Una habitante de la galaxia lejana se enamorará irremediablemente de una princesa heredera de Ares.
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Ira antes de Ari
Desde tiempos inmemoriales existieron dioses que comandaban desde las alturas a los seres humanos que residían abajo, acá en la tierra. Las personas debían acatar los criterios de estas deidades inmortales, cuyo torrente sanguíneo estaba abastecido por Icor, un mineral que contribuía a mantenerlos eternos, aunque los eruditos más osados comentaban que aquella sustancia también se encontraba en lo que consumían los dioses en sus banquetes; en la bebida que llamaban néctar, y en la comida de nombre ambrosía, ambas cosas resultaron siendo ciertas y lo que lo evidenciaba era la perdurabilidad de estas entidades. Como toda historia esa también tuvo su final y con la guerra entre los dioses, este conflicto de grandes proporciones, se prolongó entre Ares (el dios de la guerra) contra todos los demás dioses olímpicos, esta contienda se originó debido a que ninguno de los demás dioses le apoyaba a Ares en su odio por la humanidad, en definitiva, Ares concebía un punto de vista extremista. Creciendo más poderoso por la violencia que de la guerra piadosa que había instigado, Ares luchó y mató a todos los otros dioses mientras estos trataban de derribarlo, hasta que solo quedó Zeus. Antes de la batalla con el dios de la guerra, Zeus concibió una hija con Hipólita, reina de las Amazonas, si la misma del cinturón de Hércules, Zeus la embarazó en caso de que perdiera la vida luchando contra Ares. Zeus entonces sin temor alguno se enfrentó a su hijo malvado en combate, venciéndolo y expulsándolo. No obstante, en el proceso Zeus fue herido mortalmente.
Han pasado siglos y siglos después de todas aquellas odiseas que se contaban acerca del origen de los dioses griegos, redactadas en epopeyas de célebres poetas; todas sensacionales, todas increíbles, y aunque suenen fantásticas, si pasaron, al menos en este universo, en esta dimensión y fruto de aquellas bacanales que de vez en cuando sostenían con especímenes humanos, las deidades olímpicas dieron inicio a una estirpe nueva, un mestizaje entre un inmortal y una humana que daría paso a seres parecidos a semidioses, provistos con dones espectaculares y singularidades especiales. Una especie nueva de personas con dotes divinos y sangre mezclada con icor, aunque no poseían la inmortalidad de sus antecesores, si gozaban de una prolongada vida, y aunque algunos se resistían a llevar por mucho tiempo el peso de los años, desestimando así su herencia, tenían una vida como una persona común, eso sí, los dones divinos eran intransferibles e irrevocables. Al transcurrir las décadas la divinidad mermó, pero la presencia de icor en la sangre de los herederos los hacía especiales, muy diferentes. Dicha distinción recaía con mayor furor en aquellos que procedían directamente de los dioses primordiales. Tal es el caso de Ares, el espectacular e imponente dios de la guerra, dejando una amplia estirpe. Producto de una de esas relaciones se originó el linaje posterior de Ares, pasaron años y más años y el linaje se conservaba, una nueva descendencia germinaba dentro del vientre de la heredera del dios de la guerra, Irene, una mujer de treinta y cuatro años, esposa del rey de la ciudad de Atenea; Arquemio, un hombre ilustre que quedó rendido ante la impactante belleza de la legataria de Ares. Arquemio siendo un hombre bien parecido, con cabellos castaños y unos penetrantes ojos azules, enamoró a la heredera divina. No pasó mucho tiempo desde que se conocieron en una de esas travesías que el emprendía a La Rome, una ciudad colindante, cuando le propuso matrimonio justo allí, en esa misma metrópolis y meses después de la pomposa boda, la ya reina en ese entonces, fue fecundada por su rey.
Irene quien estaba embarazada de gemelos, presentaba fuertes dolores una semana antes de cumplirse los ocho meses para que pudiera dar a luz (cabe recalcar que los herederos de los dioses nacían en el octavo mes después de su concepción, a diferencia de los embriones humanos que lo hacen después de los nueve meses o a los siete si algo extraordinario ocurre), dentro del vientre de Irene estaban sus dos gemelos batallando por salir de allí, de los cuales destacaría Ira, quien sería conocida como la princesa oscura por adquirir genéticamente las conocidas tácticas bélicas, aunque de una manera menos invasiva físicamente, aunque más persuasiva en formas espirituales. Estando dentro de la matriz de su madre, inició la guerra con su compañero de vientre, la soberana tuvo que combatir con su gemelo; el despiadado príncipe Odio, el cual más adelante será conocido como el príncipe azul. Este semidiós siendo un bebé dentro de la panza de su madre siempre intentó acabar con la vida de su hermana, siendo ambos fetos trató de estrangularla con el cordón umbilical, pero ella pudo zafarse cuando el apretó con fuerza el cordón se movió hasta su frente, fracasando Odio en su intento, le crearía una cicatriz de por vida a su hermana, la cual más adelante tendría que ocultarla tras su capul y corona, ubicándolas justo allí. Aquella obstinación del príncipe Odio fomentó dentro del vientre de su madre un dolor insoportable, más doloroso incluso que las contracciones. Dado que llegó al punto la reina Irene de desvanecerse inmersa en un desmayo, su esposo, el rey Arquemio, solicitó con suma urgencia la intervención de uno de los médicos a disposición del castillo. El doctor Asclepius, el mejor de todo la zona, incluso sus extraordinarias habilidades eran reconocidas en diferentes y lejanos lugares del globo terráqueo, no por nada estaba a cargo de la estabilidad física y salud de los miembros de la familia real de la ciudad de Atenea.
— ¡Su majestad! — exclamó el galeno al ingresar al palacio, se notaba apresurado y con mucha agitación. — Estoy aquí para atender a su esposa, ¿Dónde se encuentra su majestad la reina Irene?
— Arriba, doctor Asclepius. — contestó visiblemente consternado el rey Arquemio. —¡Vamos, apresúrese! Ella se encuentra en nuestra habitación. — subió con presura las escaleras, indicándole el camino que debía seguir el galeno, aunque ya este conocía con anterioridad el recinto, producto de las incontables veces que había acudido al llamado del mandatario.