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EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

Status: Terminada
Genre:Completas / Amantes del rey / El Ascenso de la Reina
Popularitas:2.7k
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades

NovelToon tiene autorización de Luisa Manotasflorez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 9

El Comienzo del Terror de María

Recuerdo claramente el día en que todo cambió. María, mi hermana, había tomado el trono con el apoyo de aquellos que la consideraban la legítima reina de Inglaterra. Pero lo que siguió fue una pesadilla que nunca imaginé ver en mi propia familia.

Nuestra prima, Lady Jane Grey, fue una de las primeras en caer. No era malvada, ni ambiciosa, solo una joven atrapada en el centro de un juego de poder. Los consejeros de mi hermana la empujaron a firmar la orden de ejecución. "Debes demostrar tu fuerza", le decían. "El pueblo no te respetará si permites que ella viva." Pobre Jane, víctima de la política y la ambición de aquellos que rodeaban a María.

Me alejé de mi hermana en ese momento, incapaz de soportar la crueldad que vi en sus ojos. María no era la misma hermana mayor que conocí cuando éramos niñas. El poder la había transformado, y con él, llegó una furia implacable.

Los rumores comenzaron a correr como el viento: María había iniciado una purga de los protestantes, con la esperanza de restaurar el catolicismo en Inglaterra. El primer día tras la ejecución de Jane, varios líderes protestantes fueron arrestados y llevados al cadalso. El sonido de las campanas de la iglesia no podía ahogar los gritos de los condenados.

Yo, en el campo, alejada del caos de la corte, sentía el peso de lo que ocurría. Mis damas de compañía y mi nana intentaban consolarme, pero no podían ocultar el miedo en sus ojos. "Dios mío, mi hermana María," murmuraba para mí misma, sin poder creer lo que estaba ocurriendo. Los días se volvieron semanas, y luego meses, y la matanza continuaba.

Ya en poco tiempo, comenzaron a llamarla "María la Sanguinaria". El apodo se extendió por todo el reino. La gente temía su ira, y los protestantes, quienes una vez creyeron que podrían coexistir bajo su gobierno, ahora huían o se escondían, temiendo por sus vidas.

Pasé esos meses en mi castillo en el campo, alejada del horror. No quería estar cerca de ella. Me mantenía rodeada de mis damas de compañía y mi nana, tratando de mantener la cordura en medio de tanto dolor. Sabía que, aunque no estuviera en la corte, el ojo vigilante de mi hermana siempre estaba sobre mí. Yo también era protestante, y aunque nunca me acusó directamente, siempre temí que, si se lo proponía, podría ser la próxima en caer bajo su venganza.

Eran tiempos oscuros. Y mientras María reinaba con un puño de hierro, yo solo podía esperar, rezar y preguntarme si alguna vez mi hermana volvería a ser la persona que conocí.

Días en el Campo

Recuerdo con cariño mis días en el campo. Lejos de los rumores y las intrigas de la corte, esos momentos fueron un refugio para mí. Me rodeaba de un pequeño grupo de damas de compañía, amigas leales y algunos hombres que me protegían, quienes siempre se aseguraban de que tuviera todo lo necesario.

En el campo, la vida era diferente. Las tensiones políticas se sentían lejanas, y me sentía libre, al menos por un tiempo, de los pesares que traía el nombre Tudor. En aquellas tierras verdes, sentía que podía respirar, pensar, y ser simplemente Isabel.

Mis días comenzaban temprano. El aire fresco del campo era revitalizante, y mis damas y yo solíamos caminar entre los jardines, hablando de poesía y de la vida antes de todo el caos. A menudo me encontraba recitando algunos versos que había memorizado en mi juventud, versos que habían sido mis compañeros en tiempos de soledad. Me gustaba el sonido de las palabras fluyendo, casi como si fueran parte de la brisa misma.

"Cuando me encontraba en la corte, nunca tuve tiempo para disfrutar de cosas tan simples," solía decir a mis damas. Ahora, sin las cargas de los asuntos reales, podía permitirme el lujo de perderme en la belleza de la naturaleza, en el canto de los pájaros, o en los colores vivos de las flores. Mis damas se unían a mí, y a veces improvisábamos pequeños recitales. Ellas reían y aplaudían, y yo, aunque me mostraba modesta, disfrutaba siendo el centro de su atención.

El baile era una de mis mayores alegrías. Bajo el cielo abierto, nos reuníamos en un círculo y danzábamos al ritmo de la música que tocaban los músicos que me acompañaban. Mi cabello cobrizo brillaba bajo el sol, y mis ojos, herencia de mis abuelos paternos, parecían capturar la luz verde del campo. Mis damas me decían que me había convertido en una mujer hermosa, y aunque a veces me sonrojaba, en el fondo sabía que mis años en el campo me habían permitido florecer.

"Isabel, tu belleza es digna de una reina," me decía Anne, una de mis damas favoritas, mientras trenzaba mi cabello después de nuestras danzas. Pero yo no me sentía como una reina en esos momentos; me sentía libre, sin las cadenas de la responsabilidad que venían con el poder.

A menudo, después de las danzas, nos sentábamos bajo los grandes robles, conversando sobre nuestros sueños y esperanzas. Mi mente vagaba constantemente hacia el futuro, preguntándome si alguna vez sería capaz de encontrar mi lugar en este mundo de poder y traición. Pero en el campo, esos pensamientos parecían más suaves, menos amenazantes.

Durante las tardes, me gustaba montar a caballo. Mis amigos, tanto damas como hombres de confianza, se unían a mí en largas cabalgatas por los senderos verdes y colinas ondulantes. Montar a caballo me daba una sensación de control, de poder sobre mi propio destino, aunque solo fuera por unos momentos. Era como si el viento que rozaba mi rostro me recordara que, a pesar de todo lo que ocurría en Londres y en la corte, aún había algo que podía gobernar: mi propia vida.

Las noches eran igual de placenteras. Nos reuníamos alrededor de la chimenea, y mis damas y yo contábamos historias, algunas basadas en los rumores que llegaban del reino, otras simplemente inventadas para entretenernos. Yo solía recordar anécdotas de mi infancia, de cuando mi madre aún vivía y de los días antes de que la tragedia cayera sobre nuestra familia. Ellas escuchaban con atención, y a veces, me parecía que yo misma estaba reviviendo esos momentos.

Una de mis actividades favoritas, sin embargo, era simplemente observar el cielo. Me recostaba sobre la hierba, mirando las estrellas, y pensaba en mi destino. "¿Seré alguna vez reina?" me preguntaba en silencio. "¿O simplemente seré una figura olvidada, viviendo en el campo, lejos de los asuntos del reino?"

A menudo me encontraba perdida en esos pensamientos, hasta que una de mis damas me sacaba de mis ensoñaciones con una risa o un comentario juguetón. Y entonces, la Isabel que disfrutaba de las simples alegrías de la vida regresaba.

El campo me dio tiempo para pensar, para crecer, para convertirme en la mujer que algún día podría enfrentarse a los desafíos del mundo. Me permitió ser fuerte, pero también apreciar la belleza de las cosas pequeñas. Si no hubiera tenido esos días en el campo, tal vez no habría sido capaz de enfrentar lo que vendría después.

Y aunque sabía que mi lugar no estaba allí para siempre, siempre guardaré esos momentos como los más tranquilos y felices de mi vida. Eran días de libertad, de danzas bajo el sol y recitales en la sombra de los árboles, días en los que podía ser Isabel, sin la corona, sin el peso de las expectativas, solo una joven con sueños y esperanzas.

Esos días en el campo fueron mi refugio. Y aunque mi destino me alejaría de allí, siempre llevaría conmigo los recuerdos de esos días. Porque, en el fondo, siempre seré esa chica que corría entre los árboles, que reía y bailaba, que soñaba con el futuro mientras contemplaba las estrellas.

Un Amor que Nunca Fue

En medio de esos días de tranquilidad y libertad en el campo, algo inesperado comenzó a florecer en mi corazón. No era como las tensiones que enfrentaba en la corte ni como las luchas políticas que definían mi vida como una Tudor. Era algo diferente, algo más suave y, en muchos sentidos, más peligroso para mí: el primer rastro de un amor que no debía ser.

Entre mis amigos y protectores había un hombre que, aunque no era más distinguido que los otros, logró captar mi atención. Al principio, no era más que una diversión, un pequeño juego de miradas y sonrisas. Me encontraba en su compañía más de lo usual, bromeando y riendo. Me sentía ligera, libre de las preocupaciones que siempre pesaban sobre mí. Él tenía una forma de hacerme reír, de hacer que me olvidara, aunque fuera por un instante, de la responsabilidad que colgaba sobre mis hombros.

A menudo nos reuníamos en los paseos a caballo, donde las demás damas y hombres de mi séquito no sospechaban nada. Montábamos juntos por los senderos de hierba, compartiendo chistes y pequeñas confidencias. A veces nuestras manos se rozaban al pasarme las riendas, y en esos breves contactos, sentía un extraño calor en mi pecho. Me reía de mí misma por dentro. "Isabel," me decía, "esto no es más que un juego. No puede ser nada más."

Sabía que no debía entregarme a esas emociones. Era consciente de que, como princesa, todo lo que hiciera estaba bajo el escrutinio de los demás. Mi vida no era mía, no del todo. Y, sin embargo, había algo tan tentador en aquella pequeña chispa de afecto, en los momentos que compartíamos lejos de las intrigas de la corte. Cada mirada, cada sonrisa era como un secreto compartido solo entre nosotros dos.

Pero jamás, y esto lo recalco con firmeza, jamás crucé la línea. No hubo besos ni caricias indebidas. Sabía muy bien lo que podía significar un desliz en mi posición, cómo una sola indiscreción podría manchar mi reputación para siempre. "No soy Ana," me decía, recordando la historia de mi madre y cómo el amor la había llevado a su trágico final.

A pesar de lo divertido que era ese jugueteo, siempre mantenía una distancia prudente. Aunque mis sentimientos empezaban a crecer, me recordaba constantemente que no podía permitir que fueran más allá de ese juego inocente. Había aprendido demasiado joven que el amor, para alguien en mi posición, no era solo una cuestión del corazón. Era un asunto de poder, de estrategia. Y yo, aunque joven, no podía permitirme olvidar eso.

Sin embargo, debo admitir que esos días me hacían sentir viva. Sentía que había encontrado un espacio donde podía ser simplemente una joven mujer, disfrutando de la compañía de alguien que no me veía solo como una futura reina o un símbolo político. Con él, me permitía reír, jugar, sentirme como una chica más. Pero siempre había una línea invisible que no cruzaba, una barrera que me recordaba que, por muy divertido que fuera, yo era Isabel Tudor, y mi destino no me permitía esos lujos.

Recuerdo que, al final de uno de esos paseos, cuando el sol ya se ocultaba y el aire fresco del atardecer comenzaba a envolvernos, me detuve por un momento y lo miré. Había una ternura en sus ojos que me hizo estremecer, y por un instante, solo un instante, me pregunté cómo sería dejarme llevar por esos sentimientos. Pero sacudí la cabeza y me sonreí a mí misma.

"Esto es suficiente," pensé. "No necesito más que esto."

Y así, seguí con mi vida en el campo, divirtiéndome con ese pequeño jugueteo, pero siempre consciente de quién era y lo que estaba en juego. No necesitaba tocarlo ni cruzar esa línea para saber que había algo especial entre nosotros. Porque en mi corazón, ya lo sabía: ese pequeño y secreto amor no podía ser más que un juego, una chispa que jamás se convertiría en llama.

Y así fue, un amor que nunca fue. Un amor que vivió en las miradas, las sonrisas y los paseos por los campos, pero que jamás llegó a más.

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