Una cirujana brillante. Un jefe mafioso herido. Una mansión que es jaula y campo de batalla.
Cuando Alejandra Rivas es secuestrada para salvar la vida del temido líder de la mafia inglesa, su mundo se transforma en una peligrosa prisión de lujo, secretos letales y deseo prohibido. Entre amenazas y besos que arden más que las balas, deberá elegir entre escapar… o quedarse con el único hombre que puede destruirla o protegerla del mundo entero.
¿Y si el verdadero peligro no es él… sino lo que ella empieza a sentir?
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Capítulo 7
DAMIAN
La luz en mi habitación no era blanca ni cálida. Era gris. Como las madrugadas antes de la tormenta.
No dormía bien desde la operación. Las heridas aún dolían, aunque lo ocultara. No por debilidad, sino por principio. Mostrar dolor era abrir una puerta y en mi mundo, toda puerta abierta es una invitación a morir.
Llevaba más de diez minutos escuchando sus pasos en el pasillo.
Livianos, medidos y dignos.
Alejandra. Mi encantadora, irritante, brillante y moralista doctora.
El clic de la puerta me encontró con los ojos entrecerrados, fingiendo reposo. La escuché acercarse con el ritmo paciente de alguien que no quería entrar… pero debía hacerlo.
—¿Otra revisión?— Murmuré sin abrir los ojos. —O solo te hacía falta tu dosis diaria de mí.
—Vine a tomar signos y revisar el estado de tu drenaje abdominal. Nada más.
Abrí los ojos despacio. El rostro serio. Siempre tan firme. Pero sus manos… ah, sus manos traicionaban su autocontrol. Movían los instrumentos con precisión, sí, pero también con tensión. Como si intentaran resistirse a un campo magnético.
—Dices eso cada vez, doctora. Y sin embargo, siempre vuelves.
—Es mi trabajo.
—¿Y si te dijera que no quiero que sea solo eso?
Me miró. Por fin.
Sus ojos oscuros no brillaban con ternura. Sino con una mezcla exquisita de rabia y resistencia.
—Entonces te diría que estoy esperando que cicatrices, no que me confieses tus caprichos.
Sonreí. Me encantaba hacerla enojar.
—¿Y si te dijera que me siento mejor solo cuando estás en la habitación?
Ella se incorporó con un suspiro. Cruzó los brazos.
—Damián… no juegues conmigo. No soy una de tus decoraciones. Y no estoy aquí por voluntad. Estoy aquí porque me obligaron. Porque tu madre me retiene.
—Y sin embargo… aquí estás.
—Porque no me dejan ir.
Hizo una pausa. Sus labios temblaron por una fracción de segundo.
—¿Quién eres, realmente?
Me incorporé un poco sobre la almohada. El dolor en las costillas me recordó que no era tiempo de teatralidades, pero hice el esfuerzo. Ella merecía un poco más que palabras dulces. Merecía… una advertencia.
—Soy el hijo de una mujer que gobierna con un susurro. El nombre que hace temblar salas enteras en Londres, Ámsterdam o Moscu. Soy el hombre al que le dispararon cuatro veces y aún sigue con vida.
—Eso no es una respuesta.
—Es la única que tengo ahora. —La miré fijamente—. Si te quedas… lo entenderás.
Ella bajó la mirada. La tensión en su cuerpo era un mar contenido.
—No pienso quedarme —dijo al fin—. No pertenezco a esto.
—Tal vez no. Pero hay algo en ti, doctora Rivas… algo que no es tan ajeno a este mundo como crees.
Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió.
Y el clima cambió.
Mi madre entró como siempre: sin pedir permiso, sin anunciarse y sin dudar.
—Se que los interrumpo— Dijo con esa voz baja que parecía cortarle el aire a la habitación. —Pero es hora de que descanses, Damián.
Alejandra se giró, visiblemente molesta.
—Solo estaba revisandolo, señora Reginald.
—Estabas conversando y no estas aqui para eso—corrigió ella, sin alzar la voz—. Ahora te puedes retirar.
—Él aún no...
—Mi hijo sabe cuidarse. Ha sido entrenado para eso desde que dejó la cuna.
La tensión entre ambas era un juego de sombras, como dos cuchillas afiladas mirándose en silencio.
Alejandra me lanzó una última mirada. No de deseo, ni de miedo, sino de desafío.
Luego salió, cerrando la puerta tras de sí.
Cuando quedamos solos, mi sonrisa desapareció.
Me termine de sentar en la cama con esfuerzo. El calor en el abdomen era una advertencia, pero no importaba.
—Ella es lista —dijo mi madre, caminando hacia el ventanal—. Pero demasiado buena. No es alguien que te convenga
—Tal vez eso nos haga falta. Gente buena.
Ella se giró hacia mí, divertida.
—¿Y desde cuándo tú piensas en lo que "nos hace falta"?
—Desde que me llenaron el cuerpo de plomo. Desde que descubrí que uno de los nuestros me vendió por unas monedas.
El silencio fue espeso.
Mi madre se acercó y me tocó la cara con delicadeza. Su ternura era la de una fiera que lame sus propias heridas.
—¿Sabes quién fue?
—No aún. Pero lo sabré. Y cuando lo sepa…
—¿Qué harás?
La miré a los ojos.
—Haré que se arrepienta de haber nacido.
Ella asintió.
—Ese es mi hijo.
—Pronto saldré de esta cama, madre. Y cuando lo haga, la ciudad temblará.
Haré que todos sepan que Damián Reginald no cae. Solo sangra… para recordarles de qué está hecho.
Ella sonrió.
Y en sus ojos… brilló el reflejo de una promesa de guerra.