lo llevaremos directamente a la sala de cirugía —la médica habló rápido, profesional, sin emoción. Pero para Theo, cada palabra era un golpe.
Thiago estaba inconsciente. Intubado. Pálido.
Theo no quiso soltar su mano. Tuvieron que quitársela a la fuerza cuando empujaron la camilla hacia el quirófano.
—¡SOY EL HERMANO! ¡ME NECESITA! —gritaba, intentando impedir que la puerta se cerrara.
Dominic lo sujetó por los hombros, con fuerza.
—Theo... respira, amigo. Va a volver. Tiene que volver.
Pero Theo se giró como una tempestad.
—¡NO ENTIENDES! ¡ÉL ES TODO LO QUE TENGO! ¡PROMETÍ QUE IBA A CUIDARLO! ¡LO PROMETÍ, DOMINIC!
Y se derrumbó. Cayó al suelo. Sollozando como un niño. Los ojos rojos, el pecho jadeando.
Dominic se arrodilló a su lado y lo atrajo a un abrazo. Fuerte. Necesario.
—No es tu culpa, Theo. No es tu culpa. Él es fuerte. Va a sobrevivir, ¿oíste?
Pero en el fondo, ambos estaban aterrorizados.
Horas después, mientras esperaban noticias, los padres de Thiago aparecieron en el pasillo. Llevaban expresiones cerradas, como si lo que había sucedido aún fuera una carga por resolver, no una tragedia.
—¿Alguna noticia? —preguntó la madre, como quien pregunta el pronóstico del tiempo.
Theo se levantó despacio. Los ojos estaban secos, pero era solo porque ya no había lágrimas.
—¿Qué siguen haciendo aquí?
—Él es nuestro hijo —respondió el padre.
—¿Ahora lo es? —Dominic se adelantó. Su voz era baja, pero afilada como una navaja—. ¿Después de que escupieron en su dolor, en su fragilidad, en su trauma? ¿Después de poner culpa y asco donde solo existía un chico intentando sobrevivir?
—No tienes derecho a hablar así —replicó la madre, con el rostro palideciendo.
—Lo tengo —Dominic dio un paso al frente—. ¿Sabes por qué? Porque yo estuve ahí. Cuando lloraba en el hospital, solo. Cuando temblaba al ver a cualquier hombre acercarse. Cuando imploraba perdón por simplemente... existir.
Los padres se quedaron en silencio.
Dominic se acercó, con los ojos llenos de furia contenida.
—Si él muere... será con ustedes en el peso de la conciencia. No con Theo. No conmigo. Con ustedes.
La madre abrió la boca, pero no tuvo respuesta.
—Váyanse —dijo Theo finalmente, sin gritar, sin vacilar—. Ahora. Antes de que llame a seguridad.
Este hospital es mío, no tienen derecho a echarnos de aquí,
Theo respondió diciendo que el hospital era suyo, desde el día en que lo pasaron a su nombre y que sí podía echarlos de allí.
La madre de Thiago, con lo que le quedaba de arrogancia, levantó la barbilla y dijo:
—Este hospital no es tuyo, Theo. No puedes echarnos de aquí. Tenemos derecho a estar con nuestro hijo.
Theo esbozó una media sonrisa. Pero era una sonrisa amarga, casi cruel. La rabia y el dolor se mezclaban en los ojos hinchados.
—Ustedes tienen su sangre, pero nunca fueron refugio. Nunca fueron hogar. Y este hospital sí es mío —dijo con firmeza—. Desde el año pasado, cuando pasaron la administración a mi nombre y me convertí en socio mayoritario del ala psiquiátrica y de emergencias. Ustedes firmaron los papeles, ¿recuerdan?
El padre pareció palidecer.
—Puedo llamar a seguridad. Y no solo puedo, sino que lo haré, si no se van ahora.
—Te estás dejando llevar por la emoción —replicó la madre, pero su voz vacilaba—. No estamos aquí para discutir. Estamos preocupados por Thiago.
—Ustedes están preocupados... por su imagen. Por lo que dirán los vecinos. Por lo que cuchicheará la iglesia. ¿Pero por él? No. Nunca lo estuvieron —Theo escupió las palabras como veneno—. Y ahora es tarde.
Dominic permaneció al lado de Theo. Los brazos cruzados, la mirada fulminante.
—El chico que ustedes ayudaron a destruir está en esa sala luchando por su vida. ¿Y creen que tienen derecho a fingir preocupación? —completó—. Váyanse. Antes de que despierte y necesite mirar de nuevo a quien lo hizo creer que no merecía vivir.
El padre miró de Dominic a Theo, después bajó los ojos. Tal vez era la primera vez que percibía —aunque fuera por un segundo— el tamaño del destrozo que habían causado.
Sin decir nada más, los dos dieron la espalda y salieron del pasillo, desvaneciéndose como sombras que pierden fuerza en la luz.
En cuanto se alejaron, Theo se desplomó en el banco de la recepción, con las manos en el rostro, el cuerpo exhausto.
Dominic se sentó a su lado y apoyó la frente en su hombro.
—Perdón por haber perdido el control —murmuró Theo.
—No. Hiciste lo que nadie tuvo el coraje de hacer por él.
El silencio reinó entre los dos. Pero era un silencio diferente. No el de miedo. Era un silencio que empezaba a curar.
Minutos después, la puerta de la sala de cirugía se abrió.
La médica caminó hacia ellos con expresión seria.
Theo se levantó de inmediato. Dominic también.
—¿Doctora?
Ella respiró hondo antes de hablar.
—La cirugía fue un éxito... pero el trauma fue severo. Thiago está en coma inducido. Aún no sabemos si habrá secuelas.
—¿Él... va a despertar? —preguntó Theo, con la voz fallando.
—Solo el tiempo lo dirá.
Y el tiempo... una vez más, se convirtió en un enemigo silencioso.
En el lecho frío de la UCI, Thiago estaba inmóvil. La cabeza vendada, el suero goteando lentamente, máquinas monitorizando cada latido, cada respiración.
Desde fuera del cristal, Theo lo observaba con los ojos llenos de lágrimas. Y susurraba en silencio:
"Vuelve a mí, pequeño. No dejes que este mundo te lleve."