Amor Infinito

Esa misma noche, con el corazón roto y la vista empañada, accedió a comprometerse con la hija del Conde Regan, aunque en el fondo sabía que su corazón siempre pertenecería a la joven que vendía flores en el mercado.

Solo, en la penumbra de su habitación, Klaus dejó que las lágrimas cayeran sin consuelo, mientras el peso de su decisión se convertía en una carga casi insoportable. Le dolía imaginar el momento en que Miryam se enterara, y aunque deseaba poder consolarla, su silencio sería su única respuesta. A la mañana siguiente, el palacio se encargó de hacer público el compromiso del príncipe, decorando los muros y las calles con el anuncio de la próxima boda real. La noticia fue recibida con júbilo entre la nobleza, pero en el mercado, cuando Miryam lo escuchó, sintió que el mundo a su alrededor se desmoronaba.

Con el corazón destrozado, la joven salió corriendo del mercado. Cruzó los senderos que llevaban al riachuelo, su refugio favorito, donde los árboles altos se alzaban como guardianes y las flores silvestres crecían a la orilla. Allí, Miryam se arrodilló y levantó la mirada al cielo, dejándose llevar por un llanto amargo.

—Dios mío, no entiendo por qué este dolor —sollozó, sus palabras apenas audibles entre el susurro del agua. Cerró los ojos y, entre lágrimas, pidió con sinceridad que Dios le quitara el peso en el corazón, ese amor que ahora parecía un imposible. —Si no es para mí, que él sea feliz… que encuentre la paz y la alegría que yo no puedo darle —murmuró, mientras en lo alto el cielo comenzaba a despejarse, y una luz suave iluminaba las estrellas que brillaban con fuerza.

Fue en ese instante que Miryam sintió una paz inexplicable que se instaló en su corazón, como si una fuerza superior la envolviera. Mirando las estrellas, comprendió que no estaba sola y que, aunque el dolor la atormentara, Dios estaba en control de todas las cosas. Aun cuando no entendiera sus caminos, confiaba en que Él no la dejaría sufrir por mucho tiempo. Sus ojos, enrojecidos de tanto llorar, se alzaron en agradecimiento, y la joven volvió al mercado con una fuerza renovada, manteniendo en su interior esa chispa de esperanza que sólo la fe podía brindarle.

El día de la boda llegó, y en el palacio todo estaba dispuesto para una celebración fastuosa. Los candelabros resplandecían en el salón de baile, adornado con guirnaldas de flores, y las mesas rebosaban de platos exquisitos y copas de oro. La novia, la hija del Conde Regan, lucía un vestido blanco como la nieve, bordado con perlas y encajes, símbolo de la grandeza del reino. Pero en algún rincón de su mente, el príncipe Klaus sólo podía pensar en Miryam y en su ausencia. Con su uniforme de gala, erguido frente al altar, intentaba mantener la compostura, aunque sus ojos apagados reflejaban la tristeza de un amor que se veía obligado a abandonar. Sus pensamientos se llenaron del recuerdo de Miryam, su risa sincera y su inquebrantable fe, que ahora parecían tan lejanos como imposibles.

Mientras tanto, en el mercado, Miryam también vivía ese momento con una tristeza inquebrantable. Las risas y charlas de los comerciantes resonaban a su alrededor, pero para ella, el mundo parecía desprovisto de colores. Aun así, recordando su oración bajo las estrellas, levantó la mirada y pidió a Dios una vez más que su voluntad se cumpliera y que le diera la fuerza necesaria para soportar la prueba.

De regreso en el palacio, la ceremonia se detuvo en un silencio incómodo cuando, tras varios minutos de espera, la novia aún no aparecía en el altar. Los murmullos crecían entre los asistentes, y una inquietud comenzó a extenderse por la sala. Finalmente, un mensajero entró en el salón, pálido y con el rostro lleno de preocupación, y se acercó a los reyes para susurrarles algo al oído. En cuestión de segundos, la noticia se extendió como el fuego: la novia había huido, ayudada por su primer amor, un joven caballero del reino que, en secreto, había estado planeando su escape.

La conmoción fue total. El príncipe Klaus sintió que la noticia llegaba a él como un alivio inesperado, una intervención del destino que, aunque caótica, le daba la oportunidad de retomar el control de su vida. La nobleza comenzó a murmurar con incredulidad, y sus padres, desconcertados y furiosos, miraban a Klaus, exigiendo una reacción. Pero el príncipe, por primera vez en mucho tiempo, sonrió ligeramente, sintiendo que, de alguna manera, las circunstancias se alineaban para permitirle luchar por el amor que realmente deseaba.

Mientras el salón se sumía en la confusión y el desconcierto, Klaus aprovechó la oportunidad para retirarse, decidido a buscar la manera de reencontrarse con Miryam.