Pia es vendida por sus padres al clan enemigo para salvar sus vidas. Podrá ser felíz en su nuevo hogar?
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capítulo 2
La noche había caído sobre la villa De Santi como una manta pesada y sofocante. Afuera, el silencio del jardín contrastaba con la tormenta que crecía dentro del pecho de Pia. Sentada en el alféizar del amplio ventanal, con las piernas recogidas contra el cuerpo, observaba la oscuridad como si esperara encontrar una salida en ella. Pero no había salida. No había escape.
La habitación era cómoda, sí. Casi lujosa. Pero no era un hogar. No cuando el aire olía a encierro y a traición.
Apretó los brazos contra sus piernas y apoyó la barbilla en las rodillas. Sus pensamientos iban y venían, sin orden. El rostro de su padre se repetía una y otra vez, esa expresión derrotada mientras la entregaba como si fuera un paquete. No había lágrimas en sus ojos, solo cobardía.
—Te odio… —murmuró, casi sin voz, sintiendo cómo la garganta se le cerraba.
Y era cierto. Lo odiaba con una intensidad nueva, punzante, que le ardía en el pecho. Enzo Moretti había sido muchas cosas, pero nunca un padre. Nunca uno de verdad. ¿Desde cuándo se negociaba la sangre con la sangre? ¿Qué clase de monstruo regalaba a su hija para salvar su pellejo?
La puerta se abrió sin previo aviso.
Pia se sobresaltó. En la entrada estaba Leonardo, de pie, con una copa de whisky en la mano y el gesto tan firme como la noche anterior. Vestía una camisa negra arremangada hasta los codos y pantalones oscuros. El silencio entre ambos fue breve pero tenso, como una cuerda a punto de romperse.
—¿No pensás cenar? —preguntó él, entrando sin esperar invitación.
Pia no se movió. Ni siquiera lo miró.
—No tengo hambre.
Leonardo caminó despacio por la habitación, observándola. Había algo en ella que le resultaba fascinante, aunque no sabía si era la rebeldía o la furia constante que emanaba de cada gesto. Se detuvo cerca de la cama y dejó la copa en la mesa de noche.
—Acá no se desobedecen órdenes. Te dije que bajaras a cenar.
—¿Y yo te dije que tenía hambre?
Leonardo la miró en silencio. Sus ojos celestes eran como dos hojas de hielo. Pia bajó las piernas y se puso de pie con lentitud. Estaba enojada, dolida, cansada… y no le iba a dar el gusto de mostrarse débil.
—Mirá, yo no te pedí estar acá. No te debo nada. Así que no esperes que me comporte como si esto fuera una luna de miel.
Leonardo apretó la mandíbula. Se acercó un paso.
—Ya estás en mi casa. Eso te convierte en parte de mi mundo. Te guste o no, Pia.
Ella rio, sin humor, con los ojos encendidos.
—¿Parte de tu mundo? No soy parte de nada. Soy una prisionera con vista al jardín. ¿O pretendés que te agradezca porque me diste una habitación con sábanas limpias?
Leonardo dio otro paso.
—Te estás pasando de la raya.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Matarme? Hacelo. Por lo menos tendría más dignidad que esta farsa que armó mi padre. Un cobarde que te vendió a su hija como si fuera un perro enfermo.
Y entonces ocurrió.
Fue rápido. Un destello.
La mano de Leonardo se levantó y la cachetada cruzó el aire como un látigo. El golpe resonó en la habitación y la cabeza de Pia giró hacia un lado. El ardor le subió por la mejilla como fuego. Por un segundo, no dijo nada. No se movió. Ni siquiera lo miró.
Leonardo tampoco habló. Su respiración estaba agitada, su rostro tenso. No era un hombre impulsivo. No solía perder el control. Pero ella… ella lo había hecho estallar.
Pia se llevó una mano a la mejilla. Sus dedos temblaban. Y luego, muy despacio, giró la cabeza hacia él. Lo miró directo a los ojos. No lloraba. No gritaba. Solo lo miraba.
—Ahí está —dijo con voz baja, pero firme—. El verdadero vos.
Leonardo retrocedió un paso, como si esas palabras hubieran tenido más fuerza que cualquier golpe. Por dentro, algo se le quebró, aunque no supiera exactamente qué.
—Te dije que te comportaras.
—Y yo te dije que no soy tu propiedad.
Se hizo un silencio tenso. Leonardo tragó saliva. No estaba orgulloso de lo que había hecho. Había cruzado un límite. Pero también sabía que en su mundo, el respeto se ganaba con fuego. Él no podía permitirse debilidad. No frente a una Moretti.
—Tenés un temperamento peligroso —dijo él, más bajo—. Eso puede costarte caro.
—Ya estoy pagando caro, Leonardo. Estoy encerrada acá, lejos de todo lo que conocía. Traicionada por mi padre. Entregada a vos como un animal. El precio lo estoy pagando yo, no vos.
Leonardo no respondió. Se giró, tomó la copa que había dejado sobre la mesa y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se detuvo y la miró una última vez.
—No me obligues a hacerlo de nuevo.
Y salió de la habitación.
Pia se quedó sola. El eco de la puerta al cerrarse aún vibraba en el aire, pero el silencio que le siguió fue más ensordecedor que cualquier grito. Sentía el rostro ardiendo, no solo por el golpe, sino por la vergüenza. Por la rabia. Por la impotencia. Tenía el cuerpo temblando, las manos frías, el pecho oprimido, como si alguien le hubiese arrancado el aire de los pulmones. Pero no lloró. No podía. Las lágrimas eran para quienes todavía tenían algo en lo que creer. Ella ya no creía en nada. Ni en su padre, que la había entregado como si fuera un objeto. Ni en Leonardo, que decía protegerla pero acababa de levantarle la mano. Ni en los cuentos de hadas que alguna vez la hicieron soñar con finales felices.
Se dejó caer en el alféizar de la ventana, donde la brisa helada de la tarde le acarició la piel como una bofetada más. Abrazó sus rodillas con fuerza, clavándose las uñas en las piernas, y apoyó la frente en ellas. La habitación, que antes le había parecido inmensa y lujosa, ahora se sentía como una celda. Fría. Vacía. Hostil. El dolor físico era soportable; ya había conocido el dolor. Lo que la quebraba era otra cosa. La humillación. Saber que la habían reducido a nada. A una ficha más en un tablero que nunca pidió jugar.
Y sin embargo, en medio de todo ese torbellino oscuro, una chispa débil, casi imperceptible, palpitaba dentro de ella. Una parte mínima —enterrada profundamente bajo capas de dolor— recordaba lo que había visto en los ojos de Leonardo justo después del golpe. No era furia. No era odio. Era algo más… ¿Remordimiento? ¿Duda? ¿Vergüenza? No estaba segura. Pero lo había visto. Fugaz. Real.
Pia era más que esa joven pelirroja de ojos verdes que todos veían. Su belleza llamaba la atención, sí, pero lo que pocos notaban era la fuerza que cargaba dentro. Esa misma fuerza que había aprendido a forjar en silencio, sobreviviendo al abandono emocional de su madre, al desprecio velado de su padre, y ahora, a la brutalidad de un hombre que prometía protegerla. Tenía solo veintiún años, pero el alma marcada por cicatrices invisibles que hablaban de una vida que la había obligado a madurar demasiado pronto.
Sabía que si se rendía ahora, ellos ganaban. Y Pia Moretti no estaba hecha para quebrarse. Si Leonardo y todos los que la habían usado creían que podían borrarla, estaban a punto de descubrir cuán equivocada podía estar la gente cuando subestimaba a una mujer herida.
Autora te felicito eres una persona elocuente en tus escritos cada frase bien formulada y sutil al narrar estos capitulos