La mujer con la que se iba a casar murió en el altar, pero Adiel Mohamed no podía superar es emomento, hasta que regresó a su pueblo, y unos ojos verdes los flecharon.
Se enamoró perdidamente de Kiara Salma, la sobrina del capataz de su hacienda, una chiquilla que su madre odiaba con toda el alma. Pero eso no impidió que Adiel la amara, y la convirtieran en su todo.
Lo único que logró apartarlo del lado de su amada, fue que era menor de edad, sobre todo, era su alumna, y estaba prohibida para él, en todos los sentidos.
Decidió marcharse, y regresar cuando ella fuera mayor de edad, pero antes de partir, la hizo suya, marcando la como suya, pensando en su regreso convertirla en su esposa. Pero cuando regresó, Kiara ya no estaba, ella había desaparecido. Y su padre habría muerto, lo que le dejó destrozado y desdichado por cinco años, hasta que la volvió a ver, con una niña en brazos, la cual supo inmediatamente que era su hija.
Pero resultaba que Kiara lo odiaba.
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Alguien insignificante.
Desde las cinco de la mañana los gallos cantan y no puedo seguir durmiendo, además de las constantes pesadillas que tampoco me dejan descansar. El sonido estridente y repetitivo de sus cantos penetra las paredes de la casa, recordándome que ya no estoy en la ciudad. Cada "quiquiriquí" es como una aguja que se clava en mi consciencia, alejándome más y más del sueño.
Acostumbrarme de nuevo al campo no será fácil. Han pasado diez años desde que no escuchaba el áspero y ronco canto de los gallos, y ahora que lo escucho, me resulta muy extraño. Es como si mi cerebro hubiera olvidado cómo procesar estos sonidos rurales, tan diferentes de los ruidos urbanos a los que me había habituado. El zumbido constante del tráfico, las sirenas ocasionales y el murmullo de la gente han sido reemplazados por este coro avícola que anuncia la llegada del alba.
Paso un buen rato dando vueltas en la cama tratando de conciliar el sueño. Las sábanas, aunque suaves y limpias, se sienten ajenas. El colchón, a pesar de ser cómodo, no es el mío. Cada movimiento me recuerda que estoy en un lugar diferente, en una cama que no es la mía, al menos no es la que usaba en los últimos diez años. Los minutos se arrastran lentamente mientras lucho contra mi insomnio, intentando encontrar una posición que me permita caer en los brazos de Morfeo.
Cuando finalmente lo estoy logrando, el sonido de una aspiradora acaba con el delicioso sueño en el que me encontraba. El rugido mecánico del aparato rompe la frágil paz que había logrado construir, sacándome bruscamente de mi estado de somnolencia. Es como si el universo conspirara para mantenerme despierto, negándome el descanso que tanto anhelo.
Suspiro profundamente y entro al baño. Seguir en la cama no me ayudará a dormir. El frío de las baldosas bajo mis pies descalzos termina de despertarme completamente. Me miro en el espejo y veo el reflejo de un hombre cansado, con ojeras pronunciadas y el pelo revuelto. No es la mejor imagen para empezar el día, pero es la que tengo.
Sé que será difícil seguir durmiendo, más aún si las empleadas ya han empezado con la limpieza. Esta es la vida en el campo y debo acostumbrarme nuevamente, como en mi niñez y adolescencia. Los recuerdos de aquellos días lejanos comienzan a aflorar en mi mente: los despertares temprano para ayudar en las tareas de la finca, los desayunos abundantes preparados por mi nana, las carreras por los campos verdes con mis amigos de infancia. Pero esos recuerdos se sienten distantes, como si pertenecieran a otra vida, a otro yo.
Salgo de la ducha envuelto en una toalla en mi cintura. El agua fría ha terminado de despejarme, llevándose los últimos vestigios de sueño. Abro las ventanas para recibir el fresco aire del campo, una brisa suave que trae consigo el aroma de la hierba recién cortada y las flores silvestres. Camino hasta el balcón y contemplo los enormes cerros que rodean Valleral. Son extremadamente altos, imponentes guardianes de piedra y vegetación que parecen tocar el cielo. Estamos en un valle que es espléndidamente hermoso, un oasis de verdor en medio de la naturaleza salvaje.
Saco un tabaco y empiezo a fumarlo. El humo se mezcla con el aire puro de la mañana, creando un contraste entre mi vida urbana y este entorno rural. Inhalo profundamente, dejando que la nicotina calme mis nervios y me ayude a enfrentar este nuevo día en un lugar que solía ser mi hogar pero que ahora se siente extrañamente ajeno.
Luego, escucho mis tripas rugir y decido bajar. El hambre se impone sobre cualquier deseo de quedarme en la soledad de mi habitación. Mientras desciendo por las gradas, los aromas de la cocina comienzan a llegar a mí: café recién hecho, pan tostado, quizás incluso huevos fritos. Mi estómago gruñe con más fuerza, anticipando el desayuno.
Cuando estoy por las gradas, escucho a mi madre reprender a la empleada de una manera inapropiada e intervengo. La voz de mi madre dura y cortante me sorprende. No recuerdo que fuera así con el personal de la casa.
—Tranquila mamá, ya estoy despierto—comunico acercándome a ella, intentando calmar la situación.
—Adi, seguro el ruido que hizo esta insolente te despertó—replica mi madre crujiendo los dientes y mirando con desprecio a la muchacha que se encuentra de espaldas. Su tono de voz y su expresión me desconciertan. ¿Dónde está la mujer cálida y comprensiva que recordaba?
—¿Por qué te expresas así de tus empleados, mamá? —censuro descontento por lo que escucho. No puedo evitar sentir una punzada de decepción ante esta actitud.
La mujer, mejor dicho, la joven que se encuentra de espaldas a nosotros se aleja. Intuyo que es una joven debido al cuerpo bien formado que posee. Su postura, aunque tensa por la situación, revela juventud y vitalidad.
—No la defiendas —brama mi madre—. Sabes que tengo razón, esa insolente terminó despertándote.
—Sí, es verdad que desperté con el ruido, pero no por eso vas a maltratar a las empleadas. Mamá, tú no eres así —replico frunciendo el ceño ya que ese aroma que quedó en el aire me pareció haberlo respirado en otro lugar. Es un perfume sutil, floral, que evoca recuerdos que no logro ubicar con precisión.
—Hijo, por favor. No interfieras en mi manera de ser con ella, además, no es mi empleada. Sabes que no trato así a mis empleados.
—¿Cómo es eso de que no es tu empleada? Entonces, ¿por qué está haciendo la limpieza? —indago sin apartar la mirada de aquella mujer, que por cierto tiene unas curvas bien pronunciadas. Su figura, enmarcada por el uniforme de trabajo, es innegablemente atractiva.
—Es la sobrina de Félix, Dominga la ha traído para que la ayude, según Dominga no se da abasto con las otras tres empleadas.
—Félix, ¿el capataz? —cuestiono curioso. El nombre me trae recuerdos vagos de un hombre alto y fornido, siempre ocupado con las tareas de la finca.
—Sí, pero dejemos de hablar de esa mocosa y su familia. Mejor vamos a desayunar.
—Está bien —pronuncio dándole una última mirada a esa joven, quien se encuentra de espaldas limpiando el pequeño bar. Hay algo en ella que me intriga, una familiaridad que no logro descifrar.
Mi madre pasa su brazo por mi espalda y caminamos abrazados hasta el comedor. A pesar de su actitud anterior, siento el cariño en su gesto. Es como si el tiempo no hubiera pasado y volviera a ser el niño que ella solía consolar.
—Dominga, por favor, que nos sirvan el desayuno.
—Está bien.
Me siento a esperar el desayuno, sumergido y perdido en mis pensamientos porque ese aroma se ha quedado impregnado en mi olfato desde la noche anterior. Es como un hilo invisible que conecta el presente con un pasado reciente, un pasado que se niega a revelarse completamente.
Sigo recordando de dónde había percibido ese olor. Como cuando pasa una estrella fugaz, el recuerdo de aquella noche llega a mi mente. La imagen borrosa de una discoteca, luces parpadeantes, música estruendosa y... ese perfume.