En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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CAPITULO 1
El Camino de la Rosa Herida
Nunca olvidaré aquella mañana clara en que dejé atrás los muros dorados de la corte de la Reina Isabel. Aún resonaban en mis oídos los salmos cantados en la capilla, los ecos de los pasos solemnes en los corredores de piedra, y los susurros de las damas que bordaban cerca del fuego hablando de reyes, santos y futuras bodas. Jaén resplandecía con el orgullo cristiano que la Reina Católica supo levantar, y yo, aún joven y dichosa, era una hija más de su favor. Mis servicios como doncella en su casa me habían granjeado su estima. Mis manos sabían del hilo y la pluma, mis labios de la oración y la prudencia.
—Isabel —me dijo la Reina aquel día en que llegó la carta de mi padre—, has servido con obediencia y virtud. Tu padre te llama, y con gozo te dejo partir. Castilla necesita madres piadosas, esposas de buen linaje y mujeres como tú que siembren la fe en sus hogares.
Incliné la cabeza, conmovida. No podía imaginar que aquellas serían sus últimas palabras dirigidas a mí.
Partimos al amanecer. El cielo se vestía de oro, y los álamos danzaban con la brisa como ángeles que quisieran advertirnos. Mi padre me aguardaba más allá de las puertas de la ciudad, montado en su viejo caballo de guerra, con la espalda recta y el rostro endurecido por los años. Sancho Jiménez de Solís, alcaide de Bedmar, veterano de frontera, defensor de los montes y castillos contra la amenaza del moro.
—Mi hija, la flor del norte —dijo con un raro brillo en los ojos al abrazarme—. Qué delgada estás, y qué firme. Las cortes son como templos, pero también como jaulas. Volverás al campo, a los muros de tu sangre, donde la fe arde con más verdad que en los salones.
Asentí con respeto, aunque dentro de mí aún sentía la tristeza de dejar la corte y a mis amigas. Subí a mi palafrén, y emprendimos la marcha hacia Bedmar.
Durante el trayecto, conversamos poco. Los caminos eran inseguros, y aunque Castilla avanzaba reconquistando tierras, el sur aún estaba salpicado de escaramuzas, traiciones y sombras. El reino nazarí de Granada aún respiraba. Sus hombres, vestidos con ropas de seda y corazones de acero, cruzaban las sierras como espectros.
Mi padre confiaba, no obstante. Llevábamos escolta y un salvoconducto firmado por la Reina misma. No éramos enemigos. Éramos siervos de Dios que regresaban a su morada.
Pero el destino, cruel e impasible, ya tejía su red sobre mi senda.
Fue al tercer día de viaje, cuando los campos comenzaban a elevarse hacia las laderas de Sierra Mágina, cerca de un paso conocido como La Higuera, que la paz se quebró. Era un lugar de olivares espesos, de senderos estrechos y lomas suaves. Allí, sin previo aviso, emergieron de entre los árboles hombres oscuros con turbantes y rostros ocultos, armados con cimitarras, lanzas y crueldad. No gritaban. Atacaron como sombra que cae sobre la luz.
Mi padre reaccionó con furia santa. Desenvainó su espada y lanzó órdenes a los dos soldados que nos acompañaban. El choque fue breve pero sangriento. Los moros eran muchos. Nosotros apenas cuatro.
—¡Isabel, huye! —gritó mi padre.
Pero no pude. Mi caballo se encabritó. Alguien tiró de mis ropas. Caí al suelo entre el polvo y los cascos. Grité. Luché. Pataleé. Mis manos se desgarraron al intentar liberarme, pero fue inútil. Uno me sujetó del cabello. Otro me cubrió la boca con un paño apestoso. Escuché un crujido y luego los lamentos agónicos de mi padre, que cayó entre los olivos con la espada rota y sangre brotando del pecho.
—¡Padre! —quise gritar, pero no pude.
Fui alzada por los aires como si fuera un saco de trigo. Me amarraron las muñecas, me vendaron los ojos, y comenzaron a cabalgar. El mundo se volvió oscuridad, golpes, sacudidas. No sé cuánto tiempo pasó. Días quizá. Solo sé que cruzamos aldeas donde nadie se atrevía a interceder. Algunos miraban con miedo, otros con indiferencia.
Finalmente, los vendajes fueron retirados. Estábamos ya en territorio granadino. Ante mí, surgía la Alhambra, ese palacio tallado en sueños, cuna de los emires. Sus torres parecían tocar el cielo, y sus muros rojos ardían con el sol poniente. Yo, que jamás pensé pisar morada infiel, llegaba no como invitada, sino como prenda, como trofeo, como esclava.
Los hombres me entregaron a un sirviente de alto rango. Fui conducida por patios perfumados de mirto, fuentes que murmuraban en árabe y columnas de mármol. Mis ropas fueron cambiadas por túnicas moras. Mi cruz fue arrancada del cuello. No tenía nombre. Me llamaban simplemente la cautiva cristiana.
Durante semanas, me mantuvieron encerrada en una habitación con celosías. No podía ver el mundo exterior. Solo escuchaba voces en árabe, rezos extraños, el canto del muecín. Había otras mujeres, cautivas también, algunas cristianas, otras judías, algunas ya convertidas al Islam, que me hablaban con tristeza o resignación.
—Olvida tu nombre —me dijo una de ellas—. Aquí somos sombra. Si te resistes, sufrirás. Si obedeces, vivirás.
Pero yo no podía olvidar. Mi alma se rebelaba. Lloraba cada noche, rogando al Dios de mi infancia que me librara, que castigara a mis captores, que me devolviera al regazo de mi madre.
No sabía entonces que aquel encierro era solo el preludio de algo más profundo. Que alguien, más allá de las celosías, había preguntado por mí. Que el mismísimo sultán Muley Hacén, rey de Granada, había oído hablar de la belleza y el temple de la hija del alcaide cristiano... y que pronto vendría a verme.
Y yo, Isabel, hija de Castilla, nacida libre, sin saberlo aún, estaba a punto de entrar en la tempestad que cambiaría para siempre mi cuerpo, mi alma y la historia de dos mundos enfrentados.
Me llevaron a una habitación oscura. No era una celda de piedra, como uno imaginaría, sino algo aún más extraño. El suelo estaba cubierto de pasto y hierbas, como si fuese un campo cerrado por muros. El olor era una mezcla de tierra húmeda, hinojo salvaje y flores marchitas. Apenas había luz, sólo la que se colaba por una pequeña rendija en lo alto. Allí no estaba sola. Había otras mujeres, tal vez una docena. Algunas lloraban, otras ya no tenían lágrimas. Todas parecían venir de distintos rincones del mundo cristiano: una hablaba en francés, otra rezaba en latín, y otras simplemente miraban al vacío, con los ojos muertos.
Nos llevaban una por una. Sin decir nada. Una mano tomaba a una mujer, la sacaban por la puerta, y no la volvíamos a ver. Nadie explicaba nada. Solo quedaba ese silencio cargado de miedo. Me apretaba las manos para no temblar, me mordía los labios para no sollozar. No sabía si alguna volvería. Nunca volvían.
Después de un tiempo indefinido —quizás horas, quizás días, porque allí dentro el tiempo no corría— me sacaron a mí. Dos soldados me sujetaron por los brazos, me arrastraron a través de un pasillo largo y oscuro, hasta una sala con antorchas encendidas. El contraste con la penumbra me cegó por unos segundos.
Allí estaba él. El sultán de Granada. Muley Hacén. El esposo de Aixa. Alto, con ojos severos, envuelto en ropas lujosas. Sus joyas relucían, pero no más que la crueldad en su mirada.
—¿Quién eres tú? —preguntó, con un acento fuerte, pero claro.
Tragué saliva. Sentía que me faltaba el aire, pero respondí con la voz que aún me quedaba:
—Solis... hija del señor Solís de Castilla.
Él se acercó. No con rapidez, sino con esa calma peligrosa de los depredadores. Me tomó la barbilla con fuerza, obligándome a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos.
—Ya no eres hija de nadie —dijo en voz baja—. Ahora me perteneces. Me servirás. Obedecerás. Porque no hay otra opción para ti, cristiana.
No respondí. Mis ojos verdes, que tantos decían eran como esmeraldas, lo miraban con una mezcla de terror y dignidad. Estaba pálida, helada. Mi largo cabello, una mezcla entre castaño y dorado, caía por mi espalda desordenado. Lo único que aún llevaba de mi hogar era una pequeña decoración trenzada entre mis cabellos. El resto... ya no era mío. Vestía ropas musulmanas que me habían obligado a ponerme. No podía creerlo. Mi alma gritaba.
Intenté mirar hacia otro lado, pero él me obligó de nuevo a enfrentar su rostro. Me dio una cachetada, rápida, seca, como si con eso aplastara lo último de orgullo que quedaba en mí.
Entonces le respondí, con una voz rota pero firme, devota de mi fe:
—Creo en Cristo, nuestro Señor. En su cruz y en su redención. Ni tú ni nadie podrá arrebatarme eso.
Él se echó a reír. Una risa burlona, ruidosa, despectiva. Luego se dio media vuelta y salió del cuarto, diciendo algo en árabe que no entendí, pero que sonaba como una maldición o una orden. O ambas.
Quedé allí, temblando, atada, sin poder correr, sin poder hacer nada. Lo único que me ofrecieron después de horas fue un poco de agua sucia y un trozo de pan duro. Dos días enteros pasaron en esa misma oscuridad de la habitación cerrada, sin saber si viviría o moriría.
Entonces ella apareció.
Entró con paso firme, vestida con túnicas finas y rodeada de varias damas. Debía ser la señora del castillo, la sultana Aixa, porque en cuanto entró, todos los moros bajaron la cabeza y se retiraron rápidamente, cerrando la puerta tras de sí.
Me miró con desprecio, como si fuera una criatura inferior, una amenaza vestida de servidumbre. Se acercó lentamente, observándome como se mira a una serpiente venenosa.
—Si mi esposo piensa que me va a quitar esta concubina para que trabaje para él, se equivoca —dijo con veneno en la voz—. Se lo voy a quitar. Ninguna me va a quitar el lugar de sultana, menos una cristiana... Una perra cristiana.
No respondí. No tenía fuerzas. Pero mis ojos no parpadearon.
A los diez días me soltaron. Me obligaron a bañarme con agua helada, me dieron ropa nueva, aunque seguía siendo ropa musulmana. Me asignaron tareas: debía lavar la ropa de la sultana, preparar su comida, buscar sus medicinas, masajearle los hombros, los pies. Pasaba horas sentada junto a ella, viendo cómo sus bailarinas entretenían su tarde, cómo reían, contaban chistes, fumaban en silencio o simplemente hablaban en una lengua que apenas comprendía.
Yo era la única que no reía.
Sólo observaba. De pie. En silencio. Con el alma quebrada y la mente muy lejos de allí.
Y por las noches, cuando finalmente me dejaban acostarme en un rincón frío del palacio, los pensamientos me devoraban. Las pesadillas me visitaban. Soñaba que mataban a mi padre frente a mis ojos. Que gritaba y nadie me oía. Que corría por los pasillos del castillo buscando ayuda... y en lugar de ayuda, aparecían rostros moros, riéndose de mí, sujetándome, raptándome una y otra vez.
Despertaba con el pecho agitado, la garganta seca, y los ojos abiertos en la oscuridad.
Así comenzaron mis días como prisionera en Granada. Como sombra silenciosa en el palacio del sultán. Como alma que seguía llamando a Dios... aunque el infierno me rodeara.
Después de los diez días en sombra y silencio, mi vida se volvió rutina. Ya no sólo lavaba las ropas de la sultana ni preparaba sus remedios. Ahora también debía barrer el suelo, trapear cada rincón, ordenar la cama, alisar cada sábana. La habitación de Aixa era un mundo aparte. Más grande que mi hogar entero. Más lujosa que todo lo que había visto en mi vida. Tenía una gran mesa baja sin sillas, rodeada de cojines bordados con hilo de oro, donde los moros comían sin apuro, entre risas suaves y miradas largas. A un costado había un mueble ancho, casi un trono, cubierto de telas púrpuras. Allí se sentaba la sultana como si el aire no la rozara. Las ventanas eran inmensas, abiertas hacia la ciudad, dejando entrar la luz de la tarde y la vista de un pequeño riachuelo que serpenteaba a lo lejos.
Esa mañana llevaba puesto el túnico musulmán blanco con detalles dorados, la tela era suave pero ajena, como si intentara disfrazar mi alma. Aún conservaba la decoración en el cabello: una cinta delgada trenzada con perlas opacas, el único adorno que me permitieron conservar, como recuerdo de lo que una vez fui. Estaba descalza, y el suelo frío me mantenía alerta.
Mientras limpiaba las ventanas, cantaba una canción suave de mi tierra, una que solíamos entonar entre las viñas en los días de cosecha. Era antigua, triste y dulce, hablaba de la espera, de la esperanza:
"Ay luna que todo lo miras,
cuéntale a mi madre,
que estoy bajo otra sombra,
pero aún no he olvidado su nombre..."
Me dejé llevar. Pensaba en Castilla, en los días en que corría por la hierba con mis primos, en la voz de mi madre llamándome desde la cocina. Estaba tan lejos de todo que no escuché los pasos.
—Tienes buena voz para una cristiana —dijo una voz grave y divertida.
Me giré en seco, el trapo aún en la mano, el corazón golpeándome el pecho. Era él. El sultán. Muley Hacén.
Mi rostro palideció aún más. Bajé la mirada con rapidez.
—No puedo hablar con usted —murmuré—. Su esposa me mataría si lo hago.
Él rió. Una risa baja, cálida, inesperadamente sincera.
—Entiendo, Isabel... Pero no te preocupes. Si alguien le cuenta a Aixa que hablaste conmigo, yo mismo me encargaré de matarlo antes que ella lo haga.
Levanté los ojos, sorprendida. ¿Estaba bromeando? ¿Acaso el sultán de Granada hacía chistes?
—¿Eso fue una amenaza o una promesa?
—Una advertencia con sonrisa —respondió, y me miró con esa intensidad suya que atravesaba todo.
Guardé silencio, pero mis labios temblaron, casi sonreí sin querer.
—De todas formas, no quiero más problemas de los que ya tengo. Puede irse, sultán —dije, con el tono más respetuoso que logré reunir—. No quiero terminar en las manos de su esposa.
—¿Y quién querría eso? —rió él otra vez, y añadió con un gesto burlón—: Aunque... te confieso que Aixa nunca me ha hecho reír tanto como tú en un minuto. Tal vez deberías venir a los consejos. Faltan cristianas con carácter.
—Yo no estoy para entretener a moros —dije con calma, pero con chispa.
Él se llevó una mano al pecho, fingiendo ofensa.
—Heriste mi corazón, Solís.
—Me llamo Isabel —respondí sin pensarlo.
Hubo un segundo de silencio. El ambiente se tensó.
—Isabel... bonito nombre —susurró. Su voz bajó, casi con dulzura—. No se lo diremos a nadie. Te lo prometo. Tu secreto está a salvo conmigo.
Me quedé allí, con el trapo en la mano, sin saber qué pensar. Él me miró una última vez, sonrió —de verdad—, y se fue caminando tranquilo, como si no acabara de desafiar las reglas de su propio palacio.
Cuando se fue, me quedé quieta. Mi corazón aún palpitaba como tambor. Había sonreído. Yo había sonreído también.
Y en las noches siguientes, mientras dormía en el suelo frío, rodeada de murmuraciones, golpes de puertas y órdenes de mujeres que no me querían, recordé esa conversación como una llama pequeña que aún no se apagaba.
No era libertad.
Pero era algo.
Pasaron más semanas. Cada vez que la sultana Aixa tenía que ausentarse o dedicarse a sus tratamientos de belleza, encontraba la forma de hacerme trabajar fuera de su vista. Y entonces, como por obra del destino, yo terminaba llevando comida al sultán o limpiando alguna parte de sus aposentos. Las demás mujeres del harén no hablaban. Algunas sabían, pero fingían no ver. Otras preferían no saber.
Y aunque yo misma no quería admitirlo, cada encuentro con él me afectaba. Ya no era el miedo el que me llenaba el pecho. Era una mezcla extraña de tensión, fastidio, y curiosidad. Me decía a mí misma que lo odiaba. Que era arrogante, peligroso, manipulador. Y sin embargo… lo escuchaba. Le respondía. A veces, incluso me reía.
Una tarde, mientras colocaba unos platos de dulces sobre una bandeja, lo vi entrar al salón y sentarse cerca de la ventana.
—¿Qué miras tanto? —le pregunté sin pensar.
—El cielo. Parece más claro cuando tú entras a esta sala.
Rodé los ojos y él rió.
—No necesito tus versos, Sultán.
—No son versos. Es lo que veo. ¿No te parece que te has ablandado un poco conmigo?
—Quizás. O quizás sólo me he cansado de luchar contra una corriente que no puedo frenar.
Él se puso serio por un instante.
—Yo no quiero romperte, Isabel. Solo deseo que seas tú… incluso aquí, donde todo parece robarle el alma a quien entra.
—¿Y para qué le sirve una mujer que le contesta, que no se arrodilla, que no le sonríe como una idiota?
—Porque tú no eres como las demás. Tú... me haces sentir humano.
Por primera vez, sentí algo en el pecho. Un peso nuevo. O quizás una llama pequeña.
Me giré, fingiendo indiferencia, y dije:
—Puede irse, Sultán. No quiero más problemas de los que ya tengo.
Él obedeció. Pero antes de salir, me dijo:
—Ya es demasiado tarde para eso, Isabel. Tú ya eres un problema… y uno que no quiero dejar de tener.
Y se fue.
Esa noche, mientras me acurrucaba sobre el fino colchón MI HABITACION , pensé en su voz, en sus palabras, en su risa. Y por primera vez en meses, me dormí sin llorar.
Cuando Aixa se dio cuenta…
Seis meses.
Seis lunas llenas.
Seis estaciones de jazmín floreciendo en los jardines del palacio.
El tiempo en la Alhambra no pasaba como en mi tierra. Aquí el cielo era de un azul más profundo, las noches más perfumadas, y los susurros corrían más veloces que el agua por los canales.
Y yo... yo ya no era la misma.
Al principio, despertaba cada mañana con el mismo pensamiento clavado en el pecho: escapar.
Recordaba mi hogar, los prados verdes donde corría con mis primos, el olor a pan recién hecho, el canto de los pájaros libres… Pero esos recuerdos empezaron a volverse más difusos, más lejanos, como si pertenecieran a otra vida, una que se había detenido el día en que me raptaron.
Y sin embargo, en esa nueva vida, el sultán Muley Hacén comenzó a instalarse en mis pensamientos con una facilidad que me inquietaba.
No fue inmediato. Primero lo odié. Luego lo ignoré. Después lo observé. Y cuando quise darme cuenta… ya esperaba sus palabras como si fueran la única música de mis días.
Él, por su parte, no se resignó a perderme entre los pasillos del harén.
Ideó un plan.
Uno sutil. Silencioso. Peligroso.
Hizo que algunos de sus trabajadores se acercaran a la sultana Aixa —su esposa, la temida Aixa— y pidieran más trabajadoras para la cocina y el servicio. Decían que no daban abasto, que hacía falta más ayuda para los banquetes, las meriendas, las habitaciones reales. Pero en realidad, lo que quería era verme. A diario.
Así, cada tarde, una orden llegaba desde los criados:
—Isabel, lleva la bandeja al sultán.
—Isabel, limpia su sala privada.
—Isabel, ve al jardín con los dulces.
Y yo obedecía. Sin entender por qué mi corazón latía más fuerte al vestir mi túnica y colocarme el velo.
Mi vestido favorito era uno azul cielo, de tela suave, con bordados plateados apenas visibles bajo la luz del sol. Me lo colocaba con cuidado. El velo blanco, largo, debía cubrir mi cabello, mi cuello y mi rostro, pero yo siempre lo llevaba echado hacia atrás. Una forma pequeña, silenciosa, de desobediencia.
Yo quería que él me viera.
Y él lo notaba.
Cada tarde se hacía más evidente.
Una de esas tardes, como tantas otras, le llevé una bandeja de dulces de almendra y agua de rosas. Él estaba en su diván, entre cojines dorados, recostado con el cabello suelto y los ojos entrecerrados.
—Estás tardando más cada vez —dijo, sin mirarme—. ¿Es a propósito?
—¿Y si lo fuera? —le respondí con una media sonrisa, dejando la bandeja sobre la mesa baja.
—Entonces mereces un castigo… —bromeó.
—¿Otro? Ya me raptaron, me quitaron mi libertad y me hacen limpiar tus ventanas todos los días. ¿Qué más quieres?
—Una sonrisa, por ejemplo.
No pude evitar sonreírle. Él lo notó, claro. Siempre lo notaba todo.
—La sultana Aixa está comenzando a sospechar —le advertí.
Él frunció el ceño. Se incorporó y me miró con seriedad.
—¿Te dijo algo?
—No. Pero me observa. Me mide. Hace preguntas que antes no hacía. Y no soy tonta. Sé a lo que juega.
—Déjala que sospeche. Mientras no tenga pruebas…
—¿Y si las consigue?
Se acercó. Su voz bajó.
—Si alguien se atreve a decirle algo… lo mataré.
Lo miré, sorprendida. No por su amenaza, sino por la forma en que la pronunció. No fue teatral, no fue un intento de impresionarme. Fue sincero. Frío. Letal.
—No digas eso —murmuré.
—¿Por qué no? No pienso perderte. No ahora.
—Muley, esto está mal.
—Pero se siente tan bien —respondió él, tocando apenas la tela de mi velo.
Me aparté. No podía soportar el contacto sin perder el control.
—Váyase, sultán. Ya tengo suficientes problemas para sumar otro.
Él sonrió. Esa sonrisa que siempre me desarmaba.
—Como quieras, mi prisionera favorita.
Salí de ahí con el corazón acelerado y el alma hecha un nudo.
Pero el mundo no es tonto. Menos aún las mujeres del harén.
Y Aixa lo supo.
Un día, sin aviso, mandó cerrar los pasillos por donde yo solía pasar. Pidió inventarios nuevos. Asignaciones distintas. Comenzó a mover sus piezas, y yo sentí su mirada clavada en mi nuca como un cuchillo de cristal. No hablaba directamente. Pero lo sabía. Lo sabía todo.
Mis compañeras empezaron a alejarse. Las miradas cambiaron. Algunas me miraban con pena. Otras con rabia. Nadie se atrevía a nombrar lo que pasaba, pero ya no era un secreto entre sombras: la extranjera tenía el favor del sultán.
Yo no lo pedí. Nunca lo quise.
Pero, por algún motivo que aún no comprendo… tampoco lo evité.
Y fue entonces, al cumplirse el sexto mes, que entendí que ya no odiaba mi rapto.
Porque en medio del encierro, de la incertidumbre, del miedo… también había conocido algo que jamás pensé sentir: la ternura en el lugar más inesperado.
Y quizás, solo quizás… eso dolía más que todo lo demás.
La noche en que Aixa ordenó castigarme
Aquella noche, el palacio entero parecía contener el aliento.
El aire estaba espeso, inmóvil, como si el propio universo supiera que algo terrible estaba por suceder.
Desde el amanecer había notado miradas extrañas, cuchicheos que se apagaban apenas yo pasaba, rostros que se giraban hacia las paredes para no encontrar los míos.
El silencio en los pasillos era tan frío como el mármol que pisábamos.
Y cuando la luna finalmente ascendió, la noche descendió con ella como una sentencia.
No estaba dormida aún. Tenía un mal presentimiento, como si algo invisible me rozara la espalda. Me senté en el jergón del rincón donde dormía y justo entonces, la puerta se abrió con violencia.
Entraron dos mujeres del servicio, acompañadas por dos guardias del palacio.
Sus rostros eran duros, y traían una orden en la mirada. No hablaron. Me sujetaron con fuerza por los brazos. Intenté resistirme, pero me taparon la boca, me vendaron los ojos, y me arrastraron por los corredores fríos y oscuros como si fuera un animal.
No sabía adónde me llevaban, solo escuchaba los pasos, el crujir de las antorchas en los muros, y el goteo de agua en algún rincón lejano. Hasta que me lanzaron al suelo de piedra, y entonces comenzaron los golpes.
Uno, dos, tres…
En las piernas.
En los brazos.
En las costillas.
Caí de lado, jadeando de dolor. Intenté protegerme con los brazos, pero los pies seguían cayendo con fuerza. No podía ver, no podía respirar, no podía gritar.
—¡No en la cara! —ordenó una voz femenina—. Que siga bonita para el sultán, pero que no olvide su lugar.
Lloré en silencio, mordiendo el dolor, tragando la sangre.
Cuando al fin se detuvieron, me quedé en el suelo, temblando, sudando frío, con la túnica hecha jirones, y el cuerpo cubierto de moretones ardientes.
El velo estaba caído. Mi cabello revuelto. La dignidad, hecha polvo.
Fue entonces cuando escuché el eco de sus pasos.
Tac, tac, tac.
Lentos. Seguros. Letales.
Ella entró.
Aixa. La sultana. La esposa legítima del sultán. La madre de sus hijos. La leona del harén.
Vestía de negro, con un velo bordado en hilos dorados y rubíes en la frente.
No parecía humana, sino un espectro antiguo, una reina salida de un viejo mito, cargada de odio, celos y poder.
Me miró desde arriba, con una mezcla de desprecio y furia apenas contenida.
—¿Así que esta eres tú? —dijo con frialdad, paseando a mi alrededor como si fuera una fiera a punto de devorar a su presa—. ¿La favorita silenciosa? ¿La extranjera que viene a robarnos lo que es nuestro?
No respondí. No podía. El dolor me lo impedía. La boca me sabía a sangre.
—¿Crees que no te he visto? —continuó—. ¿Que no noto cómo él te busca con la mirada? ¿Cómo sonríes como una tonta cuando te llama? ¿Cómo regresas cada día con los labios rojos y el velo mal colocado?
Se agachó lentamente, hasta tener su rostro a centímetros del mío.
—Tú no estás aquí por mérito. No estás aquí por elección. Estás aquí porque te raptamos. Porque fuiste un regalo de guerra. Eres un objeto. Un trofeo.
Y sin embargo... —sonrió, con una mueca de veneno— …te comportas como si fueras una reina.
Yo solté un hilo de voz, apenas audible, pero suficiente:
—Y sin embargo... usted manda golpearme como si yo fuera una amenaza real.
La bofetada que me dio fue seca, rápida, directa al alma. Pero sus palabras fueron más duras que su mano.
—¡Tú no eres nadie! —gritó—. Yo soy la sultana. La esposa del sultán. Llevo su sangre en mi vientre. Su nombre me pertenece.
Tú solo eres una flor exótica en su jardín de caprichos.
Y si mañana te arranco de raíz, nadie llorará.
Me sujetó del rostro, obligándome a mirarla.
—¿Sabes por qué aún respiras? Porque no quiero manchar mis manos con tu muerte. Porque sería un favor para ti.
Quiero que vivas.
Que sufras.
Que sepas que cada paso tuyo es observado.
Que si vuelves a dirigirle una sonrisa al sultán, yo misma te la cortaré.
Se puso de pie con dignidad, como si yo no fuera más que basura bajo sus pies.
—Él no es para ti, infiel.
Él es mío. Siempre lo ha sido. Y lo será hasta el fin de los tiempos.
Se marchó sin mirar atrás.
Y yo quedé tirada, como un pedazo de carne olvidada en el suelo del palacio.
Pero esa noche… no lloré.
Esa noche recordé quién era.
Y empecé a dejar de tener miedo.
Aquella noche el aire en la Alhambra era denso, casi irrespirable. Isabel ya había regresado de llevar la bandeja con dulces al sultán, como lo hacía cada tarde. Llevaba su velo blanco suelto hacia atrás y su vestido azul cielo flotaba con ligereza mientras barría una galería lateral. El perfume de las rosas del jardín apenas alcanzaba a calmar el peso del ambiente que se cernía sobre ella como un presagio.
Sin previo aviso, dos mujeres del harén la tomaron por los brazos con rudeza. No eran las sirvientas comunes, sino las sombras silenciosas de Aixa, la sultana. Sin miramientos, la arrastraron por los pasillos oscuros hacia una cámara apartada. Allí, lejos de los ojos de los demás, la esperaba la propia Aixa, vestida con un manto escarlata bordado en oro, sus ojos como dagas encendidas de odio.
—Así que te crees especial... —escupió Aixa con desprecio—. ¿Crees que puedes caminar por aquí como si fueras algo más que una esclava cristiana? ¿Te imaginas que mi esposo es para ti?
Isabel, débil y con las manos atadas por detrás, no respondió. Su silencio fue interpretado como arrogancia. La primera bofetada le hizo sangrar el labio. Vinieron otras más. Golpes en el estómago, empujones, insultos. Aixa misma la golpeó con la furia de una reina humillada.
—¡Él es mío! ¡Tu presencia me repugna! No me importa si fuiste virgen o criada, ¡aquí no eres nadie!
Después, la dejaron tirada en el suelo de piedra, con el rostro herido, el cuerpo adolorido, y el alma más rota que nunca. Nadie acudió. Nadie habló. Solo el eco de la puerta cerrándose a lo lejos.
Esa misma noche, el sultán Muley Hacén estaba inquieto. Preguntó por Isabel cuando no la vio en su rutina habitual. Un joven eunuco, temeroso, le dijo lo que no debía decir: que la sultana había ordenado castigar a la joven cristiana.
Sin perder un segundo, el sultán se levantó furioso de su diván. Sus sandalias resonaban como truenos por los corredores. Nadie osó detenerlo. Empujó la puerta de la habitación donde Isabel yacía, y allí la encontró: en un rincón, abrazando sus piernas, con los ojos hinchados, el rostro amoratado, y la mirada en otro mundo.
—¡Isabel! —dijo con un tono que nunca antes había usado, una mezcla de rabia, miedo y ternura—. ¿Qué te han hecho?
Ella apenas pudo hablar. Sus labios temblaban. Las lágrimas bajaban por sus mejillas como ríos incontrolables. Solo logró decir:
—Yo no pedí estar aquí...
El sultán se arrodilló a su lado, la tomó con cuidado entre sus brazos, como si temiera romperla aún más. Le apartó el cabello del rostro y miró cada una de sus heridas con el corazón apretado. Por un instante, ya no era el gobernante de Granada. Era solo un hombre ante una injusticia imperdonable.
—Nadie volverá a tocarte, te lo juro —dijo en voz baja—. Aixa ha cruzado un límite. Esto se acaba hoy.
Esa misma noche, ordenó que Isabel fuera llevada a un pabellón más alejado, con ventanas que daban al jardín de los arrayanes, un rincón silencioso y apartado. Puso guardias de su confianza, mujeres cristianas del norte, para cuidarla. Aixa no podría acercarse sin ser vista.
Le mandó medicina, paños húmedos, un ungüento de menta y flor de granado para aliviar sus heridas. También le escribió una nota que decía:
"Estás bajo mi protección. Que nadie te haga daño, ni siquiera yo. Muley."
Por primera vez en meses, Isabel pudo dormir sin sobresaltos. No por haber encontrado libertad, sino porque por primera vez en ese lugar extraño, alguien la vio, la creyó, y la defendió.
Y eso... dolía. Porque era más fácil odiarlo. Más fácil odiar su situación que aceptar que el sultán que la había hecho suya sin pedir permiso, ahora era quien curaba su dolor.
La furia de la sultana
Los muros de la Alhambra no tardaron en hablar. La noticia de que el sultán había sacado a Isabel de sus aposentos para instalarla en un pabellón privado —alejado de la vista de todos y protegido por su propia guardia— llegó a oídos de Aixa antes del amanecer. La sultana no necesitó palabras; bastó la mirada de una de sus criadas al entregarle el té de jazmín para saber que algo no estaba bien.
—¿Dónde está la cristiana? —preguntó Aixa sin levantar la voz, pero con un filo helado que hizo temblar a la joven.
—Mi señora… el sultán la ha movido… la envió a los jardines altos… —balbuceó la sirvienta.
Aixa se quedó inmóvil. Cerró los ojos, respiró profundo, y luego estrelló su taza de porcelana contra la pared.
—¡¿Cree que puede esconderla de mí como si fuera un tesoro que cuidar?! ¡¿Después de todo lo que ha hecho esa esclava?! —gritó, su voz retumbando por los pasillos.
Mandó llamar a su consejera más cercana, y entre susurros y veneno, tramaron respuestas. No podía desafiar al sultán abiertamente sin arriesgar su posición, pero no pensaba dejar las cosas así.
—Ella es una debilidad. Y una debilidad es peligrosa cuando se alimenta —murmuró Aixa mientras se paseaba por su salón como una leona enjaulada—. Él no la ve como lo que es… ¡una simple sierva cristiana que debería estar lavando los pies de las verdaderas damas de este palacio!
Mientras tanto, en el pabellón aislado, Isabel se recuperaba. Aunque su cuerpo aún dolía, ya no estaba sola. La nueva servidumbre era amable, silenciosa, y respetuosa. Una mujer mayor, llamada Laila, le aplicaba ungüento en las heridas y le contaba historias suaves del norte de África para distraerla.
Una tarde, mientras el sol teñía las fuentes de rojo y oro, el sultán entró en el jardín. Iba sin escolta. Isabel, sentada junto a una fuente, lo vio venir con el corazón apretado.
—¿Cómo te sientes hoy? —preguntó él, con una voz mucho más humana que la de un monarca.
—Todavía duele —respondió ella sin rodeos—. No solo el cuerpo.
—Lo sé. Y no voy a justificarla —respondió él—. Pero sí puedo prometerte que no volverá a tocarte.
—¿Y si lo intenta? ¿Vas a encerrar a tu esposa? —preguntó Isabel con sarcasmo, sin poder evitar la amargura.
Muley la miró fijamente. Su rostro no mostraba enojo, sino cansancio.
—Ya estoy encerrado entre decisiones, Isabel. Tú eres la única persona en este lugar que no me exige nada. Y, sin embargo, soy yo quien te ha fallado más.
Isabel bajó la vista, pero sus palabras salieron firmes:
—Yo no pedí estar aquí. Pero ahora que estoy, al menos… no me trates como un capricho escondido en un pabellón.
El sultán suspiró y asintió lentamente.
—No lo eres. Ni un capricho, ni un objeto. Por eso estás aquí, no para esconderte… sino para protegerte. Porque… —se detuvo— no podría perdonarme si algo más te sucede.
Por primera vez, Isabel no tuvo una respuesta preparada. Solo miró el reflejo de la fuente moverse entre ellos, como si la verdad se deslizara entre los silencios.
Esa noche, Aixa recibió una carta con el sello del sultán. No decía mucho, pero cada palabra pesaba como una sentencia:
“No la busques. No la toques. No intentes acercarte. Si cruzas ese límite de nuevo, no responderé como esposo, sino como soberano.”
Aixa arrugó el papel entre sus dedos. No lloró. No gritó. Solo sonrió con frialdad.
—Muy bien, Muley. Si quieres guerra… tendrás guerra. Pero no la empezaré yo. Solo me aseguraré de que tu favorita sea quien cometa el primer error.
Y así comenzó la verdadera guerra de los pasillos: silenciosa, venenosa, mortal. Porque cuando una reina cae en el desprecio de su esposo, lo único que le queda... es destruir aquello que él más quiere.
Bajo la luz de la luna
La lluvia golpeaba con fuerza los ventanales del pabellón. Cada trueno retumbaba como una amenaza en el cielo, haciendo vibrar las columnas del lugar donde Isabel, adolorida y aún frágil, intentaba encontrar algo de paz. Sentada junto al balcón, envuelta en un manto de seda clara, miraba la luna llena que se colaba entre las nubes oscuras.
Su cuerpo aún temblaba. No solo por el frío de la noche, sino por el recuerdo de los golpes que Aixa le había ordenado. Un hematoma oscuro y violáceo cubría su costado izquierdo, desde las costillas hasta la cintura. Tenía el labio inferior partido, un corte en la ceja derecha que aún ardía, y moretones en los brazos, como si la hubiesen apretado con furia para inmovilizarla. Uno de los golpes la había dejado sin aliento durante minutos, directo en el estómago. Otro, en la espalda baja, la hizo sangrar levemente. Isabel pensó que moriría aquella vez.
El sonido de los truenos era constante. Cerró los ojos, apretando los dientes para no llorar. Desde pequeña le temía a las tormentas. De pronto, un toc toc sonó en la puerta.
—¿Quién…? —preguntó, con la voz apenas audible.
—Isabel, soy yo. Ábreme. Soy yo… el sultán —dijo la voz masculina desde el otro lado, serena, profunda, pero cargada de urgencia—. Sé que tienes miedo… abre, por favor.
Isabel dudó un instante. Sus manos temblaban. Dio un paso hacia atrás, luego otro hacia adelante. Lentamente, abrió la puerta.
Muley estaba empapado. Su túnica de noche estaba pegada a su piel morena, el cabello negro le goteaba sobre el rostro y la barba, algo desordenada, parecía más oscura bajo la lluvia. La miró con una mezcla de angustia y ternura.
—Ven —susurró él. Sin esperar, la rodeó con sus brazos y la apretó contra su pecho, cálido pese al frío de la noche.
Ella no resistió. Se abrazó a él con fuerza, sintiendo por primera vez en semanas que no estaba sola. Entonces se besaron. Fue un beso lento, cargado de dolor, de deseo y de consuelo. Sin decir palabra, Muley la cargó entre sus brazos y cerró la puerta con el pie. Caminó hacia el lecho real y la depositó con suavidad, como si fuera de cristal.
Los dos se miraron por un instante. Ninguno necesitó permiso. Fue como si las heridas, la soledad y el encierro se derritieran bajo el contacto de sus cuerpos. Él la desnudó con lentitud, acariciando cada parte marcada por los golpes con una devoción que casi dolía. Isabel sintió el calor recorrerle la espalda, la piel encenderse y el alma deshacerse.
Hicieron el amor esa noche como si solo existieran ellos dos. Él la cuidaba en cada movimiento, pero también la deseaba con toda la pasión contenida. Ella lloró en silencio, no por dolor, sino por sentirse finalmente viva. Pero al final, cuando sus cuerpos se fundieron, un pequeño hilo de sangre manchó las sábanas. Isabel no dijo nada… solo se aferró a él con fuerza.
Los dos se quedaron dormidos así, con ella entre sus brazos. Por primera vez, Isabel durmió en paz, arrullada por la lluvia, los latidos de su pecho y el calor de su abrazo.
Al amanecer, los rayos del sol filtraban una tenue luz dorada en la habitación. Isabel despertó primero. Estaba acurrucada sobre el torso desnudo del sultán, sus dedos tocaban la barba oscura que había acariciado durante la noche. Observó su rostro: moreno, sereno, de rasgos nobles, con las pestañas largas como sombras suaves sobre la piel. Era hermoso. Y era suyo… aunque el mundo dijera lo contrario.
Pasaron tres meses desde aquella noche. Isabel se recuperó lentamente. Sus heridas sanaron, pero algo más dentro de ella también cambió. Ya no era la misma muchacha aterrada de antes.
Ahora vestía con dignidad. Llevaba un turbante elegante, atado con su velo blanco que a veces dejaba caer sobre los hombros. Otras veces lo usaba para cubrir la cabeza, dejando el rostro y los ojos al descubierto. El velo estaba sujeto con una pequeña joya dorada en forma de media luna, que descansaba en el centro de su frente, sosteniéndolo con delicadeza. Su piel pálida contrastaba bellamente con los colores suaves de sus vestidos: azul cielo, lavanda, marfil. Todos resaltaban sus ojos verdes, grandes y brillantes, que ahora mostraban fuerza… y deseo.
Ya no era la cristiana prisionera. Era la mujer que el sultán visitaba en secreto cada noche. La que había sobrevivido a la furia de una reina. Y la que, sin saberlo aún, comenzaba a escribir su nombre en los susurros del poder del palacio.